Existe un amplio consenso a nivel académico sobre la relación entre desigualdad creciente y mayor inestabilidad política y económica, sostiene en este artículo Javier Rodríguez Weber, doctor en Historia Económica y autor del libro Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política. Analiza cómo ha evolucionado la desigualdad y el rol que jugó la dictadura de Augusto Pinochet, y argumenta que la mala distribución del ingreso en Chile no sólo disminuye el bienestar económico de la mayoría de la población, sino que corroe las instituciones que sustentan el régimen democrático.
La literatura reciente sobre desigualdad posee dos características que vale la pena destacar. La primera es la extensión de un enfoque que podemos denominar de “economía política”. Hace 30 años, la distribución del ingreso era vista como el mero resultado del accionar del mercado sobre los salarios, la renta, o el interés del capital. Hoy es estudiada desde una perspectiva más amplia y es percibida como la consecuencia de asimetrías de poder entre individuos y grupos. Las relaciones mercantiles se consideran una parte de estas. Según esta perspectiva, junto a la oferta y demanda de trabajo o capital, importa estudiar el accionar de sujetos colectivos como los sindicatos o lobbies empresariales, las normas que regulan los mercados de factores –en particular el de trabajo– o las políticas que impulsan quienes, desde el Estado, intervienen en los conflictos distributivos que atraviesan la sociedad. La segunda es la importancia que se asigna al conocimiento histórico, no sólo para informarnos sobre el pasado, sino como herramienta necesaria para la comprensión de la realidad presente. Así, las relaciones de poder que determinan la distribución y sus consecuencias sobre otros aspectos de la vida social suelen ser analizadas como el resultado de procesos de larga data.
Ambas perspectivas nos ayudarán a comprender la crisis política y social que conmociona al que, según se creía, era uno de los países más estables del continente.
Asimetrías de poder e inestabilidad político-social
Que el estallido y la subsiguiente conmoción que viene afectando a Chile esté relacionado con la elevada desigualdad que aqueja a ese país es algo que no puede demostrarse. Pero la literatura teórica provee buenas razones para pensar que esa es una hipótesis muy razonable. La combinación, observada en los países desarrollados durante las últimas dos décadas, de desigualdad creciente y mayor inestabilidad política y económica, ha promovido la multiplicación de estudios enfocados en analizar la posible relación entre ambos tipos de fenómenos. Luego de varios años de estudio, se ha arribado a ciertas conclusiones que, si bien no son definitivas (nunca lo son), reflejan consensos más o menos amplios entre los académicos. La principal de ellas es que, efectivamente, tal relación existe.
Se han señalado diversos mecanismos por los cuales una mala distribución del ingreso puede afectar la estabilidad social. Ellos van desde sus efectos sobre la criminalidad hasta la especulación financiera. En lo que refiere a la situación actual de Chile, son dos, en mi opinión, los mecanismos centrales. En primer lugar, la mala distribución del ingreso disminuye el bienestar económico de la mayoría de los chilenos. En segundo lugar, corroe las instituciones que sustentan el régimen democrático.
Dado un nivel de ingreso cualquiera, una mayor concentración en la cúspide supone una reducción para el resto. Se trata de una cuestión de simple aritmética, cuyas consecuencias sobre el Chile actual se describirán más adelante. Pero además de este factor objetivo, en el sentido de que la desigualdad efectivamente reduce el ingreso de la mayoría, existe otro subjetivo, ya que la percepción del propio bienestar es una cuestión relativa: mi idea sobre cómo me va en la vida depende mucho de cómo veo que les va a los demás. Ello entronca, además, con concepciones de justicia.
La desigualdad suele justificarse desde el punto de vista moral en el merecimiento: quienes más tienen, se dice, se lo merecen. Pero las diferencias en los méritos sirven para explicar desigualdades acotadas. Es muy difícil sostener que una persona se ha esforzado cientos de veces más que otra. O que es cientos de veces más inteligente. Cuando la desigualdad económica alcanza cierta magnitud, la justificación meritocrática se derrumba. Quienes no se ubican en la cúspide de la pirámide, sino en su ancha base, empiezan a pensar que su situación es el resultado de una sociedad que se organiza para sostener una serie de injusticias de las que son víctimas. Su compromiso con las reglas e instituciones que regulan dicha sociedad tiende entonces a debilitarse.
