Hace unos días nos enteramos de que —por fin— Blizzard piensa remasterizar su clásico nacido en el año 2000. Tan fuerte es la influencia de Diablo 2 que en la actualidad cuenta con una comunidad disparatada de jugadores activos, es actualizado constantemente e incluso hay un sub-género de videojuegos denominado “Diablo-like” (juegos como Diablo). Elegir un aspecto de la obra para resaltar su importancia es pecar de reduccionista; por lo tanto, desglosemos indiscriminadamente todo aquello que refiera a diseño, mecánicas, historia y personajes.
Si hay que encasillar a Diablo 2 sería dentro de los espacios del action RPG y el hack n’ slash. O sea, tiene un alto componente de personalización de nuestro avatar (en aras de que sea único e irrepetible) y este enfrentará hordas enormes de enemigos todo el tiempo. El primer elemento recoge cierto cuórum: la personalización no se encuentra tanto en la apariencia estética del personaje, pero las múltiples ramas de habilidades y la enorme cantidad de piezas de armadura que uno se encuentra a lo largo de la travesía hace que sea casi imposible tener dos héroes iguales.
La moda también existe en los videojuegos y el hack n’ slash es mucho más polémico hoy en día; el tema es que jamás ha habido un número considerable de detractores que se hagan oír (o quiero creer que estos reconocen que sus carencias son minúsculas ante un todo apabullante). Diablo tiene el vicio de alargar innecesariamente su vida; todo sea en busca de conseguir el personaje más fuerte o las armaduras más raras. Los mapas, por su parte, se generan de forma procedural (con base en algoritmos), lo que hace que sean diferentes para cada partida. Hace 17 años la industria no era la máquina de producir juegos que es hoy; las entregas necesitaban perdurar más en el tiempo y todas estas ideas ayudaban a que la repetición excesiva no fuera tan tediosa. Por más que esto sea visto como parte de un diseño vago o simplemente malo, en Diablo 2 queda en segundo plano.
Desesperanza y desolación son una constante en la ambientación de esta obra. Los mapas son desmesurados (lo que nos hace sentir más pequeños), cubiertos de abominaciones, de gente desmembrada. Total, que llegamos muy tarde a una fiesta en la que el ser humano es minoría. El diseño artístico del mundo es de tonos lúgubres y apagados; todo son suspiros, desde las voces hasta los diálogos de los personajes, siempre cubiertos de miseria. Pasamos de desiertos a junglas, de catacumbas a iglesias. Todos contienen lugares secretos, habitaciones invisibles para el mapa y tesoros escondidos en los rincones. Enfrentamos al Diablo y a sus hermanos (Mephisto y Baal) sobre una narrativa de tono bíblico que nos cuenta del surgimiento al presente del conflicto entre ángeles y demonios. Las cinemáticas entre los distintos mundos que atravesamos se ven tan bien como las actuales y son un regalo que nos invita a seguir indagando en la trama.
Nigromante, hechicera, amazona, paladín, bárbaro, asesina y druida son las clases que podemos elegir. Todas se diferencian claramente en su rol y fueron pensadas para complementarse. Diablo 2 se creó perfilándose para el multijugador local y online, con lo que la experiencia se vuelve exponencialmente entretenida. Pasados ya tantos años, sigue siendo fácil encontrar servidores con gente dispuesta a compartir uno de los RPG más interesantes que se hayan creado.
No cabe más que recomendar un videojuego al que le sobran argumentos para ser el clásico en el que se convirtió. Pueden esperar esta remasterización, pero Blizzard va a tener que esforzarse mucho para hacerle justicia.