Coordenadas iniciales: la isla de Flores. Geografía abordada: dos biomas asociados, es decir, distintos pero codependientes: la tundra y la taiga. Anclada a ese paisaje que sin embargo nunca pisó, la actriz y dramaturga Sofía Etcheverry escribió un poema dramático que recibió una mención en los Premios Anuales de Literatura 2017. El disparador fue una elegía, el recuerdo de un viudo que, a la par del duelo, debe sobrellevar una cuarentena. Etcheverry, que dirige esta pieza “naíf, absurda y musical”, dice que La tundra y la taiga asume la imaginación como forma de acceder al conocimiento, y que “más que los opuestos, la obra nos habla del entre, de lo que está en el medio”.

La isla de Flores es un lugar con historia, pero desde hace tiempo ruinoso, ganado por los conejos y las gaviotas. ¿Qué te atrajo a ella?

Conocer la isla nos quedó en el tintero porque las lanchas no van más, pero la información me llegó por el libro de Juan Antonio Varese [Historias y leyendas de la isla de Flores], relatos sobre la isla y algún otro documental que vi. Y me atrajo un artículo que contaba algo que pasó cuando eso funcionaba como lazareto en 1865. Era sobre un comerciante de San José, Rafael Senra, que se había ido a Rio de Janeiro a vender antigüedades, porque estaba medio en bancarrota. Justo estaba allí durante la epidemia de fiebre amarilla, su familia lo va a visitar en uno de esos viajes –había estado como seis meses– y su mujer y una de sus hijas contraen la enfermedad y mueren. Cuando él retorna se tiene que quedar en el lazareto con las dos hijas que habían sobrevivido. Lo que encontré fue una nota del médico. Senra le había regalado un ejemplar de un libro que había escrito. Senra fue una figura: fue cónsul en España, fue un escritor costumbrista, y Recuerdos de Carola es el libro que le dedica a su esposa muerta. Esa anécdota me conmovió, podía disparar un montón de cosas.

Es además una cuarentena durante un duelo.

Exacto. A veces los dejaban menos de 40 días; podían ser tres, porque era el tiempo que les llevaba limpiar los barcos, clasificar a la gente, la que estaba enferma, la que no y la que estaba ya muy mal. De hecho, todavía queda la chimenea del crematorio. La obra se desarrolla en la isla de Flores y ahí viene la parte de ficción: planteo que existe un plan piloto de capturadores. ¿Qué son? A través de su imaginación, de la mente y del cuerpo, trabajan sobre imágenes del inconsciente colectivo. Uno diría: lo que hacen los poetas, los escritores, los músicos. El artista lo hace para aprender algo del presente, para proyectarse. La tundra es esta incubadora que funciona en la isla, donde un grupo de seis capturadores trabaja. Una de las imágenes que desarrollan es la de Rafael Senra, aunque no lo nombran más que como un comerciante que fue a Rio y se enfermó. A partir de eso hacen una dramatización.

Al principio fueron voces indiferenciadas.

Porque el texto en realidad era un poema dramático. En esa primera versión no hay didascalias ni nombres de personajes, salvo dos. En el proceso de ocho meses de ensayo fuimos distribuyendo y encontrando quién decía qué y quiénes eran ellos.

O sea, hubo dramaturgia escénica.

No de texto, agregué muy poquito, pero sí en el sentido de lo que sucede; cuáles son los vínculos, cuál es el estatus. Trabajamos bastante sobre el saber y el poder como una cosa más foucaultiana de quiénes son los que tienen la información. Hay un tema de generaciones en la obra, como que vienen los más nuevos a cuestionar lo establecido. Hay una perspectiva de género porque el elenco son en su mayoría mujeres y además la obra también reflexiona sobre cómo a través la ciencia, el arte y los distintos discursos del siglo XX y de lo que va de este ha habido modelos de mujer y también modos de ser masculinos. Sin cerrar las interpretaciones, para mí habla sobre la empatía, sobre la capacidad de reconocernos en el otro y de reconocer a ese otro como uno mismo.

¿Cómo influye tu formación académica en tu dramaturgia?

Es una parte de lo que soy, claramente eso se filtra, y también aparece porque había un montón de imágenes pero no sabía cuál era el tono de la obra. Algo indica a veces que pueden ser científicos, niños, filósofos, porque ven las cosas de manera distanciada. Eso había que desentrañarlo, porque la actuación podría haber sido completamente distinta. Aparece mi maestría en teatro, porque hay distintos grados de teatralidad. Tenés una realidad que es la de los capturadores y eso me pareció importante que quedara claro: son investigadores, es gente a la que le pagan para hacer eso y que tiene turnos y un protocolo. Ahí aparece mi trabajo en el Departamento de Cultura, cuando uno empieza a trabajar sobre las políticas públicas; eso me aportó una mirada.

¿Incluís la disciplina del cuerpo?

Totalmente. Tienen un entrenamiento especial, eso lo tuvimos que encontrar. Yo tenía la imagen de que saltaban como en camas elásticas; hay una cuestión deportiva fuerte, pero las camas las eliminamos, sí se mantienen los saltos. Trabajé con el viewpoints, que es un método de composición de Anne Bogart, y el punto de partida que usa no es psicológico sino de las variables de tiempo, duración, espacio, proxémica, o sea de que todo lo que me rodea, todo lo que pasa en el escenario, es información que me puede transformar. Es de gran escucha con el cuerpo y es súper formal.

La tundra y la taiga, escrita y dirigida por Sofía Etcheverry. Funciones: 14, 15, 20, 21, 22, 27, 28 y 29 de marzo; 3, 4 y 5 de abril a las 21.30 horas en la sala Zavala Muniz del teatro Solís. Elenco: Leonor Chavarría, Micaela Gatti, Lucía Persichetti, Franco Pisano, Alejandra García y Gerónimo Pizzanelli. Localidades: $350 (2x1 Comunidad la diaria).