"La desigualdad suele justificarse desde el punto de vista moral en el merecimiento: quienes más tienen, se dice, se lo merecen. Pero las diferencias en los méritos sirven para explicar desigualdades acotadas. Es muy difícil sostener que una persona se ha esforzado cientos de veces más que otra. O que es cientos de veces más inteligente".
La elección de nuestros gobernantes y representantes, una institución crucial de la democracia, se sustenta, entre otros principios, en una noción de igualdad radical: no importa quiénes seamos, cuáles sean nuestros estudios o méritos ni nuestra riqueza; la opinión de cada uno de nosotros tiene el mismo peso que la de cualquiera. Una persona, un voto. Pero, en el mundo real, la desigualdad económica y política van de la mano; la concentración de poder en una esfera tiende a expandirse a la otra. Quienes acumulan riquezas tienen la capacidad de influir sobre las decisiones de política en una medida superior a la del ciudadano común. Quienes gobiernan el Estado (y se preocupan por ser reelectos) tienden a prestar oídos a quienes financian sus campañas en mayor medida que al resto. Cuando las preferencias de las clases acomodadas, obviamente minoritarias, difieren de las de los sectores populares, lo más probable es que los representantes adopten la decisión que satisface el punto de vista de los primeros, relegando la opinión de las mayorías. A ello se agrega que instituciones como el voto voluntario, presente en Chile, suponen una subrepresentación de los sectores de menores ingresos. Estos mecanismos, junto a otros, como los vínculos sociales informales entre los distintos estratos de las elites, alienan a las mayorías de quienes tienen el deber de representarlos. Los ciudadanos perciben que las instituciones que deberían resolver sus problemas existen, en realidad, para resolver los de los sectores privilegiados, muchas veces a costa de ellos mismos. Si ello se combina, como en Chile, con una serie de revelaciones escandalosas sobre los abusos cometidos por diversos grupos empresariales, así como la influencia que ejercen sobre la dirigencia política, el malestar se acumula, formando un cóctel explosivo que cualquier chispa puede hacer estallar. De ahí que no sean 30 pesos, sino 30 años, o muchos más.
“Evade como Piñera”, dice un grafiti en Santiago. El texto asocia las prácticas empresariales del presidente, de dudosa ética, con la evasión masiva en el Metro que dio inicio al estallido. La cuestión, en el fondo, es bastante simple: si el presidente y sus amigos se han beneficiado por incumplir las reglas, ¿por qué habría de cumplirlas el resto?
Desigualdad en Chile en el largo plazo: importancia creciente del Estado
La distribución del ingreso y su dinámica están determinadas por distintos mecanismos –el mercado, especialmente de factores, el cambio institucional, la acción política o el conflicto distributivo–, pero nunca por alguno de ellos en forma exclusiva. Por otra parte, y aunque siempre haya causalidad múltiple, los hay más importantes que otros. En el largo plazo, lo que se observa en Chile es un incremento en el peso de los factores políticos a lo largo del tiempo.
Desde mediados del siglo XIX hasta el presente, el país ha transitado tres períodos de incremento de la desigualdad y dos de reducción, y ha sido clave el accionar del Estado en las tres coyunturas de cambio observadas en el siglo XX. Si nos limitamos al período posterior a 1930, se observa una mejora seguida, luego de 1970, por un fuerte deterioro. La desigualdad alcanzó un pico a fines de la década de 1980, haciendo de Chile uno de los países más desiguales del mundo. Desde entonces, se ha observado una leve tendencia a la baja (Gráfico 1). Pero más allá de esta mejora, demasiado tímida, Chile sigue siendo un país de muy elevada desigualdad (Gráfico 2).
Desde la década de 1930, al menos, la historia de la desigualdad estuvo determinada, en lo fundamental, por el conflicto distributivo entre distintos sectores sociales y por la forma en que el Estado intervino en él. Entre 1938 y 1973, el país transitó por un marcado giro a la izquierda. Al tiempo que la elite perdía poder y el país se democratizaba, los chilenos fueron eligiendo, salvo algunas excepciones, gobiernos que proponían reformas que, como la laboral, las nacionalizaciones o la agraria, propiciaban la redistribución progresiva de activos e ingresos.
