Comienza setiembre y Chile transita al descuarentenamiento. El espacio público vuelve a habitarse y el debate se politiza con la cuenta regresiva para el plebiscito. El 26 de agosto comenzó oficialmente el período de campaña por la aprobación o el rechazo al proceso constituyente y se proyecta la elección de constituyentes para abril de 2021. Las palabras y las formas pasan a ser claves para un proceso histórico pleno de anhelos, pero no exento de riesgos. A menos de un mes de iniciada la revuelta popular en Chile, las directivas de los principales partidos políticos del país, presionadas ante masivas denuncias de violaciones a los derechos humanos de los manifestantes, presentaron en noviembre de 2019 el “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”. La elite política chilena se abrió a un cambio constitucional, después de 30 años sin mostrar mayor disposición de modificar de forma sustantiva la Constitución de 1980, surgida en dictadura.
El documento estableció un plebiscito para abril de 2020, lo que generó un explosivo interés y la Constitución se convirtió en el texto de no ficción más leído del país. Sin embargo, debido a la contingencia sanitaria de la covid-19, el proceso se fijó finalmente para el 25 de octubre, fecha en la que, además, se cumple un año de una de las marchas más grandes de la revuelta popular que congregó a 1.500.000 personas en las calles de Santiago.
Participación, representación y legitimidad
Según las encuestas, la opción “apruebo” resultaría vencedora. Tanto es así que desde el gobierno se está hablando de “la necesidad de una Constitución que una a los chilenos”. En ese sentido, lo que se disputa no es la aprobación o el rechazo, sino el mecanismo con el que operará el órgano redactor una vez constituido, es decir, si será una instancia completamente elegida mediante el voto popular directo o una “convención mixta”, en la que la mitad de sus integrantes está compuesta por legisladores actuales y la otra mitad, elegida mediante voto popular.
La primera opción es lo más cercano a una asamblea constituyente; sin embargo, el acuerdo partidario optó por llamarla “convención constitucional”, generando una confusión que merma los esfuerzos realizados durante años por movimientos sociales de base para instalar la asamblea constituyente en el imaginario colectivo, cuando el Congreso Nacional y los parlamentarios alcanzan sólo 3,2% de aprobación según la encuesta Pulso Ciudadano que se dio a conocer en noviembre de 2019, en pleno proceso de movilizaciones en Chile.
Esto no es menor si consideramos que el acuerdo firmado por los partidos estipuló que las elecciones de constituyentes “se realizarán bajo sufragio universal con el mismo sistema electoral que rige en las elecciones de diputados y la proporción correspondiente”, una medida delicada en medio de una visible crisis de legitimidad política en un país en el que apenas vota un tercio de la población y donde se le cuestiona al modelo electoral la imposición de una serie de trabas estructurales que limitan el avance de candidaturas independientes y de posiciones distintas a las de los dos sectores políticos dominantes.
La existencia de un proceso paritario también está sujeta al órgano constituyente, ya que después de una intensa tramitación parlamentaria a fines de 2019, la paridad operará plenamente en la Convención Constitucional, pero no en la Convención Mixta Constitucional, donde el 50% electo será paritario, pero no el 50% de parlamentarios que ya integran el organismo.
Vale recordar que el Congreso Nacional no cuenta con más de 15% de diputadas y senadoras. Esto lo han denunciado diversas redes feministas, sobre todo la Red de Politólogas, la Asociación de Abogadas Feministas y las organizaciones que integran la Asamblea Feminista Plurinacional. En tanto, las organizaciones y movimientos de mujeres no pierden el tiempo: se articulan, hacen campaña por la Convención Constitucional y plantean un modelo de Constitución que instale premisas feministas desde sus bases institucionales.
Por otra parte, aún sigue en discusión el proyecto de ley que fija escaños reservados para pueblos originarios en la Constituyente. Para Salvador Millaleo, consejero del Instituto Nacional de Derechos Humanos, “la falta de una definición de un estatuto constitucional de los pueblos indígenas que los considere como ciudadanos, que sean tratados en igualdad al resto de la población y se les respeten sus derechos humanos en plenitud, tal como se entienden por los estándares internacionales en la actualidad, es una de las deudas pendientes más importantes de la democracia en Chile, no sólo desde los últimos 30 años, sino de toda la historia republicana”.
Una nueva Constitución no puede permitirse pasar por alto esta omisión histórica que es telón de fondo de la fuerte conflictividad entre el Estado chileno y los distintos pueblos originarios que habitan este territorio.
Otra de las claves del proceso está en la elección de las y los constituyentes, la que se realizaría el 11 de abril de 2021, de ganar la aprobación. Del nivel de participación y representatividad de la elección dependerá que el quórum de dos tercios de constituyentes para la toma de decisiones no termine por regalarle derecho a veto a una minoría conservadora que busca controlar el proceso y frenar las reformas estructurales.
De ser así, los costos podrían ser muy altos, cuando en Chile la institucionalidad no dio el ancho para resolver las necesidades de la población, que salió a la calle a exigir dignidad evidenciando la urgencia de reformular las bases del pacto social. El nuevo contrato no puede carecer de legitimidad o permitir que la desigualdad y los abusos que se viven en la actualidad se sigan produciendo y reproduciendo.
Derechos humanos y nueva Constitución
De contar con un proceso electoral participativo, representativo y legítimo, comienza la discusión de los lineamientos y ejes de una nueva Constitución. Allí uno de los principales cuestionamientos de los expertos a la Constitución actual son las consecuencias del llamado rol subsidiario del Estado.
