En el compacto local de Convida, ubicado en Canelones 834 y Andes, Suraia Abud se siente en su “burbuja fermentista”. De los bidones con canilla puede obtener kéfir de agua más ácido o más dulce, según la fruta y el tiempo que haya dejado activando los gránulos, nódulos o cultivo. “El proyecto lleva tres años, pero apostamos a tener un espacio propio, sobre todo por la inocuidad del producto, y abrimos en marzo”, relata sobre ese “laboratorio abierto” o como prefiere: “kefirato”.
Antes de eso tenía la casa de su madre tomada por frascos y ruidos. En el momento más difícil de la crisis hídrica, su socia, Sofía Soto, empezó a llevar agua mineral de su campo en San Carlos. Pero también colaboraron con sus pozos algunas amigas de Cuchilla Alta. Toda una serie de acciones que no tenían contempladas en su modelo de negocios, en particular, porque el agua consiste en el 90% de su producto.
“¿Te pongo un kéfir?”, invita Suraia, con los modos que delatan sus años en España. En el local hacen la doble fermentación controlada en cinco tanques de 30 litros, filtran y embotellan ahí mismo (o mandan a enlatar). Por semana sacan unos 150 litros que tienen buena distribución: se consigue en sitios tan diversos como el bar Tasende y la cantina del Hospital de Clínicas.
“Trabajamos con la Cátedra de Microbiología de la Facultad de Química, hemos ido variando las cantidades de azúcares (mascabo y blanco), sobre todo, por el etanol, y hemos ido mejorando el sabor. Al principio, el kéfir que hacíamos era bastante fuerte, difícil de tomar. Es generar el hábito. La típica pregunta que me hacen es cuánto hay que tomar por día. No hay una posología, no es un medicamento. Es un alimento, como un refresco, y por supuesto no sustituye al agua. Sin embargo, siempre hace bien. Cuando tengo un buen ritmo de kéfir lo noto en mi pelo, en la piel, en las uñas, en el funcionamiento en general. Es muy gracioso, porque cuando la gente empieza a tomar kéfir y vuelve a comprar, esto se convierte en una especie de consultorio psicológico y me cuentan sus intimidades gastrointestinales”, dice Suraia, que igualmente prefiere destacar el potencial celebratorio de esta bebida burbujeante.
El kéfir de remolacha es un desafío que polariza al público. El de guayaba es quizás el más comprador. Y ahora mismo Suraia está haciendo sus propias mezclas. Lo que la estación vaya dando va direccionando los lotes. Los quinotos llegaron del campo de Sauce de Gerónimo García Dei (ex Mingus, actual Maldón), lo mismo que los limones y un montón de verduras que fueron troceadas para fermentar, con vistas a un evento de cocina en la vereda, programado para el 12 de agosto, de 12.30 a 15.00. El próximo sábado, entonces, Suraia, Gerónimo y Santiago Perdomo (Demorondanga) llenarán la cuadra de sabores. También estarán las artes gráficas de Microutopías, el tarot y oráculo de Guille Groba, y una intervención musical sorpresa.
Viajera y observadora
Suraia Abud Coaik vivió en Madrid 20 años, feliz, sin planes de regresar. Había estudiado gastronomía en la Escuela del Plata y se había ido a hacer una pasantía. Estuvo en el hotel Ritz y, cuando conoció El Fogón Verde, un restaurante agroecológico pionero, empezó a fermentar. Primero fueron varios tipos de chucruts con el vegetal que hubiera disponible esa semana. “Estoy muy entrenada en improvisar”, apunta. Al iniciarse en los fermentos, empezó a prestar atención a las sales, a apreciar los efectos sobre la actividad bacteriana que tenían las minerales frente a las industriales fluoradas o yodadas, a bucear en la historia.
Siendo alguien esencialmente práctica, asegura que le costaba concentrarse para estudiar antropología, sobre todo después de largas noches de cocina. “Venía de un mundo laboral muy físico”, agrega, “y veía muy lejano el mundo académico”. Sabía que lo suyo iba a ser el trabajo de campo, en contacto con poblaciones, en lo cotidiano. Hacia 2017 quería dejar los fuegos, buscaba trabajos vinculados a la cultura, en proyectos sociales. Explorar residencias artísticas comenzó como una alternativa para contar, explica.