El proceso de democratización con giro a la izquierda terminó en forma abrupta con el golpe de Estado y el asesinato del presidente Salvador Allende, en setiembre de 1973. Se abrió así un período signado, al igual que el anterior, por el impulso desde el gobierno de reformas radicales, de profundas consecuencias redistributivas. La diferencia, nada menor, es que ahora tenían un marcado sesgo regresivo.
En el nuevo entramado institucional instaurado por la dictadura, se tomaron decisiones de política cuya consecuencia fue un deterioro de la distribución. Las medidas de corto plazo adoptadas para enfrentar las crisis de 1975 y 1982 impactaron fuertemente en el empleo y el salario, provocando dos saltos en el nivel de la desigualdad. Las reformas estructurales, por su parte, generaron las condiciones para que esta situación se mantuviera en el tiempo, alcanzando incluso el período democrático.
Desde su inicio, la dictadura apeló a la represión para reinstaurar la disciplina de los trabajadores y la autoridad de los patrones en las empresas. Con el Plan Laboral de 1979, elaborado por José Piñera, hermano del hoy presidente, se propuso utilizar la institucionalidad jurídica para fijar las asimetrías de poder entre empresarios y trabajadores que el terror había impuesto. Su éxito fue tal que dicho régimen laboral ha seguido vigente, en lo fundamental, durante la democracia.
Las privatizaciones, por su parte, supusieron un trasvase de activos de propiedad pública a manos privadas, y dieron lugar a una elevada concentración de la riqueza, fuente de ingresos y poder para los miembros de la élite. El proceso de enajenación fue extremadamente opaco. Quienes se beneficiaron de él pudieron apropiarse de las empresas a precios inferiores a los que habría dictado el mercado. Muchos eran funcionarios del régimen o sus socios, y habían tenido incidencia en el diseño del proceso.
El afán privatizador no se limitó al cambio en la titularidad de activos. También abarcó una serie de servicios vinculados a las funciones secundarias del Estado, como la salud, las pensiones o la educación. De este modo, se mercantilizó un conjunto de necesidades humanas cuya satisfacción había sido considerada hasta entonces responsabilidad de la sociedad toda. A partir de ese momento, y con la excepción de los más pobres, los ciudadanos ya no tuvieron derecho a recibir una educación o a ser atendidos en caso de enfermedad. Tampoco la obligación de sufragar con sus impuestos la provisión de esos derechos para el conjunto de sus compatriotas. Ahora, cada individuo debía recurrir al mercado, recibiendo –en el mejor de los casos– un servicio o una pensión acorde a lo que pudiera pagar. Un esquema que, evidentemente, beneficia a los sectores de mayores ingresos.
"El afán privatizador no se limitó al cambio en la titularidad de activos. También abarcó una serie de servicios vinculados a las funciones secundarias del Estado, como la salud, las pensiones o la educación. De este modo, se mercantilizó un conjunto de necesidades humanas cuya satisfacción había sido considerada hasta entonces responsabilidad de la sociedad toda".
Pero lo más relevante, desde el punto de vista de la desigualdad, es que la mercantilización abrió nuevos espacios al lucro. Antes, la provisión de estos servicios movilizaba una gran cantidad de recursos en forma de impuestos. Hoy, las Instituciones de Salud Previsional y las Administradoras de Fondos de Pensiones están entre las empresas más rentables de Chile, y sus dueños y directivos son los hombres más ricos y poderosos del país.
Estas reformas, junto a otras –como la reorientación exportadora–, han dado lugar al surgimiento de una nueva elite que domina amplios aspectos de la vida económica y social. Su contraparte son unos sindicatos débiles, apenas existentes, y un Estado reducido en sus capacidades de control y regulación. Así, el enorme poder del gran empresariado es una de las razones –si bien no la única– por las que no se han llevado a cabo las reformas que habrían revertido, en todo o en parte significativa, el fuerte incremento en la desigualdad producido durante el período dictatorial.
