A finales de los años 80, la mayoría de nuestra relación con el crimen a través de la televisión era con series como Matlock, que semana a semana nos contaba acerca de algún homicidio y su principal sospechoso, casi siempre un inocente injustamente acusado. Durante 44 minutos más tandas, el propietario del traje gris más famoso del mundo (lo siento, Sabina) encabezaba una investigación que terminaba absolviendo a su cliente.

Eso sí, la forma tradicional de asegurarse el veredicto de “inocente” era acusando en el estrado al verdadero culpable, no sea cosa que los televidentes comenzaran a tener dudas razonables acerca del mecanismo de “dudas razonables” que exonera a una persona de la prisión. De todos modos, eran 100.000 dólares bien invertidos.

Más adelante, nuestra relación con el crimen a través de la televisión fue con reality shows, desde Héroes verdaderos hasta Policías en acción, que con recreaciones o de manera 100% documental nos narraban historias reales de diferentes delitos y de quienes se encargaban de poner tras las rejas a sus responsables. Bueno, Policías en acción también entrevistaba a gente mamada en los bailes o víctimas de accidentes en moto que sufrían de amnesia temporal. Pero en todos los casos el juicio de valor ya estaba hecho en la mesa de edición antes de llegar a nuestra mesa del comedor.

La sofisticación de las producciones televisivas en estos últimos años llevó a que aparecieran títulos como la serie documental Making a Murderer, en la que gran parte de la “gracia” está en que el espectador es una pieza fundamental para inclinar la balanza hacia un veredicto de inocencia o culpabilidad, más allá de que algunos vimos impedido nuestro disfrute de la serie precisamente por entender que ya estaba inclinada de antemano y los productores no estaban siendo honestos con nosotros.

Lo importante son los números, y es cierto que esta clase de producciones, que incluyen títulos como Evil Genius y The Staircase, o el podcast Serial, se hicieron tan populares que hasta permitieron la aparición de una parodia. Y por suerte para todos, la parodia resultó ser de una calidad y un humor inusitados.

En setiembre de 2017 llegaba a Netflix American Vandal. Allí, dos estudiantes decidían embarcarse en el mundo de los documentales de investigación delictiva luego de que alguien grafiteara penes en los vehículos de todos los profesores de la secundaria Hanover y todos los dedos apuntaran a Dylan Maxwell como responsable.

Peter Maldonado y Sam Ecklund (Tyler Alvarez y Griffin Gluck) decidían tomar el caso en sus propias manos y, con una mezcla perfecta de inocencia adolescente e instinto detectivesco, interrogaban a los involucrados, chequeaban coartadas y explicaban por qué era imposible que Dylan hubiera dibujando tantos penes en tan poco tiempo.

Que el elenco estuviera plagado de ilustres desconocidos le daba ese toque final de realismo que atrapó a los espectadores y convirtió a esa primera temporada en favorita de muchos. Sí, primera, porque un año más tarde los pequeños investigadores volvieron a las andanzas.

Equipo que gana no se toca

Existían varias formas de encarar un nuevo caso dentro del “universo AV”. Podía hacerse una secuela directa, imaginando nuevos problemas en los que Dylan estuviera involucrado, o tomar la ruta antológica, al estilo de Fargo, y hablar de otro delito estudiantil que no tuviera relación con Hanover ni con Maldonado. Sin embargo, los creadores Dan Perrault y Tony Yacenda eligieron un camino que no solamente favoreció a esta nueva tanda de episodios, sino que, de manera retroactiva, mejoró los primeros. Sí, es posible.

El comienzo de la segunda temporada de American Vandal nos cuenta de manera brillante el origen de la primera. Recapitula la investigación de Peter y Sam y explica el papel de Netflix para no solamente dar a conocer su caso al mundo, sino mejorar los valores de producción de lo que estos estudiantes habían hecho. ¡Así que por eso se veía tan bien!

La popularidad que tuvieron hizo que llegaran pedidos de investigación de todas partes del mundo, y ellos decidieron quedarse con un caso muy especial: el del “criminal de las heces” (turd buglar, en el original) que hizo bromas pesadas con excremento en tres ocasiones diferentes en el colegio católico de St. Bernardine. Hasta allá se dirigen nuestros protagonistas, que ahora cargan con las ventajas y desventajas de la fama que ganaron.

En cuanto a la forma, este American Vandal es idéntico al anterior. Se basa en material de archivo, entrevistas y pizarrones en los que explican (y en ocasiones sobreexplican) los razonamientos que convierten a uno u otro alumno en responsable de los delitos.

Por suerte para nosotros, el resto de las circunstancias del caso son novedosas, como la existencia de un excéntrico alumno que admite su culpabilidad luego de un extenso interrogatorio. O que al finalizar los episodios tendremos una idea más concreta de quién cometió los delitos, algo que el año pasado sucedía pero con un pequeño manto de incertidumbre.

Y un elemento fundamental para el segundo triunfo consecutivo de la serie es el casting, que nuevamente es impecable. En esta oportunidad hay que destacar a Travis Tope en el papel de Kevin Shit Stain McClain, un esnob que toma mate y hace equilibrio entre víctima de bullying y compinche de las bromas del resto. Melvin Gregg interpreta a DeMarcus Tillman, estrella de básquetbol en una institución que da a sus deportistas un trato preferencial. Y Taylor Dearden es Chloe Lyman, la joven que dio aviso a Maldonado y compañía.

Muchos de los rostros que aparecen en la serie tienen experiencia en cine y televisión, pero ninguno es “tan” conocido como para distraernos del realismo que buscan los productores de la serie, y el 100% de las actuaciones contribuyen a mantener la más absoluta atención.

Los diferentes sospechosos y un juego del gato y el ratón son responsables de que el ritmo no baje en los (ideales) ocho episodios de este año. Habrá muchísimo humor, cuyo éxito estará basado en la cara de póquer con la que los adolescentes revelen sus propias contradicciones o compartan pensamientos disparatados. Algunas conclusiones apresuradas nos harán arquear las cejas, pero no hay que olvidar que los investigadores de este caso son, al final de cuentas, un par de jovencitos.

American Vandal logra zafar de la maldición del “segundo disco”, cual si fuera una banda que la pegó con su primer CD. Se construye una verdadera mitología de la serie, al tiempo que demuestran que hubo bastante trabajo para idear un caso que al mismo tiempo fuera familiar y original. Veremos qué sucede cuando Peter y Sam lleguen a la universidad y se encuentren con una nueva gama de pillerías en las cuales concentrarse, si es que no están demasiado borrachos como para prestarles atención.