Recuerdo que cuando era chico me encantaba Digimon Card Battle, un juego simplón del año 2000 en el que, en determinado momento, enfrentamos al adversario Analogman (también conocido simplemente como “A”), un hombre que se nos mete en la partida con el fin de eliminarnos. Ruidos horribles, mensajes de error del sistema y una cara tenebrosa en la penumbra fueron el susto más grande que tuve en mi infancia gracias a un videojuego. Resultaba inesperado que un juego de cartas pegase un giro de timón tan oscuro, un golpe a la cuarta pared que me hizo sentir que efectivamente algo andaba muy mal con mi computadora.
Es inevitable que se me cruce esa imagen si tengo que hablar de SUPERHOT. Si bien es un juego de 2016, su historia comienza tres años antes, con su creador, Piotr Iwanicki. A este muchacho le vino a la cabeza semejante obra en una game jam, un encuentro de desarrolladores que tiene como meta crear videojuegos en tan sólo unos días. En el evento 7DFPS (Juegos de Disparos en Primera Persona en 7 Días) Piotr decide presentar un prototipo de lo que tenía entre manos. Cuando este indie pasó la barrera de Steam Greenlight y se disparó en Kickstarter para ser financiado, ya todos sabíamos que iba a ser el shooter en primera persona más innovador de los últimos años.
En este juego ni sabemos a quién encarnamos: somos un sujeto que recibe un mensaje de texto en un chat con el estilo del sistema operativo MS-DOS. Nuestro contacto (anónimo también) nos pasa un archivo .exe y así comienza nuestra travesía. En escenarios de corte minimalista, en los que predomina el color blanco, somos un avatar de vidrio negro que debe eliminar, guiados por mensajes que saltan en nuestra cara, a extraños sujetos de vidrio rojo que aparecen en cada pantalla.
Una simple mecánica lo cambia todo: el tiempo avanza solamente cuando vos te movés. Es difícil creer que un sencillo giro de tuerca vuelva todo tan adictivo. Lejos de ser una idea que corte el ritmo del juego, le agrega muchísima adrenalina: cualquier movimiento, incluso el de la cámara, hace que todo vuelva al ruedo; aquellos cientos de balas que vemos flotando en el aire retoman la velocidad correcta y los enemigos, poco piadosos, las estrategias para desaparecernos.
Solamente a puro ensayo y error es que podemos avanzar, ya que la dificultad de SUPERHOT escala sin escrúpulos. La variedad de armas, todas de color negro (al igual que los objetos del escenario), son fáciles de identificar por contraste. Esto nos permite que, si nos quedamos sin munición, podamos lanzar las armas contra los enemigos, o un jarrón, o un centro de mesa. Todo sea para ganar tiempo, o lo que sea que tenemos. Así como repunta el estrés de morir constantemente, también incrementa la variedad de objetos e incluso las mecánicas, pudiendo cambiar cuerpos con nuestros enemigos, lo que nos garantiza un reposicionamiento siempre deseable en el frenesí que nos proponen.
“Es todo muy aleatorio. No hay trama, no hay razones para nada, sólo matar tipos rojos”. Nuestro personaje parece saber exactamente lo que pensamos cuando dice estas frases en un chat con el receptor; sabe intuir perfectamente lo que nos pasa por la mente. En esos precisos momentos, el juego se rompe por completo. A medida que avanzamos en la historia todo empieza a dar escalofríos, los mensajes que nos saltan en la cara dejan de ser tutoriales y el chat se empieza a tornar macabro. Los escenarios son cada vez más familiares para el protagonista y entonces caemos en la cuenta de que SUPERHOT no es solamente un shooter innovador: también sabe despertar esa desagradable sensación de que algo quiere atravesar las paredes del juego para tocarnos el hombro.