A veces, la quietud pasmosa se convierte en una tensa calma: en un camión del ejército se balancean coquetos enanos de jardín. Y así, entre sus miradas malditas y cómplices, la cámara descubre la primera toma del pueblo. En Mosquitos, la hostilidad de la dictadura descansa en las fuerzas vivas del pueblo, la gente bien y trabajadora, y no en los otros, sediciosos, putas y vagos.

En La otra historia del mundo, Guillermo Casanova adapta la recordada novela de Mario Delgado Aparaín, Alivio de luto, y vuelve sobre una incitante y compleja aventura.

Para Milo Striga, el pasado de su padre se convirtió en una humillación cotidiana, y eso alimentó sus crecientes sueños de rebeldía. Pero muy pronto todo se vino abajo. Él desapareció, su hija adolescente debe sobrevivir entre el abandono de su madre y las mezquindades de los vecinos, y su amigo Gregorio Esnal, un sospechoso aficionado a “los hechos inservibles de la historia universal y a las emisiones radiales de onda corta”, decide reivindicarles un pasado glorioso y fundacional. A través de sus clases magistrales en la Casa de la Cultura, custodiadas por la farmacéutica, la esposa del coronel obsesionado con los enanos y una animada poeta, Esnal arriesga un relato heroico y distante que intenta salvar la dignidad de los Striga. Todo termina signando una odisea pautada por la censura, breves atisbos de humor y picardía, y el inquietante mutismo de un pueblo que determina el recuerdo ajeno, la memoria del honor y sus encantos.

Así es como, 14 años después de El viaje hacia el mar, Casanova estrena su segunda película (una coproducción entre Uruguay, Argentina y Brasil), y vuelve a trabajar con César Troncoso, luego de haber sido el primer director que lo llevó a la pantalla grande. A su protagónico se suma Roberto Suárez, y un elenco integrado por Natalia Mikeliunas, Alfonsina Carrolcio, Nestor Guzzini, Gustavo Perini (Gustaf), Cecilia Cósero y Jenny Goldstein.

¿Cuándo decidiste adaptar la novela?

Guillermo Casanova: Cuando leí Alivio de luto, y se dio algo muy similar que con El viaje hacia el mar: leí el cuento y llamé a las hijas de Morosoli. Pero Alivio de luto fue más una puesta, no fue tan ingenuo. Después de El viaje hacia el mar, con Ronald Melzer hicimos una apuesta: la segunda película debía ser un proyecto mayor, con más personajes. Ahí se dio una búsqueda, y me sentí identificado con la historia. Me acuerdo muy bien que él [Delgado Aparaín] trabajaba en el Mercosur, nos fuimos al boliche de la vuelta, y a partir de ahí empezó la travesía.

¿Y vos cómo recibiste la propuesta?

Mario Delgado Aparaín: Por primera vez me sentí bien representado. Guillermo es asombroso porque tiene una gran visión panorámica del proyecto antes de empezar. Y eso es muy bueno, porque creo que tanto una novela como una película tienen que contar una buena historia. Y una buena historia es aquella que incluye un buen conflicto: hay muchos tipos, puede ser el conflicto del hombre con la naturaleza, el conflicto del hombre con los demás hombres, y el más conocido, que es el conflicto interior. Hay genios del cine que han manejado los tres al mismo tiempo, como Melville en Moby Dick. Guillermo tenía esa visión perceptiva, es decir, era capaz de imaginarse un conflicto múltiple. Cuando empezamos a trabajar el guion, vimos que era necesario que alguien se ocupara del universo psicológico de las mujeres, y ahí enseguida apareció Inés Bortagaray.

¿Tuvieron alguna premisa de adaptación? ¿Cómo fueron trabajando con Inés?

GC: La base de Alivio de luto es esa gran comedia humana, con muchos personajes, procesos e historias. La base fueron los personajes y las clases de historia de la humanidad. Cuando leí la novela me la apropié, y Mario tuvo la nobleza de permitirme trabajar por mi propio camino, que se traza desde otra generación, desde otra visión de la dictadura, y desde otra alegoría. Me parecía importante relatar el fin de la dictadura desde mi imagen, que respondía a mi juventud. Cuando empezamos a escribir el guion había un proceso de trabajo para que los personajes no se volvieran burdos, sobre todo el milico, porque no quería uno estereotipado. Una cosa es en la novela, porque vos estereotipás como querés, pero el estereotipo en cine es muy distinto. Así, cuando fuimos trabajando a los personajes me di cuenta de que yo estaba en un mundo de la adolescencia y de la juventud de la mujer, en el que yo desconocía cómo se vivía el bullying, y de cómo vive una muchacha su relación con un padre desaparecido. Son imágenes fuertes. Ahí surgió el trabajo con Inés para que entrara en el mundo de las hermanas y de las mujeres, y que esos personajes también generaran empatía. Me acuerdo de que en el rodaje decía, ¿quién soy yo? ¿Soy Troncoso, soy Roberto Suárez? Y al final yo era Anita, que es la adolescente que vive el conflicto entre la dictadura y ese mundo que la rechaza. El único que está estereotipado es el empleado público, que es el alcahuete y el malo de la historia.

