Llega Kiko Veneno y no está mal recordar una de las historias más ricas de la música hispanoamericana.

Sevilla, segunda mitad de la década del 70. Francisco Franco ha muerto y algunas cosas comienzan a destrancarse en España. En un cuarto de apartamento, un adolescente llamado Rafael se calza unos auriculares. La música que comienza a sonar le cambia la vida, y él, a su vez, cambiará la música de su país.

“Escuché el disco de Pink Floyd, el de la vaquita […] y aluciné totalmente. ‘Esto no es tan malo’. Yo estaba nada más que con el flamenco”. El protagonista de esta pequeña escena es Rafael Amador. Junto con su hermano Raimundo venían de una casa humilde, de tradición gitana. Desde niño se ganaban la vida como dúo, cantando y pasando la gorra en los bares del centro.

Entrada la adolescencia, comenzaron a arrimarse a los “pelusos”, como le decía su madre: muchachos de pelo largo y gustos foráneos, hippies que empezaban a experimentar la libertad de una dictadura en retirada. Uno de estos era Kiko, con quien pegaron una afinidad casi inmediata. Kiko había vuelto de un viaje iniciático por Estados Unidos, de donde se trajo una buena cantidad de discos. Ahí estaba el disco de la vaquita, el Atom’s Heart Mother que tanto impactó a Rafael.

La conexión musical con los hermanos decantó en largas jornadas de intercambio musical. Los Amador caían con su cancionero flamenco y Kiko les daba altas dosis de blues y rock. Todo, matizado con cantidades industriales de hachís. Pronto pasaron a la composición, y brotaron canciones que terminaron definiendo una de las fusiones más intensas de la música de los últimos 50 años.

Ricardo Pachón, un productor de Sevilla, entendió que ese caos creativo podía convertirse en un disco y los llevó a Madrid a grabar. Rafael tenía 17, Raimundo 18 y Kiko orillaba los 25.

Al culminar el primer día de grabación, Pachón pensó seriamente en abandonar el proyecto. No había quedado ni una pista rescatable. Era el caos. Para el segundo día, puso ciertos límites (nada de gente ajena a la grabación), pero al mismo tiempo les dio un empujoncito a los músicos para rescatar el buen rollo del día anterior. Tenía dos cartones de ácido que metió en una taza de té. Un par de cucharadas a cada uno de los músicos y a tocar. “Se grabó todo el disco entero en una tarde-noche. Sin parar. Más productividad que la lisérgica, nunca”, recordaba Pachón en el documental Dame Veneno (2005), de Pedro Barbadillo.

El productor creía que tenía entre manos una bomba de tiempo que iba a detonar en toda España. “Los animales”, “Indiopolé”, “Los delincuentes”: había inspiración y locura en cada una de las canciones. Pero Veneno no vendió ni 500 copias. El instinto atávico era fuerte y el purismo de género mandaba. Demasiado vanguardista para la época. Demasiado caótico. Demasiado arriesgado. Ni la tapa original prosperó: la foto de un ladrillo de hachís sobre un papel de aluminio, con el nombre del grupo grabado a fuego en su lomo, sufrió la censura inmediata del sello.

El grupo Veneno logró dar algunos conciertos, pero la historia se apagó enseguida. Luego vendría la colaboración con Camarón de la Isla para el disco La leyenda del tiempo, otro fracaso rotundo de fusión del flamenco con el jazz y el rock, a pesar de contar con un clásico absoluto de la música española como “Volando voy”. Los Amador siguieron su trillo con Pata Negra (banda indispensable en esta historia) y Kiko siguió el suyo como solista, y conocería el éxito comercial recién en los años 90. Pero en 1977, el año en que el punk explotó, Kiko y los Amador ya habían partido en dos la historia de la música gitana. Aunque nadie se había enterado.

Ayer y hoy en Punta Ballena, y el martes que viene en La Trastienda, esta leyenda de lazos profundos con Uruguay (como El pimiento indomable, el disco en colaboración con Martín Buscaglia de 2013) va a venir a presentar sus canciones. Entre rumba, cante, psicodelia, pop, historias dylanianas, se irán los recitales de este “peluso” que tendió un puente con lo más profundo de la música sevillana y la cambió para siempre.

Hoy a las 22.30, en el escenario Fattoruso en Medio y Medio (Avenida del Parador Viejo y Brisas del Mar, Portezuelo, Punta Ballena), $ 1.280. El martes a las 21.00 en La Trastienda (Fernández Crespo y Paysandú, Montevideo). Precios desde 2 x $885 (con tarjetas BROU) a $ 1.300.