La serie de televisión The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada), cuya segunda temporada comenzará a emitirse este miércoles, es una típica distopía, como la novela del mismo nombre en que se inspira, publicada en 1985 por la canadiense Margaret Atwood. Esto significa que está ambientada en un futuro terrible y deprimente, que se presenta como posible resultado de tendencias políticas y sociales actuales.

Para quienes no estén al tanto de lo básico, hay un mundo en crisis, probablemente a partir de graves daños al ambiente, en el que la fertilidad ha descendido de modo drástico. En ese marco, un grupo de fundamentalistas toma el poder en Estados Unidos, cambia el nombre de ese país a Gilead (Galaad en las traducciones al español de la Biblia) y establece un violento régimen totalitario con castas, que invoca la voluntad divina para imponer cambios reaccionarios. Entre ellos, uno de los más chocantes es que las mujeres son sojuzgadas a tal grado que se les prohíbe leer y escribir, poseer dinero propio y tomar cualquier decisión sobre sus vidas. Peor aun es el destino de las “criadas” –las escasas mujeres fértiles–, capturadas, privadas hasta de sus nombres y forzadas, mediante un sádico “entrenamiento” (a cargo de otras mujeres), a ser violadas ritualmente por los varones de la élite, con la esperanza de que les den hijos (de quienes luego las separarán para siempre). Por añadidura, y entre otras atrocidades, son ilegales y se castigan con la muerte la homosexualidad y toda disidencia.

El personaje central es June, la criada del título: conocemos sus recuerdos de un compañero y de una hija que le fue arrebatada, y de cómo se produjo el golpe de Estado, mientras la vemos relacionarse con sus captores, con sus compañeras de desgracia y con personajes de otras castas. Parece que existe una organización de resistencia, pero (como en el modelo distópico 1984, de George Orwell) podría ser un engaño más del régimen.

Esta producción de Hulu acumula méritos en varios rubros, desde la gran calidad de las actuaciones hasta un descollante tratamiento de la imagen, con criterios muy refinados para el manejo de los colores, los encuadres y los vestuarios, enriquecidos a menudo por desplazamientos casi coreográficos del elenco. Todo eso le ha valido numerosos y merecidos premios de la crítica, que deposita grandes esperanzas en la segunda temporada. Son menos indiscutibles algunos aspectos del trabajo de los guionistas, y resulta sorprendente lo que The Handmaid’s Tale ha llegado a simbolizar para buena parte de su audiencia, sobre todo en Estados Unidos.

La adaptación del libro implica dos modificaciones de bastante importancia y crea una dificultad difícil de soslayar. En primer lugar, se dejó de lado el planteamiento original de Atwood, que presentaba la mayor parte del texto como la transcripción de un relato de origen incierto, grabado en casetes y estudiado por académicos en un momento histórico posterior al presente de ese “cuento de la criada” (que, lógicamente, sólo incluía experiencias y comentarios de esta).

En segundo término, y sin duda por criterios de marketing, también se descartó el final abierto de la novela, que dejaba sin resolver muchas interrogantes acerca de lo que podía ocurrir con los personajes y con la sociedad en la que vivían (de hecho, la primera temporada abarcó por completo el relato contenido en la obra de Atwood, y ahora la serie comenzará a abrir su propio camino, con asesoramiento de la escritora a los guionistas).

Por último –y ahora llegamos a la cuestión que vincula los cambios con la simbología percibida desde la crítica y el público–, el libro proponía un futuro cercano al momento histórico en el que fue publicado, con una especie de revolución iraní en el país que había elegido a Ronald Reagan como presidente, pero la serie se ubica en un período cercano a nuestra actualidad. Ocurre, entonces, que los bruscos cambios producidos por el golpe de Estado parecen menos verosímiles en un mundo posterior al fin de la Guerra Fría, con globalización, internet y smartphones, sin que se nos explique mucho qué pasó y por qué. La suspensión de la incredulidad también se complicó, en la primera temporada, porque tardaron mucho en aparecer las hipocresías e incoherencias que le dieron rasgos humanos a la élite, así como las pequeñas rebeldías y válvulas de escape de sus víctimas aterrorizadas.

En todo caso, es llamativo que en Estados Unidos se haya percibido a Gilead como una imagen de lo que podría ocurrir con Donald Trump como presidente. Si bien es atendible el mensaje de que no se deben considerar irreversibles los derechos y libertades actuales, tanto el liderazgo individualista y estridente de Trump como su estilo de vida están muy lejos de la santurronería circunspecta de los golpistas de Gilead, que parecen más bien una temible posibilidad de reacción a su mandato. Quizá en esta nueva temporada, ya emancipada del libro, se ajuste mejor la relación entre presente y distopía.