Primero estuvo en el Medialab Prado e integró equipos interdisciplinarios. Dejó de hablar de gastronomía y empezó a usar la terminología alimentación, que le resultaba más amplia, fuera de lo que es comer en un restaurante, con más conciencia de dónde viene la materia prima. Luego aplicó a una convocatoria de Matadero Madrid y se sumó a un viaje redondo: al Líbano de hoy, ya no el heredado, sino a vivenciar cómo se construyen determinadas costumbres. Y rastreó in situ las memorias culinarias de un pueblo y los rasgos de la hospitalidad local: desde cómo hacían sus preparaciones hasta cómo se levantan las casas para conservar los alimentos en invierno, y cómo las danza tradicionales, como el dabke, están vinculadas a la cooperación entre las familias.
Al tiempo que le interesa la “libanesidad” de segunda generación, de esos que, por ejemplo, no hablan el idioma, le importa analizar qué define a una comida como auténtica. El ahora omnipresente hummus, aclara, y cita a un historiador, no es una tapa, algo para picar. “Es como la paella, son platos que se han ido internacionalizando, porque son resultones”, zanja.
Cuando volvió a Uruguay, en 2020, y quedó varada por la pandemia, tomó contacto con el colectivo artístico CasaMario y Sebastián Alonso le propuso hacer un libro. Ella planteó como condición que fuera más que recetas, que a fin de cuentas se encuentran en internet. El diferencial fue el material recolectado en sus viajes, “como una herramienta etnográfica, sin ningún objetivo”, y lo estructuró sobre la base de tres agasajos, ya que Suraia necesitaba cocinar antes de pasar al papel. Por eso armaron tres almuerzos como eje de tres capítulos fundamentales.
“El primero lo hicimos en el club Libanés, con todo ese peso simbólico, de hibridación, de que me crié ahí, de que mi padre fue presidente del club, de todo lo que significó. Y armamos ese primer almuerzo, que se vinculaba con los platos con los que crecí, las hojas de parra, el keppe, el repollo... Para el segundo, quería hacerles un homenaje a los trabajos con los que colaboré en el Líbano, al mundo rural, entonces ese capítulo contiene comida de la montaña y del campo, platos que no pedís en un restaurante, te los hace tu tía, como una sopa de lentejas, la salsa de yogur, el burgul con tomate, cosas muy caseras. Y el tercero, vinculado más a ese movimiento ida y vuelta, justifica la creación: lo tomo, lo hago mío y lo transformo. Aquí es cuando cuestiono realmente qué es la cocina libanesa”. Por eso define como platos de inspiración libanesa, entre otros, al falafel de porotos negros que asombró al propio embajador.
El 8 de diciembre presentó Mezze errante. 36 recetas de cocina criollo-libanesa, en el club Libanés, donde animó a sus amigos y familiares a cargar bandejas de comida mientras emitían un aullido que es signo de alegría. Dice que no sabe el nombre exacto de ese sonido que se hace con la lengua contra el paladar: “Generalmente, es un grito que hacen las mujeres cuando hay una celebración, cuando alguien se casa, en diferentes situaciones, en Medio Oriente, y también pasa en algunos pueblos africanos. Lo tengo mucho por la población islámica, más que cristiana, porque mi familia es del Líbano, pero son cristianos. Tengo amigos musulmanes, pero en mis tiempos allá he estado más con población cristiana maronita”. Por una cuestión de respeto, lo hace fuera del Líbano o sólo si está con gente de confianza, igual que aprendió dónde y cuándo abordar ciertos temas: “Ser libanesa de origen pero no haber nacido ahí, me abrió muchos caminos”, cuenta sobre esa perspectiva que le permite observar lo cultural cuando se pone de manifiesto.
Cada receta del libro está circundada por “las migas”, que son pequeñas historias. A partir del 15 de setiembre ese bagaje de anécdotas crecerá, porque Suraia y un grupo de viajeros visitarán el Líbano por medio de un paquete temático desarrollado junto a De Toque y Toque. Sabe que no propone, como aclaran en la agencia, “un viaje a Cancún”, pero ella sólo transmite buenas experiencias y cuenta que, como el país es chico, es fácil de recorrer; los primeros seis días harán base en Beirut para ir y venir a distintos puntos del sur. Seguirán un guion histórico arqueológico, junto a una guía local, mientras que otros momentos serán más inmersivos, visitando pueblos de agricultores o yendo a conciertos, siempre con el patrimonio alimentario atravesando todas las instancias.