MDA: Me gustó mucho lo de desestereotipar algunos personajes, como el coronel. Porque desde el punto de vista literario lo más fácil es satirizar y caricaturizar, pero nunca me gustó esa postura. Porque la pregunta fundamental es: ¿cómo es posible que si pertenecemos al mismo tronco seamos tan diferentes? Que sea tan malo porque sí. Como aquello de la trivialización del mal, de Hanna Arendt. Por eso creo que al malo hay que humanizarlo para comprenderlo. Más allá de que compartamos o no. Y eso, intuitivamente, Guillermo lo ejerció. Y el sentido del humor está muy presente. Como decía Alfredito Zitarrosa, a la vida hay que destragediarla. Y la forma de hacerlo es a través de un humor que atempere a la tragedia.

GC: El otro día vi una entrevista a Juan Estévez, y lo que él escribió es lo que yo hice en cine. Él reconoce la base del maestro, y la corriente de Mario no es fácil de encontrar acá.

MDA: Él cuenta que lo que le despertó fue la validez de contar de esa manera.

GC: Y todavía se sigue narrando desde la teoría de los dos demonios. Eso es absolutamente contrario a la ideología que uno tiene que profesar, y es necesario desterrarlo. La historia la contamos todos, de eso se trata.

La película es más luminosa que la novela. ¿Fueron consciente de eso?

GC: No, no fuimos conscientes.

En un momento de la novela, Striga dice: “Durante toda la vida traté de contribuir con mi granito de arena a la transformación del mundo y resulta que mi propio mundo, ese que sólo depende de mí, se me fue al carajo”. Y en la película lo que se da más bien es una salvación colectiva.

MDA: Nadie se salva solo.

GC: De alguna manera está reflejado en el final, cuando jodiendo le pregunta: “¿Y a vos cómo te fue?”. Esa mirada, ese mirar llorando... Si yo decía eso en el cine, quedaba absolutamente panfletario. Sobre todo del guion a la realidad, al plantearte cómo decirlo, y que vos te sientas identificada. ¿Cómo te fue? Y ahí la mirada de Roberto te dice todo.

MDA: Ahí la gran diferencia de la literatura y el cine se da en el lenguaje gestual. En la cara juegan 200 músculos para acompañar los gestos más sutiles e imperceptibles. Ingmar Bergman, por ejemplo, es uno de los cineastas que juega mucho con la gestualidad. A la hora de escribir, como buen paisano del interior, uno soñaba con ser director de cine. Uno era un actor y un director de cine frustrado. “Dedicate a la escritura”, me decían. Y ahora creo que una de las mayores contribuciones del cine a la literatura es esa preocupación del creador para poner en funcionamiento eso tan maravilloso que es el mecanismo de asociación. A la mirada no es necesario sumarle palabras, el espectador sabe qué significa. Es decir, se hace cargo del lenguaje que él instaura. Lo mismo pasa con la literatura. La plasticidad del lenguaje; o ese término usado por los oncólogos, la imagenología.

¿Cómo fue el trabajo con los actores? Porque hay una suerte de elenco estable constante que es muy complejo.

GC: Sí, fue. La mayoría de los actores ya estaban elegidos. Y quería volver a juntar a Roberto y a César. Hay películas en las que estuvieron pero no fueron coprotagónicos. Acá trabajan juntos como coprotagonistas. Fue tan así que al principio tuvimos que cambiar los roles, porque Roberto en ese momento fue padre y no podía estar en el rodaje todos los días. Y ese cambio se dio muy bien. Con Guzzini hicimos casting, y fue brillante cuando se cruzó con Cecilia Cósero.

Y Mario se sumó como actor secundario...

GC: ¡Fue el peor actor que tuve en mi vida!

MDA: Y lo llevo con orgullo.

GC: No, no, increíble. Miraba a la cámara, hacía gestos. Le decía: “Mario: sin gestos”. Pero era fundamental que estuviera. Estuvo en las clases, y dijo un pequeño parlamento que salió muy bien.

MDA: ¿No lo cortaron? Eso fue una aventura maravillosa.

¿Cómo llevaron el rodaje en el pago?

MDA: Lo más cómico es que muchos creían que vos eras una potencia económica, con una gran productora, que hasta tenías el ómnibus Casanova [empresa de Sauce]. Eras un visionario.

GC: Lo más impresionante fue el pueblo de San Antonio, que es increíble. Porque no hay autos, no hay motos ni bicicletas, porque a todo se va caminando. Y para ir a San Antonio tenés que hacer esa ruta especialmente. Entonces no hay polución sonora y no hay polución visual, como cartelería o folletería. No hay publicidad.

MDA: Y tienen un comisario cinéfilo.

GC: Cuando llegué por primera vez a sacar fotos, vino la Policía a preguntarnos qué estábamos haciendo. “Es que viene gente extraña y la gente se pone nerviosa”, nos dijo. Y para vos es muy fuerte que llegue la Policía porque hay gente sacando fotos en la plaza. Después fue la alcaldesa, le contamos que sacábamos fotos para ver si nos servía como locación para una película, y nos dijo: “Ah, ¿otra más?” [antes se filmaron fragmentos de Clever y Mal día para pescar]. Y yo que me sentía orgulloso...

