Separar las obras de una misma desarrolladora puede resultar en un análisis cojo; sería como dividir los temas de un disco que sabemos que fue pensado, en el fondo, como un todo integral. Olvidar el contexto del videojuego nos nubla la vista si queremos analizar el estilo que una compañía impregna en sus títulos, y es más difuso aun cuando hablamos de empresas multinacionales que tienen numerosos equipos, diferentes proyectos y un extenso recorrido en este universo.

Supergiant Games está lejos de ser un gigante; Pyre, su tercer juego, está a la vuelta de la esquina —sale el 25 de julio—, llenando el ojo y las expectativas de quienes experimentamos sus anteriores obras. De eso toca hablar ahora: de Bastion (2011), un RPG de acción, y Transistor (2014), un juego de rol de ciencia ficción; dos videojuegos de primer nivel, con historias diferentes pero similares, con un diseño artístico hecho a mano y una de las mejores ambientaciones musicales.

Cuando decimos que los videojuegos pueden ser un medio narrativo (además de entretenimiento), se vuelve una tarea difícil distinguir qué hace bien o, qué hace mejor que otros. Retomando estos dos títulos, la respuesta salta a la vista: los videojuegos son excelentes para hacernos brotar sentimientos y emociones propios de la personificación. En Bastion encarnamos (nótese el verbo) a “the kid”, un niño que habita un mundo destruido por un desastre del que, en principio, no sabemos absolutamente nada. Nuestra misión es reconstruir ese universo y para ello juntamos partes de un cristal que nos permitiría algo parecido a rebobinar la catástrofe. En Transistor, por otro lado, tomamos el papel de Red, una cantante de un mundo futurístico que, blanco de un asesinato fallido, ve cómo un extraño recibe el espadazo que en principio iba dirigido hacia ella.

Lejos de ser un arma común y corriente, este espadón arrebata la voz de la protagonista y la del desconocido, que no tiene más opción que comunicarse con ella a través del artefacto. Tanto en un juego como en el otro, nuestro personaje es mudo; en Bastion nos acompaña constantemente la voz de un narrador testigo (el Morgan Freeman de los videojuegos) y en Transistor la que dialoga con nuestras acciones es la espada que portamos. Al carecer de voz y de una personalidad definidas, el jugador tiende a rellenar los espacios faltantes. Si a eso le agregamos una narrativa que pone en tela de juicio nuestras acciones, evocamos sentimientos difíciles de generar en otros medios, como lo son la culpa o la vergüenza, que provienen de nuestras propias acciones y no de un rol como observador o lector.

Las entregas no se reducen a una trama inteligente: ambos títulos tienen esa calidez de lo artesanal, propio de universos diseñados a mano. De los mapas a los personajes, todo parece haber sido pintado en el momento, denotando un cariño por el juego que se agradece desde el comienzo.

Los detalles no sólo están a la vista: bienvenidas son dos bandas sonoras que parecen estar meticulosamente pensadas para introducirnos de lleno en los videojuegos. Es importante que los desarrolladores tengan una clara y constante comunicación con los músicos; no faltan ejemplos de juegos que parece que en el final de su desarrollo se les agregó pistas que expresan cosas que no son buscadas por la obra en sí. La mezcla de rock y música country de Bastion llevó a que su banda sonora, separada del juego y en versión física, vendiera considerablemente bien en todo el mundo. Transistor, en cambio, oscila entre la música electrónica con componentes de rock y también fue compuesta por Darren Korb, a quien invito que escuchen para comprobar la calidad de sonido que uno encuentra en estos títulos.

La historia da prueba suficiente de que no debemos poner las expectativas en una desarrolladora, sino en los videojuegos como tales; pero ver lo que ha hecho esta gente da cierta esperanza de que, en menos de un mes, estemos hablando nuevamente de otra historia inteligente, de otro diseño espectacular y de otra banda sonora para el recuerdo.