Pasado, presente y futuro: Chile en la encrucijada
Contrariamente a un mito muy extendido, el desempeño económico del régimen de Pinochet fue, a lo sumo, mediocre. Durante la dictadura la inversión fue escasa y el crecimiento siguió siendo pobre, además de volátil –algo malo de por sí–, debido a las dos profundas crisis ocurridas en apenas siete años. Entre 1973 y 1989, el producto interno bruto per cápita real creció a una tasa media anual de 1,4%. Entre 1939 y 1973 lo había hecho a 1,3%. Entre 1989 y 2009 lo hizo a 3,7%. El mayor ritmo de crecimiento permitió reducir la pobreza de 39% a 15%; un logro importante, pero bastante menos impresionante de lo que parece.
Aunque la desigualdad ha mejorado, lo ha hecho en forma muy lenta. Medida por el índice de Gini, pasó de 0,531 a 0,476 en el cuarto de siglo que siguió al retorno de la democracia. Dos décadas y media para lograr un cambio de magnitud similar al que mostró Uruguay entre 2006 y 2012, la tercera parte del tiempo.
La aritmética determina que cuanto más desigual es una sociedad, más crecimiento se requiere para reducir la pobreza. Si el índice de Gini es cercano a 0,5, como en Chile, un punto de crecimiento la reducirá en aproximadamente 1,4%. Pero si la desigualdad es de 0,4, el mismo crecimiento tendrá un impacto de 2,1%. Por tanto, si el crecimiento económico que consiguió Chile en la primera década de democracia se hubiera combinado con una mejora en la distribución, más gente habría salido de la pobreza en menos tiempo.
La comparación con Uruguay permite ilustrar la pérdida de bienestar que la desigualdad significa para la mayoría de los chilenos. Entre 2004 y 2012, el ingreso medio en Uruguay creció a una tasa cercana a 5% anual, similar a la de Chile en los años 90, al tiempo que el índice de Gini pasó de 0,46 a 0,40. Gracias a esta combinación, Uruguay pudo reducir la pobreza de 40% a 13%. En otras palabras, hizo en ocho años lo que a Chile le tomó 25.
Los más perjudicados por la desigualdad no son los chilenos más pobres, sino las capas medias (Gráfico 3). En 2011, cuando el país era sacudido por las movilizaciones estudiantiles, el Ingreso Nacional Bruto per cápita de Chile era 12% superior al de Uruguay. Sin embargo, la mayor desigualdad reducía el ingreso de los más pobres hasta hacerlo similar en ambos países. Para quienes se ubicaban en los deciles intermedios (4 a 8) la situación era peor: su ingreso absoluto, medido en dólares internacionales (ajustados por paridad de poder de compra) era inferior. Esa situación se agravaba por la mercantilización de los servicios públicos, como la educación, motivo central de las manifestaciones de ese año. La contracara, naturalmente, se ubicaba en el extremo superior: allí el ingreso era mucho mayor que el que se podía explicar por el diferencial en el ingreso per cápita. Aunque han pasado algunos años, la situación se mantiene, en lo sustancial, incambiada.
La esfera política, más que la económica, ha seguido siendo la determinante principal de la desigualdad desde la recuperación democrática en 1990. Pero lo ha sido por omisión. Las acciones que deberían tomarse para mejorar la distribución son conocidas, pero, y más allá del discurso de los gobernantes supuestamente comprometidos con dicho objetivo, aquellas no se han llevado adelante, o lo han hecho en forma insuficiente. Es verdad que el contexto internacional, pero sobre todo el poder de quienes se benefician de la situación actual, tornaba difícil la tarea. Enfocarse en el objetivo del crecimiento económico resultaba menos polémico. Cierto es, también, que faltó voluntad política, algo evidente en los obstáculos que, desde la misma Concertación –la coalición de centroizquierda que ha gobernado la mayor parte del tiempo desde el retorno a la democracia– se pusieron en varias ocasiones a la implementación de medidas que podrían haber hecho de Chile un país menos desigual. Y ello a pesar de la opinión de la amplísima mayoría de los ciudadanos (Gráfico 4). Es que la desigualdad ha venido haciendo su trabajo: alienando a los gobernantes de los gobernados, haciéndolos más sensibles a las necesidades y deseos de las elites que de los ciudadanos, creando privilegios, facilitando el intercambio de favores entre políticos y empresarios, permitiendo abusos, acumulando malestar en las mayorías que se sienten víctimas y perjudicadas por una distribución injusta del ingreso; erosionando, en suma la democracia.
