Después de las medidas de seguridad y las reverencias de bienvenida, la residencia de la embajadora de Japón se detecta como una pagoda improbable en Carrasco. Allí sucede la masterclass que Takehiro Ohno vino a dar para un grupo de colegas cocineros y comunicadores de la gastronomía. Con una década de experiencia televisiva encima, en el canal El Gourmet, el japonés afincado en Argentina maneja con oficio y simpatía las transiciones entre explicación y demostración práctica. Desde una tarima, atiende los fuegos y, al mismo tiempo, proyecta en una pantalla los procesos que implica la producción de salsa de soja fermentada naturalmente (un parámetro de calidad), y es con ella que elabora platos que remiten a su infancia. Lenguado teriyaki, es decir, con la técnica que mezcla soja y mirin (“teri” significa brillante y “yaki”, asado), bondiola shogayaki (cerdo marinado en salsa de soja y sake, con jengibre rallado) y ojo de bife encebollado, que no lleva sal sino soja. Son fáciles y sabrosos, de ejecución rápida, mejores que llamar a un delivery con aires exóticos, e indudablemente más sanos.
Una prueba para detectar la nobleza del producto es colocar el frasco a trasluz y que el líquido se vea de un rojo turbio; ni negro ni marrón oscuro, sino sanguíneo. En nariz, debería remitirnos al durazno, a la piña, a la manzana: “Si no tiene estos aromas no es de fermentación natural”, afirma el chef, representante de la marca Kikkoman, de la que pueden encontrarse en góndolas desde la tradicional salsa de soja elaborada con la receta de cuatro ingredientes hasta una reducida en sodio, una orgánica y una libre de gluten, además de otros preparados, como la teriyaki sabor miel y ananá, el vinagre de arroz y la salsa de ostras.
Forma parte de los atributos de la salsa de soja suavizar los vahos del pescado crudo y matar las bacterias. El dato comprador es que este fermentado entra en la categoría umami, el quinto sabor básico, conferido por el aminoácido que presentan también los tomates secos, el jamón crudo, los hongos shiitake, y que entre mil definiciones puede resumirse en un concepto más que accesible: “Cuando toca nuestra lengua, se siente rico”. Igual que un estadounidense de manual agregaría ketchup a todo, Ohno cuenta que su padre condimentaba con soja cualquier plato, incluso unos spaghetti alla bolognesa. Sin necesidad de imitarlo, vale repetir los consejos del chef: que no está “sólo para mojar el sushi”, que al calentarla se despiertan sus aromas y sabores, y que hasta puede levantar un postre con un toquecito.
La salsa nació hace dos milenios con una base de trigo, tostado y machacado, porotos de soja al vapor, agua y sal (más la fundamental ayuda de los hongos Aspergillus sojae). En cada barrio japonés llegó a haber bodegas de salsa y se extendió como condimento fundamental, no cárnico, por todo oriente. Comerciantes holandeses fueron los responsables de darla a conocer en Europa, y para 1873, en la exposición universal de Viena, ya ganaba premios. Recalca el experto que es como el vino y que algunas llegan a ser añejadas durante dos años. Existen también salsas de soja sin pasteurizar, para las que fue inventado un envase específico, de doble botella; pero esas aún no se consiguen en Latinoamérica.