Para construir ese pueblo y esos personajes que siempre están al borde de lo geográfico y lo literario, ¿trabajaste con otras novelas de Mario, como La balada de Johnny Sosa?

GC: Sí, me leí todo, antes y después.

¿Cómo seguiste la construcción de este Mosquitos?

MDA: Fue el pueblito ideal. Recuerdo que en Soca se enojaron un poco porque no lo hicimos allí (Soca antes se llamaba Mosquitos). Pero mi gran problema es no saber de dónde soy. Cuando alguien me lo preguntaba, yo no sabía si responder de Sarandí del Yi, de Cerro Chato, de Caraguatá, de Minas o de Solís de Mataojo. En ese entonces, vivía en Buenos Aires, en una pensión de mala muerte que encima se llamaba Mi Noche Triste; y ahí fue cuando viví una crisis de autoestima muy importante, y a la hora de preguntarme de dónde soy, yo mismo no podía contestar. Pero, al mismo tiempo, para contar esas historias que aparecían luego de la operación de rescate del pasado, empecé a sacar un boliche de Sarandí del Yi, la avenida principal de Solís de Mataojo, la placita y la comisaría de Soca, las afueras de Minas, hasta conformar un pueblo verosímil. Que yo me lo creyera. Y que pudiera mentir con total libertad. ¿Pero Mosquitos existe? Sí, señor, existe. Creo que uno no inventa un pueblo sólo porque sí. Estoy convencido de que Juan Rulfo a la hora de crear Comala, García Márquez Macondo, o el propio Onetti Santa María, los crearon por necesidad de los autores. No por la voluntad de ficcionar un sitio inexistente. Cada uno lo cree, y eso facilita mucho la creación.

La película mantiene la sugerencia de que la rebelión surge de una humillación familiar. Dan, el hijo del coronel, se transforma en oposición a su herencia maldita, y Esnal decide desafiar la pasividad del entorno y reivindicar un pasado glorioso para los Striga.

MDA: Sí, claro. Y vos sabés que los Striga en realidad existieron. La primera vez que me encontré con un Striga fue en el libro del italiano Claudio Magris, El Danubio, en el que él recrea todas las aldeas, pueblitos y ciudades que están a las orillas del Danubio. Y en cada aldea que se detiene cuenta historias, entre ellas la de los piratas, y ahí están los Striga. Y me encantó, porque había un Striga en Montes.

GC: A mí siempre me da la sensación que las historias que nos cuentan los maestros son una gran mentira. Queramos o no la visión que tenemos de Artigas es la escolar. De alguna manera, esto que Esnal cuenta en esa época es el cuento que nosotros hacemos de la dictadura, y depende de cómo la vivimos, si fue la propia, o la de nuestros padres o nuestros hermanos. Obviamente que fue una dictadura al comienzo y otra distinta al final, porque la primera respondió a historias de nuestros hermanos mayores, y ellos creyeron una historia que no fue la que creímos nosotros al final. Ahí éramos más realistas que ellos, que creían en una fantasía que se hizo trizas. Nuestro mundo era más realista, más punk, pero a su vez también fuimos heroicos. Tener un enemigo en común significa que el final de la dictadura se convirtió en una fiesta heroica, porque luchábamos sabiendo que no nos iba a pasar lo que se dio al principio, e igual podíamos pelearla y trabajar por eso. Lo que cuenta Esnal es una alegoría de cómo te cuentan la historia. Cuando llegó la democracia, la visión que teníamos del mundo era muy distinta a la que nos contó la historia. Mario, de hecho, sabe muchísimo de historia, y utiliza estas novelas a partir de su acumulación del saber histórico.

MDA: Recién dijiste algo que para mí es tan notable como obvio, y es la construcción de Artigas. A mí me pasó con Leandro Gómez [sobre el que escribió No robarás las botas de los muertos], que nunca me propuse encarar como un tema literario, hasta que comprendí la talla de ese tipo y esa ciudad, que con 600 personas resistió a 14.000 hombres bien armados, montados y alimentados. Y con respecto a lo que Guillermo decía, no se puede estereotipar haber habitado el espacio y el tiempo de la dictadura. Todos nosotros fuimos signados por dos hitos históricos, la dictadura cívico-militar —con su persecución ideológica, prisión, tortura y exilio— y la apertura democrática, con su desexilio, el retorno, el rechazo a volver, la recuperación de otro lenguaje que había sido abandonado por la censura y la autocensura. Es esa sensación de prostituirse a la hora de intentar convivir, por todos los medios, para no morir...

A esto es a lo que se enfrenta Esnal.

MDA: Exactamente. Era muchísimo más difícil ser de izquierda en un pueblito de mierda, chiquito, que en una ciudad en la que el individuo se pierde en el número y el anonimato. Ahí es cuando el peso de la sanción moral se vuelve tremenda y continuo.

GC: Y de hecho en la película al final lo cambiamos mucho, y quedó como una suerte de alegoría, que mantiene la mirada de Esnal, pero sin que nunca quede demostrada.