Hoy, la legitimidad de las instituciones republicanas está por los suelos. El malestar acumulado durante años ha devenido estallido. Cientos de miles de chilenos han marchado por las calles en reclamo de cambios profundos. Los defensores del statu quo son muchos menos, pero poderosos. La concentración económica y política se encuentra en la base del enojo de los primeros y del poder de los segundos. El país se encuentra en una encrucijada. Es imposible prever qué camino seguirá la sociedad chilena. Pero, muy probablemente, seguirán siendo las relaciones de poder, los conflictos distributivos, la acción colectiva de los sujetos sociales, y las orientaciones de quienes gobiernan el Estado, las que sigan determinando, en forma preponderante, lo que ocurra con la desigualdad y sus consecuencias.
Una crisis agudizada por la pandemia
Aunque las crisis suelen amplificar las tensiones que cruzan una sociedad, en Chile estas eran tantas y tan evidentes que ello parecía imposible. Pero la historia muestra que los conflictos siempre pueden agudizarse. En todo el mundo, la pandemia ha afectado más a quienes menos tienen, pero no les impacta de la misma manera en una sociedad pobre que en una rica, en una muy desigual que en otra más igualitaria. En el caso de Chile, además, la emergencia sanitaria ha puesto de relieve la fragilidad de la clase media que, como se muestra en esta nota, es la principal víctima de la pésima distribución del ingreso. Tampoco da lo mismo si hay un Estado con voluntad de socorrerles y unas élites dispuestas a pagar la factura que si no. Porque si, como en Chile, su sentido común y la imagen que tienen de sí mismas les hace creer que sus privilegios son el resultado de sus méritos, no sólo se mostrarán renuentes a las reformas porque afectan sus intereses; también les parecerán injustas, inconvenientes e innecesarias. Porque para sus miembros las cosas están tan bien que no entienden qué es lo que está mal. Sentados sobre un volcán, confunden el calor que viene desde abajo con la loza radiante que disfrutan en sus oficinas de Sanhattan, o en sus lujosos apartamentos ubicados sobre la cordillera.
El retiro del 10% de los fondos de capitalización por parte de los trabajadores es sólo el más reciente episodio en el proceso de descomposición del régimen de poder instalado en dictadura y reforzado en los noventa. En el proceso de discusión parlamentaria se han visto, como condensados, los distintos rasgos de la decadencia. Estos pueden resumirse en una idea: las cosas ya no son lo que eran. El presidente no es tan poderoso como solía ser; los partidos de derecha ya no son capaces de defender a los ricos como antes; los de izquierda parecen de izquierda; los doctores en economía egresados de Chicago hablan, pero nadie los escucha; los grandes empresarios presionan y amenazan, pero la gente les responde con cacerolazos masivos; los legisladores que dudan eligen, a último momento, hacer caso al sentir popular en lugar de a quienes financiaron sus campañas.
El conflicto distributivo sigue marcando el rumbo de la política chilena, sólo que cada vez parece más fácil predecir su resultado: la plutocracia se derrumba. La duda, nada menor, es qué surgirá en su lugar. Chile tiene todo para construir una democracia capaz de garantizar derechos sociales y políticos a sus ciudadanos. Pero para ello es clave que sus grandes empresarios acepten que las cosas han cambiado. Si deciden, como hasta ahora, mantenerse en su trinchera, es bien posible -probable incluso- que la situación siga degenerando. Y si hay algo que la clase dominante de cualquier época debería saber, es que las cosas siempre pueden estar peor, también para ella. Recuerden, si no, a María Antonieta.
En 1959, Aníbal Pinto elogiaba a la élite chilena por su flexibilidad y capacidad de adaptación. Hoy día, y visto como se ha comportado desde 2011, las cosas parecen distintas. Sesenta años después de la publicación de “Chile: un caso de desarrollo frustrado”, el pronóstico no es muy alentador.
Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Actualmente se desempeña como profesor de dedicación total del Programa de Historia Económica y Social de dicha institución. Es autor de Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política (Santiago, 1ª edición DIBAM 2017, 2ª edición Lom, 2018), así como de diversos artículos y capítulos sobre la historia de la desigualdad en América Latina.