La canción “El día que me quieras” en la voz de Carlos Gardel, el ícono indiscutible del tango, parece en principio inseparable de aquellas imágenes en blanco y negro del largometraje homónimo de 1935, dirigido por el austríaco John Reinhardt. Emblema del amor romántico con el que el personaje encarnado por el Mago se le declaraba a Margarita (Rosita Moreno), la canción parece hecha del recuerdo de los abuelos, para siempre acompañada por el ruido de la púa sobre el disco. Parte de la banda sonora de cualquiera que haya nacido en el Río de la Plata, su letra llena de metáforas ha sido también motivo, de tan nuestra, de divertidos equívocos con los numerosos errores de interpretación a los que dan lugar los juegos de palabras (“arácnido en tu pelo”, para arrancar). El detalle no es menor porque muestra a las claras que se trata de un texto apropiado, rumiado, consabido, casi parte del paisaje, cualquiera diría innato. Ese carácter casi natural libera a la canción de su destino de pieza de museo y la pone a disposición para interpretarla, versionarla, darla vuelta, rehacerla.

Sin embargo, no parece tarea sencilla trabajar con un material tan cargado de significados, de connotaciones y tan atado a su versión primera: complicado separar sus estrofas de la voz de Gardel. La carga simbólica se presenta como un límite difícil de sortear, que obliga a una apuesta fuerte de desmarque. Es de ese tenor, precisamente, la operación que emprenden la cantante Queyi y el ilustrador Alejo Schettini para darle la vuelta a “El día que me quieras” en clave infantil y convertirla en una luminosa canción y en un magnífico libro ilustrado en el que quien clama por un amor que todo lo transforme es un perro abandonado que se dirige a una niña que pasa por la calle. Dos niños que leen y ensayan el recitado en la versión de Queyi son los que traen a colación ese perro que “no muerde” y que desencadena una nueva lectura posible, cercana al universo infantil.

La narración que plantean las ilustraciones de Schettini tiene un tono onírico: lleva al papel el deseo de ese perro abandonado en una caja al ver a una niña que bien podría ser su dueña y amiga. Cada verso de la canción acompaña las ganas locas de correr y jugar, de que sea verdad. Pero, claro, es también el gozo –y la ambigüedad– del sueño hecho realidad, de la mirada (esos ojos dulces que son lo primero que vemos en la tapa del libro) que llama y consigue convocar y ser vista. Como en la canción, la naturaleza y la ciudad acompañan el encuentro de los personajes, se enamoran junto con ellos. Gestos, detalles, en ocasiones la escena es un fragmento (la mano de la niña, que se suelta de la del adulto; la oreja del perro y la pata sobre la caja, que insinúa el salto que está a punto de ocurrir). Las escenas se suceden, veloces, como la huida. La historia transmite el disfrute del encuentro, que se desata con desenfreno. Esa alegría (no exenta de una mirada entre tierna y risueña del ilustrador) se ve reflejada en el asombro de los adultos y en los dos versos finales –“florecerá la vida, no existirá el dolor”– cuando, por fin, el encuentro se concreta en el abrazo y en la caja vacía, subvertida, del perro que ya no está solo.

El día que me quieras. Una canción de Carlos Gardel y Alfredo Lepera. Ilustraciones: Alejo Schettini. Versión: Queyi. Criatura, 2018. 36 páginas.