La primera línea de las movilizaciones iniciadas en octubre de 2019 reunió a jóvenes excluidos y a jóvenes “integrados” de clase media alta. Los y las jóvenes fueron el grupo etario que más participó en las protestas. Nicolás Somma, profesor y director del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, analiza el rol que ha jugado la juventud en las movilizaciones contra la desigualdad y la pobreza, y en la demanda por una educación accesible, igualitaria y de calidad.


Durante los últimos meses del año pasado, Chile vivió un “estallido social” de magnitudes poco antes vistas. Octubre y noviembre de 2019 fueron probablemente los meses con el mayor número de protestas de todo tipo desde las memorables jornadas de protesta nacional del período 1983-1986, todavía bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Según los datos del Observatorio de Conflictos del Centro de Estudios de Conflictos y Cohesión Social (COES), la cantidad de protestas a nivel nacional durante octubre y noviembre de 2019 fue ocho veces mayor que en los mismos meses en años anteriores. La cantidad de cortes de rutas y barricadas se multiplicó por diez. El salto es todavía mayor para incendios de vehículos, predios y edificios, destrucción de propiedad pública o privada, y enfrentamientos entre civiles y fuerzas policiales o militares.

El estallido tuvo como protagonistas decisivos a los jóvenes. Los estudiantes secundarios lo iniciaron cuando, a mediados de octubre, coordinaron evasiones masivas en el metro de Santiago por el alza del precio del pasaje. Pero también siguieron participando en las múltiples acciones de protesta que se desarrollaron en los meses siguientes. Según la encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) de diciembre de 2019, 56% de los encuestados entre 18 y 30 años protestó durante el estallido social, un porcentaje muy superior a lo reportado para períodos normales. Los jóvenes fueron el grupo etario que más participó, más que duplicando a la generación de sus padres (27%) o abuelos (11%).1

Desde un punto de vista, la enorme participación juvenil en el estallido social no es extraña. Los jóvenes aparecen sobrerrepresentados en virtualmente todos los estudios sobre participación en protestas, en Chile y en el resto del mundo. Lo novedoso del estallido en relación con la participación juvenil fue que convocó a dos grandes sectores de la juventud chilena que habitualmente no salen juntos a las calles y se cruzan poco cotidianamente. Esquemáticamente: los “integrados” y los “excluidos”.

La juventud integrada

Al igual que en varios países latinoamericanos, desde principios del siglo XX el movimiento estudiantil fue el vehículo que canalizó mayormente la protesta juvenil, a partir de la primera federación de estudiantes universitarios, en 1906. La educación universitaria estaba reservada para una pequeña elite de clase alta, casi completamente masculina, que al acercarse al movimiento laboral se inclinó por las corrientes anarquistas y socialistas que estaban en boga en Europa. La expansión universitaria fue muy gradual a lo largo del siglo XX hasta su crecimiento explosivo durante el siglo XXI, de la mano de la creación de nuevas universidades y los créditos para el pago de aranceles. Sin que nadie lo buscara o previera, la masificación universitaria produjo el encuentro de jóvenes de clases acomodadas con aquellos provenientes de clases trabajadoras. Aunque existe segregación socioeconómica entre y dentro de las universidades, en el nuevo siglo jóvenes de distintas clases sociales forjaron lazos de amistad y militancia política, a lo que se sumó la confluencia de jóvenes de Santiago y de otras regiones de Chile. Esto fue a contrapelo de la sociedad chilena, enormemente segregada en términos residenciales y de clase social.

Para muchos jóvenes de “primera generación”, el precio del acceso a la educación superior fue una pesada mochila de deudas. Esto creó un suelo fértil para levantar una crítica al modelo socioeconómico vigente, del que las deudas eran un ingrediente amargo.

Para muchos jóvenes de “primera generación”, el precio del acceso a la educación superior fue una pesada mochila de deudas. Esto creó un suelo fértil para levantar una crítica al modelo socioeconómico vigente, del que las deudas eran un ingrediente amargo.

