Ponerse en los zapatos de un inspector de migraciones no parece una buena premisa para un videojuego. Lejos aparenta estar, en principio, del entretenimiento o de lo artísticamente refinado. Ese no es el caso Papeles, por favor: estamos en 1982, en el ficticio estado comunista de Arstotzka, y debemos encarnar a un empleado aduanero cuyo objetivo será proveer a su familia y mantenerla a salvo del frío, el hambre y la enfermedad. Para ello, deberemos distribuir de manera apropiada el escaso dinero que recibimos diariamente. No se trata solamente del impacto de que nuestro hijo muera de hambre por nuestra incompetencia laboral, sino también que, a nuestra situación económica, se le añade el contexto histórico, que hace de la labor una cuestión que ahoga y nos pone en peligro. Arstotzka estuvo en guerra con Kolechia, uno de sus países vecinos, durante muchos años, y los resabios de un conflicto sanguinario se dejan ver en múltiples atentados terroristas en el lugar donde ejercemos nuestra función. Se refuerza el control fronterizo y nos suman mecanismos para identificar posibles enemigos de la nación: chequeo de huella digital, escaneos corporales, permisos de trabajo, etcétera.
El juego puede convertirse en tedio cuando se torna demasiado complejo. No es un trabajo fácil, pero sí rutinario, y el control es estricto: verificar la altura, el peso, si los sellos de los papeles son originales, si la información que la persona declara respecto del motivo de entrada o el período de estadía corresponde con los documentos que entrega; el sexo, el lugar de origen, si todo está bien escrito, si pertenece a una lista de criminales buscados, ¿tiene pasaporte diplomático?, ¿es ciudadano o inmigrante? El chequeo es exhaustivo y mientras lo realizamos, las personas nos cuentan sus penurias, sus enojos o pretenden sobornarnos; nos dejan panfletos de prostíbulos o nos insultan por delatarlos ante las fuerzas armadas, cuando sólo querían visitar a sus hijos o escapar de sus países donde eran perseguidos políticos. Nuestros superiores nos hostigan y una extraña organización pretende sumarnos a una rebelión bélica contra el gobierno de turno, en una historia que le inyecta adrenalina a un juego que se reduce a una mecánica tan simple como darle clics a una pantalla.
La obra no tiene música, salvo un tema que se repite cada vez que terminamos la jornada laboral: un sonido estruendoso y amargo, acompañado de unas guitarras de fondo, que describe perfectamente la sensación que implanta el título en cada momento. En la jornada laboral sólo se escuchan los altavoces que anuncian que la entrada no está garantizada, acompañados del sonido del viento, que refuerza la sensación de sufrimiento de los inmigrantes desamparados al aire libre. Cuando una persona ingresa para ser controlada, el silencio tajante suele ser interrumpido por un ruido de fondo que incomoda: la respiración agitada y nerviosa de cada individuo, que refleja la tensión de ir a la frontera con la posibilidad de que, si les denegamos la entrada, no salgan con vida de allí.
Papeles, por favor es una obra dotada de una carga emocional agobiante: la desesperación y la culpa tiñen toda la jornada laboral de un individuo que se enfrenta a la obediencia debida o al voluntario abuso de poder que le otorga su posición. Varios son los roles que podremos asumir y ninguno se salva de un componente interpelante: la oveja funcional a un Estado autoritario, el déspota cómplice de las atrocidades, el rebelde que se suma a una organización más que dudosa. Todo puede suceder en los posibles 20 finales que nos proponen; dependerá de las acciones que tomemos —muchas de ellas, difíciles de percibir— poder descubrir todas las opciones que tenemos al alcance. Un juego único en el buen sentido, ampliamente recomendable, siempre y cuando estemos anímicamente preparados para los golpes.