El uso de la fuerza policial contra la protesta social, habilitada por una normativa que la ampara, ha sido una constante en Chile, explica en este artículo Lucía Dammert, profesora titular del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile. Se ha instalado en la opinión pública la idea de que es necesario “mantener el orden público” aun a costa del no respeto a los derechos humanos, y que son admisibles los “daños colaterales”. En este proceso, la relación de la ciudadanía con Carabineros de Chile se ha deteriorado y se profundizan el conflicto y la polarización.
La democracia chilena ha tenido una relación compleja con el derecho a la protesta.1 Desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990, el proceso de transición, centrado en la búsqueda de mecanismos para evitar la confrontación, mantuvo un decreto supremo que regula el derecho a la reunión en los bienes nacionales de uso público. Es decir, la regulación deja un espacio abierto para permitir o no una marcha, manifestación o demostración. Por más de tres décadas, aquellos interesados en demostrar su descontento tienen que negociar los horarios, rutas y formas como se realizaría; de lo contrario, la respuesta policial es inclemente.
Las cosas empezaron a cambiar en 2006 con el movimiento de estudiantes secundarios llamados “pingüinos”, que tomaron centros educativos y mostraron la necesidad de cambios profundos en la infraestructura escolar, pero también en el rol del Estado en la educación. Las tomas de los colegios emblemáticos (aquellos históricamente considerados de mejor educación pública y con alta politización estudiantil) se convirtió en una metodología de protesta cotidiana que fue enfrentada con múltiples respuestas policiales represivas.
Para 2011, los movimientos sociales organizados alrededor de los estudiantes, ambientalistas, mineros, feministas y pueblos originarios tomaron nuevamente las calles y desarrollaron procesos de protesta que establecieron una agenda de transformaciones estructurales que posteriormente llevarían a Michelle Bachelet por segunda vez a la presidencia de la República. La debilidad política de un gobierno de coalición con una amplia variedad de opiniones, así como la cerrada oposición de la coalición de derecha, limitó muchas de las propuestas. En octubre de 2019, la acumulación de múltiples descontentos y frustraciones con la clase política y económica del país detonó en un estallido social que ha puesto en jaque al gobierno y a la elite política en su totalidad.2
Si bien los diversos momentos de protesta tienen características específicas que requieren ser analizadas con más detalle,3 un elemento es común: la represión policial utilizada para contenerla. La regulación actual permite confundir manifestantes pacíficos e incluso transeúntes con aquellos que podrían estar realizando desórdenes públicos, lo que legitima las detenciones masivas, así como la utilización de agua con químicos y bombas lacrimógenas como elementos disuasivos iniciales destinados a cualquiera que esté en el espacio público.
"La regulación actual permite confundir manifestantes pacíficos e incluso transeúntes con aquellos que podrían estar realizando desórdenes públicos, lo que legitima las detenciones masivas".
El uso de la fuerza policial ha sido una constante en Chile. En los últimos 30 años se han aumentado las facultades policiales, así como la dotación y el presupuesto institucional. Todos los gobiernos, de derecha y de centroizquierda, han asumido que el principal problema para mantener el orden público es de orden legal, es decir, la supuesta imposibilidad que tendría la policía (Carabineros de Chile) para actuar con rapidez y efectividad. Esta receta no ha mostrado resultados relevantes, pero consolidó una rutina de represión y violencia constante contra diversos tipos de protesta.
Una de las facultades entregadas a la policía es el control de identidad, es decir, la posibilidad de controlar la identidad de cualquier persona mayor de 18 años en vías o lugares públicos y en lugares privados de acceso público sin estar necesariamente vinculado con hechos delictuales o situaciones especialmente complejas. Es una herramienta solicitada para aumentar la eficiencia en la prevención y el control del delito, pero en realidad ha generado una práctica negativa y concentrada en grupos específicos de la población. 3,1 y 4,8 millones de personas pasaron por estos controles de identidad en 2017 y 2018, respectivamente, y en 90% de los casos fue por motivos preventivos. Es decir, se castiga el “porte de rostro” o la vinculación con características que la policía, de forma discrecional, define como peligrosas.