Los defensores del texto constitucional vigente señalan que la subsidiariedad no existe y que, incluso, no aparece mencionada en la Carta Fundamental y, de hecho, el principio teórico no está escrito de forma explícita. Sin embargo, está presente a lo largo de todo el texto, articulando sus contenidos y, en concreto, determinando de muchas formas cómo funciona Chile en la actualidad.
Esto se observa desde el artículo primero que señala que “el Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. Con este tipo de redacción no se estipula como deber directo del Estado proveer derechos económicos, sociales, culturales y ambientales como lo son la salud, la educación, al agua y la seguridad social, y los deja en manos privadas.
Las demandas presentes en la revuelta de octubre de 2019 interpelan directamente al rol social del Estado, así como su participación y acción para garantizar estos derechos, campo en el que hoy se observan las profundas desigualdades que viven las, les y los chilenos y que son fruto del malestar que aqueja a nuestra sociedad.
“La necesidad primera frente a una nueva Constitución es entender que ella debe reglar un Estado humanitario, solidario y garante de los derechos humanos de la población, dejando de lado la actual mirada débil, subsidiaria”, señala Mario López, periodista, abogado e integrante de la Coordinación de Derechos Humanos de la Federación de Colegios Profesionales Universitarios de Chile.
Pero no se trata aquí de consignar una lista o un acabado catálogo de derechos a resguardar, sino de dotar al texto de una mirada que ponga al centro la vida y la dignidad de las personas, es decir, que fije el estándar de derechos humanos como una supranorma que no pueda ser limitada de forma ilegal o arbitraria y que esté más allá de los gobiernos puntuales y los móviles y contextos políticos.
Esto es una base fundamental para la construcción de un texto constitucional sólido que pueda responder a las demandas ciudadanas.
Derecho a la comunicación en la Carta Fundamental
A inicios de setiembre, diversos medios, organizaciones y redes de la sociedad civil vinculadas a las comunicaciones confluyeron para crear el “Bloque por el derecho a la comunicación”, una articulación amplia impulsada por el Colegio de Periodistas de Chile, que busca consagrar este derecho en una nueva Constitución como principio fundamental de una sociedad democrática.
Cuando hablamos de derecho a la comunicación nos referimos a una concepción amplia de derechos establecidos en el sistema internacional de derechos humanos sobre garantías asociadas a la comunicación como son la libertad de expresión, de prensa y el acceso a la información, derechos que no sólo son claves, sino que permiten y posibilitan el desarrollo de los sistemas democráticos.
Esto comprende el derecho de las personas a buscar y recibir información plural, pero también a difundirla por cualquier medio de expresión sin discriminaciones y sin estar sujetas a limitaciones económicas, ideológicas o culturales. Según señaló la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2010, “corresponde al Estado impulsar el pluralismo al mayor grado posible, para así lograr un equilibrio en la participación de las distintas informaciones en el debate público, y también para proteger los derechos humanos de quienes enfrentan el poder de los medios”.
La Corte IDH en 2015 también lo reconoció directamente al afirmar que “el derecho a la comunicación debe consagrarse como un derecho inalienable e inherente a todas las personas y como requisito básico para su desarrollo debe ser garantizado y fomentado por el Estado a través de la Constitución y de un nuevo sistema medial, regulado por una ley de medios que permita profundizar su pluralidad”.
Según da cuenta el Bloque, en 2016 la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH advirtió al Estado chileno que en el país persistían normativas y prácticas que suponían restricciones indebidas del goce y ejercicio efectivo del derecho a la libertad de expresión y el derecho de acceso a la información, muchas de las cuales podían entenderse como herencias de las doctrinas autoritarias del pasado y del largo proceso de transición a la democracia.
Vale recordar que Chile presenta una de las tasas más altas de concentración de la propiedad de los medios de comunicación en América Latina y que el Observatorio Latinoamericano de Regulación, Medios y Convergencia sostiene que la concentración medial es una de las principales barreras al ejercicio de la libertad de expresión y al derecho a la información, ya que representa un obstáculo para la diversidad de medios y el pluralismo de ideas e informaciones.
Una de las principales formas de tener una ciudadanía crítica y opinante es a través de contenidos pluriculturales, descentralizados y locales, con enfoque de derechos humanos, interseccional, feminista y de género, contenidos de los que hoy carecen los medios de comunicación en Chile. Esto ya lo sabe la ciudadanía, que hace un tiempo viene cuestionando la cobertura de los grandes medios y premiando el rol social de los distintos medios independientes, alternativos, locales, regionales, comunitarios, universitarios y populares, así como el ejercicio ciudadano de la comunicación.
La forma de entender el sistema medial y de comunicaciones en Chile es también una herencia de la dictadura, un mecanismo de reproducción ideológico del orden que impuso; un modelo económico y social que ampara la concentración y el abuso. Con todos los riesgos que puede implicar un proceso constituyente asumido y regulado por la propia elite política, el momento que vivimos abre la posibilidad de revisar esas bases y apuntar cambios justamente allí, donde se juegan las cartas.
Paula Correa Agurto es periodista y comunicadora social, magíster en Antropología, segunda vicepresidenta y coordinadora de la Comisión Nacional de Derechos Humanos del Colegio de Periodistas de Chile.