Con actividades hasta mañana en la noche, la FIL continúa su marcha en el atrio de la Intendencia de Montevideo (18 de Julio y Ejido). Para hoy, se destaca a las 18.00 en el salón Dorado la presentación de China es un frasco de fetos, primera novela de Gustavo Espinosa, editada originalmente en 2001, casi inconseguible y ahora reeditada por los argentinos de La Coop, con presentación del escritor Carlos Liscano.

Mañana, un momento alto será la presentación de Oktubre, de Carolina Bello, que tendrá lugar en el salón Rojo a las 20.00. La acompañarán el periodista José Costigliolo y el investigador Gustavo Verdesio, editor de la colección Discos del sello Estuario, dedicada a obras relevantes de la producción rioplatense. Dialogamos con Bello, autora de Escrito en la ventanilla (2011) y Urquiza (2016).

La colección es muy abierta en su propuesta y ya Gabriel Peveroni había escrito algo muy ficcionado sobre el disco perdido de Los Estómagos. Vos directamente te despachaste con una novela. ¿Cuándo decidiste que no ibas a hacer un estudio o una historia periodística del segundo disco de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota?

Cuando Verdesio me invitó a escribir uno de estos libros, elegí Oktubre porque además de lo que significa para mí, entendía que era uno de los discos más conceptuales y ricos de la historia del rock rioplatense. Como desde hace varios años vengo estudiando y escribiendo periodismo narrativo, lo primero que pensé fue en hacer una crónica. Pero tuve varios obstáculos que sortear, como el desinterés de algunos periodistas extranjeros que contacté como fuente. No así con los músicos y con Rocambole, especialmente, que no dudaron en responderme las primeras preguntas. Pero en ese lapso fui estudiando mucho, consustanciándome con un escenario que siempre me había llamado la atención, como Pripiat –ciudad situada a tres kilómetros de Chernóbil en Ucrania, en donde vivían los obreros de la planta nuclear y que actualmente es una zona fantasma inhabitable por la radiación–. Fue entonces que empecé a pensar ese universo como escenario de algo más ambicioso, de una historia en la que abordaría una época signada por la Guerra Fría y por la imposibilidad en varios frentes. Necesitaba conciliar aquella primera idea de hacer una crónica con estas nuevas ideas que aparecían con ganas en mi imaginario. Fue así que surge la idea de escribir una novela.

Chernóbil se nombra al final de la canción “Ji ji ji”. Vos le das vida a “Olga Sudorova”, también mencionada, y la ubicás en esa ciudad, un poco antes y un poco después del desastre nuclear. Además, la hacés intercambiar cartas con un joven argentino, Hernán. Así, te las arreglás para que los personajes comenten las canciones de los Redondos, que él consigue antes de que salga el disco de 1986. ¿Cómo se te ocurrió esta estructura?

Sabía que el nudo que haría evolucionar a los personajes sería el desastre de Chernóbil. Eso ocurrió el 26 de abril de 1986. Pero como necesitaba dar tiempo para que se conocieran los personajes, el tiempo de la historia debía comenzar antes, cuando el disco Oktubre –la excusa del libro– no se había editado todavía. Entonces introduje un guiño que me interesaba sobre todo como punto de comparación en la evolución musical de la banda: que los personajes comenzaran hablando de Gulp!, el primer disco de los Redondos editado en 1985. Por otra parte, en mi adolescencia guardaba celosamente un inédito del recital que dieron en el Parakultural el 14 de junio de 1986. Fue ese disparador el que me hizo buscar si Olga Sudorova había sido un personaje real. Como no lo fue, sentí que debía darle voz. Ahí tuve a mi protagonista en la mente. Pero no alcanzaba. Debía encontrar la forma de contar esa historia de supervivencia a todo –a la radiación, a las privaciones, al dolor–, y entonces encontré la voz de Hernán. Cuando vi en mi mente el primer capítulo, vi el libro entero. Necesitaba desafiarme a mí misma como autora y contar una historia honesta que sería mi primera novela, con una distancia de estilo significativa respecto de mis trabajos anteriores. La novela es completamente polifónica en el sentido literal: hay un narrador en tercera persona que pone en escena, hay una estructura epistolar que me habilita a hablar de las canciones –condición de la colección–, hay monólogos en los que se homenajea a Enrique Symns y que me llevaron escribir en clave de poesía, y hay una crónica de aquel show del Parakultural que fue increíble como ejercicio de imaginación, porque la escribí sin haber visto imágenes y sin haber encontrado ningún texto sobre esa noche. Jugué con el estilo del periodismo de rock de aquella época –un poco a modo de homenaje y un poco a modo de parodia–, y reconstruí el recital solo escuchando la grabación al detalle: desde descifrar las escasas palabras del Indio, o los gritos perdidos del público. Para respetar la estructura que me había trazado, pero sobre todo lo verdadero más que lo verosímil, tuve que hacerme una línea de tiempo en un pizarrón a la que recurría con frecuencia. Porque más allá de que sea una ficción, muchos elementos contextuales son reales –Chernóbil, la Bone Music, la post dictadura en Argentina y la edición de discos–. La escritura me fue llevando, sobre todo, a aprender. Y eso se convirtió en algo cercano a la adicción, porque escribirla era activar la mente en otras direcciones que me amigaban con lo genuino de estar contando lo que quería contar y me alejaban de mi propia comodidad al escribir.

El hecho de que la protagonista sea extranjera de alguna manera compensa la distancia cultural que puede sentir alguien que no había nacido (o que era muy chica) cuando salió el disco de los Redondos. ¿Cómo manejaste ese tema de investigar, interpretar, tratar de entender la época?

Escribir el personaje de Olga fue uno de los aspectos más desafiantes para mí como escritora. Era claro que Hernán, como argentino y fan de los Redondos –desde un lugar de análisis y no chabón–, iba a hilar las percepciones de una manera más inmediata. Con Olga, tenía que ponerme en la piel de una veinteañera ucraniana, amante del rock, con inquietudes culturales en 1986, en plena Unión Soviética. Ella tenía que tener un componente de lucidez que le diera perspectiva de análisis de Hernán, que lo hiciera madurar desde las primeras cartas más ingenuas a la última. Por lo tanto tuve que ser muy cauta y responsable al construirla como personaje. Cada vez que la escribía pensaba: ¿qué diría Olga al escuchar “secas, austeras, soviéticas”? Era aportar una perspectiva internacional sobre canciones que han sido bastante endogámicas respecto del Río de la Plata. Los Redondos nunca fueron una banda internacional. Otro aspecto que fue un tanto desmesurado por mi parte, fue buscar en Youtube a ucranianas hablando en español, para extraer de ahí las marcas del discurso como denominador común. Todo eso fue fundamental para poder construirle una voz al personaje a través de sus cartas. Hay mucho en esos personajes de lo que yo como persona puedo pensar sobre las canciones, pero hay muchas otras cosas que no, que son de esos personajes, por lo que tuve que meterme en esas pieles conforme avanzaba la historia. Todo eso, siempre en función de comprender, de hacerme a la idea de una época, de estudiar, de ser narradora y sentir que podía lograrlo. Quise contar una historia de amor a todo –a la música, a la literatura, al cine, a las cosas que nos mueven o nos inquietan–, y eso tuve que entenderlo antes de empezar a contarlo.

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