La relación entre la ciudadanía, especialmente los jóvenes de sectores populares, y Carabineros de Chile se viene deteriorando sostenidamente en los últimos años. Las constantes acciones represivas en sus barrios, los controles de identidad, la violencia utilizada en múltiples operativos y el general uso de la fuerza para establecer su vinculación con este grupo de la población han generado una reacción de desconfianza y rabia.
También las medidas para “mantener el orden público” están marcadas por respuestas violentas. Sólo entre el 17 de octubre y el 21 de noviembre de 2019 la institución registra 6.972 detenidos formales, pero más de 15.000 detenidos que posteriormente no fueron registrados. Se trata del mismo período en el que 11.564 personas fueron heridas por el accionar policial, 220 terminaron con heridas oculares y 1.015 con heridas de balines en el cuerpo.4 Son prácticas que se han realizado y denunciado en otras protestas y especialmente en el marco de la respuesta gubernamental a las manifestaciones del pueblo mapuche en el sur del país. Pero estas, cuando conocidas, se las vinculaba con hechos puntuales o con “errores” personales.
Desde octubre mucho cambió en Chile. Las manifestaciones se han multiplicado, diversos grupos se han organizado para enfrentar la presencia policial, vista como violenta, discriminadora, abusadora e impune. Esto último porque, frente a los diversos informes nacionales e internacionales que pusieron énfasis en la presencia de violaciones de derechos humanos y la necesidad de una profunda reforma policial, las señales de cambio son limitadas.
En este contexto se ha intentado instalar en la opinión pública la dicotomía entre derechos humanos y orden público. Es decir, algunos afirman que dados los niveles de violencia de los manifestantes, la policía tiene que reaccionar para cuidar el derecho de las mayorías, y en algunos casos esto puede implicar el uso de la fuerza que trae “daños colaterales”.
"Desde octubre mucho cambió en Chile. Las manifestaciones se han multiplicado, diversos grupos se han organizado para enfrentar la presencia policial, vista como violenta, discriminadora, abusadora e impune".
La policía puede prevenir y controlar el delito, puede también definir estrategias para controlar manifestaciones sociales. Lo que no puede hacer es resolver problemas políticos. La crisis de legitimidad policial que vive Chile en la actualidad reconoce la necesidad de transformar el sector de la seguridad, de gobernar efectivamente las instituciones policiales pero también de abandonar la criminalización de la protesta social. No sólo es necesario cambiar protocolos y mecanismos de entrenamiento, sino la perspectiva social sobre la protesta y el rol policial frente a ella. Uno que proteja a aquellos que se quieren manifestar y que no se convierta en un elemento de escalamiento de la violencia. Mientras esto no suceda seguirán las voces que reclaman por más orden público y una acción más decidida (y posiblemente violenta) de la policía cueste lo que cueste, pavimentando el camino para más violencia, conflicto y polarización.
Lucía Dammert es profesora titular del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile. Doctora en Ciencia Política, especializada en Políticas Públicas y Seguridad Ciudadana. Ha publicado libros y revistas especializadas en la temática, así como ocupado espacios de asesoría en diversos gobiernos de la región. Es miembro del Consejo Asesor en temas de Desarme del Secretario General de Naciones Unidas. Contacto: [email protected]
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Huber, Evelyn, Jennifer Pribble, and John D Stephens (2010). “The Chilean Left in Power”. En Leftist Governments in Latin America: Successes and Shortcomings, ed. Kurt Weyland, Raúl L Madrid, and Wendy Hunter, 77–97. New York: Cambridge. ↩
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Araujo, K (2020). Hilos tensados: Para leer el octubre chileno. Santiago. Colección IDEA-USACH. Disponible en: http://milenioautoridad.cl/2020/01/06/descarga-el-libro-hilos-tensados-para-leer-el-octubre-chileno/ ↩
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Para un análisis detallado del movimiento estudiantil ver Donoso, S (2016). “Outsider” and “Insider” Strategies: Chile’s Student Movement, 1990–2014. En S. Donoso & M. Von Bulow (Eds.), Social movements in Chile: Organization Trajectories, and Political Consequences (pp.65-97). Palgrave Macmillan US. ↩
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Para más información ver en Human Rights Watch: https://www.hrw.org/news/2019/11/26/chile-police-reforms-needed-wake-protests y del Instituto Nacional de Derechos Humanos ↩