Cohesionados en torno a organizaciones más fuertes y una generación brillante de líderes, el movimiento estudiantil encabezó las masivas protestas de 2011. Las campañas estudiantiles pusieron en jaque al primer gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014). Y presionaron para que durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) se impulsaran reformas tributarias, se expandiera la gratuidad universitaria a los sectores más vulnerables y se intentara (infructuosamente) la aprobación de una nueva Constitución. Pero el movimiento estudiantil no se quedó ahí. Para fines de la década de 2010 avanzó hacia temas no estrictamente educativos: feminismo, diversidad sexual, ambientalismo, y la preocupación por la salud mental, todo lo cual aumentó las conexiones entre los estudiantes y otros sectores organizados de la sociedad civil.

El resultado de este proceso fue la “integración” de un heterogéneo conjunto de jóvenes a las instituciones del statu quo chileno –mercados, universidades, sociedad civil, grupos políticos–. Los integrados pudieron organizarse y protestar, influir en la opinión pública y ser escuchados por la clase política. Sus hazañas viajaron alrededor del mundo y llegaron a la prensa internacional. Los más destacados alcanzaron el Congreso, las municipalidades y los ministerios. Tendrán su lugar asegurado en la política chilena, la academia y quizás también el mundo empresarial.

La juventud excluida

Detrás de la rutilante historia de la juventud integrada quedó otro vasto sector de la juventud chilena. Simplificando mucho las cosas, los jóvenes excluidos no accedieron a la educación terciaria y probablemente no terminaron la secundaria. Aunque tienen teléfonos celulares, ropa de buena calidad y no pasan hambre, habitan viviendas hacinadas de material liviano en barrios inseguros de las periferias urbanas. Muchos no trabajan o si lo hacen tienen empleos informales. Algunos sufren adicciones severas a las drogas o tienen familiares en esa situación; fueron criados en hogares del Servicio Nacional de Menores –el equivalente chileno al Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay–, y fueron golpeados o abusados sexualmente durante su niñez. Una minoría tiene antecedentes penales, quizás por rapiñas o microtráfico de drogas. La mayoría desprecia a los partidos políticos pero simpatiza vagamente con doctrinas anticapitalistas, antisistémicas o revolucionarias, sin encontrar organizaciones que canalicen esas simpatías.

La vida nunca fue fácil para este sector de la juventud. Pero los últimos años fueron particularmente duros. En un contexto de estancamiento económico (el PIB per cápita chileno prácticamente no creció en los últimos seis años), muchos se quedaron sin empleo o vieron disminuidos los ingresos de sus hogares. Quizás vieron morir de cáncer a algún familiar que no pudo ser atendido a tiempo por el sistema de salud pública. Otros sufrieron la violencia policial en los allanamientos nocturnos que ordenó el presidente Sebastián Piñera para combatir al crimen organizado. En alguna comisaría fueron golpeados y humillados. Mientras pasaba todo esto, en la Araucanía el joven comunero mapuche Camilo Catrillanca era asesinado en un operativo policial (noviembre de 2018), lo que produjo indignación generalizada.

El descontento juvenil por sí solo no hubiera generado el estallido. También fue indispensable su articulación en múltiples redes informales (incluyendo las digitales) que dieron lugar tanto a las protestas pacíficas como a las más violentas (con participación de “integrados” y “excluidos”).

Como el resto de la población, la juventud excluida y “flaite” (como se la llama despectivamente, equivalente al “plancha” uruguayo) se enteró de la racha de escándalos de corrupción de las elites chilenas que se hicieron públicos desde 2015. Se ventilaron múltiples denuncias de abusos sexuales dentro de la iglesia católica; colusiones de grandes grupos económicos (empresas navieras y papeleras, cadenas farmacéuticas y avícolas); financiamiento ilegal de campañas electorales en todo el espectro político por parte de grandes empresas; y malversación de fondos públicos en la policía (Carabineros) y gendarmería, entre otros. Exceptuando las elites culturales y deportivas, las elites nacionales quedaron completamente desprestigiadas en pocos años, acentuando un proceso que ya tenía un par de décadas.

El descontento juvenil por sí solo no hubiera generado el estallido. También fue indispensable su articulación en múltiples redes informales (incluyendo las digitales) que dieron lugar tanto a las protestas pacíficas como a las más violentas (con participación de “integrados” y “excluidos”). Todavía no está claro quiénes coordinaron los incendios simultáneos en varias estaciones de metro, que requieren conocimiento técnico y logística. Tampoco se sabe mucho sobre la organización para atacar las comisarías o saquear los supermercados. En estos eventos decenas o centenas de personas confluyeron a una misma hora y en un mismo lugar. Las teorías sobre difusión de la acción colectiva sugieren que pequeños grupos organizados inician acciones y convocatorias, desencadenando efectos en cascada que suman a distintos anillos concéntricos de la población.

La primera línea como espacio de encuentro

El estallido social permitió la confluencia en las calles de los jóvenes integrados y los excluidos. La “primera línea” fue uno de los espacios de encuentro. Rápidamente la opinión pública adoptó este término para referirse a quienes enfrentaron a la policía durante las protestas con piedras, escudos, bombas molotov y otras armas caseras. Algunas investigaciones periodísticas mostraron en la primera línea la presencia de excluidos e integrados. Respecto de los excluidos, aparecen testimonios de adolescentes endurecidos por la pobreza, la violencia doméstica, las tragedias familiares y la vida en barrios controlados por los narcos. Declaran estar en la primera línea para defender a sus madres y abuelas, a los jubilados, y para enfrentarse a la desigualdad y la pobreza. Respecto de los integrados, aparecen jóvenes universitarios de clase media alta que protegen con escudos al resto.

A lo largo del país, las primeras líneas produjeron uno de los pocos rituales compartidos por ambos grupos de jóvenes. En medio del anonimato (los participantes ocultaron su identidad mediante capuchas y máscaras), se coordinó el abastecimiento de piedras para lanzar a la policía, y el agua con bicarbonato para reducir el efecto de las bombas lacrimógenas; el retiro de la escena de los participantes lesionados; las donaciones de tapabocas, analgésicos, vendas y suero; las líneas de defensa al estilo vikingo; los cantos y vítores para levantar la moral; y hasta ollas comunes para alimentar a los improvisados guerreros.

Enfrentamientos de la primera línea con carabineros, el 2 de marzo en Santiago.

Enfrentamientos de la primera línea con carabineros, el 2 de marzo en Santiago.

Foto: Martín Bernetti, AFP

Las protestas fueron muy intensas durante octubre, noviembre y diciembre de 2019. Pero decayeron al entrar el verano y en particular con el sopor de febrero –el “enero” de Uruguay–. Todo el país esperaba con ansiedad el presumible retorno del “estallido” en marzo. Esto fue alterado radicalmente por la pandemia del coronavirus y la paralización parcial del país al entrar el otoño. Las consecuencias ya son familiares: desempleo, hambre, saturación del sistema de salud, violencia doméstica y problemas de salud mental. Lo particular de Chile fue que la pandemia trajo no sólo el fin del estallido de octubre. También trajo el comienzo de un segundo estallido de protestas, esta vez más localizadas y pequeñas, organizadas por vecinos movidos por la desesperación económica y el descontento con la manera en que el gobierno estaba manejando la catástrofe. Según datos de ACLED (Armed Conflict Location & Event Data), entre marzo y mayo de 2020 la cantidad de protestas en Chile aumentó 100% respecto del mismo período en 2019.

Otra consecuencia menos visible de la pandemia fue el fin de la comunión pasajera de los jóvenes integrados y excluidos. Los integrados se encerraron en sus casas para seguir el ritmo aplastante de las clases en línea. Los excluidos tuvieron que seguir saliendo a la calle a vender frutas y verduras, distribuir pedidos o refugiarse en algunos de los mil vericuetos de la economía informal, ahora más grande y vibrante que nunca, y más expuesta que nunca al contagio.

Nicolás Somma es profesor y director del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es investigador asociado del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES). Sus áreas de docencia e investigación son la sociología política, los movimientos sociales y la sociología histórico-comparada.


  1. Nicolás Somma y Bernardo Mackenna, “El estallido social, los jóvenes, las calles y las urnas” (por aparecer en Revista del INJUV, Chile).