Entre las decenas y decenas de autores que pueblan las bateas de best sellers de las librerías es posible encontrar, muy cada tanto, material de calidad. Libros que tengan quizá no una forma diferente, pero que dentro del clásico formato patentado por los John Grisham, James Patterson o Michael Crichton puedan ingeniárselas para tener un relato competente y, por qué no, llamativo. En un nivel mucho menos reconocido que los anteriormente mencionados es que se mueve Caleb Carr (Nueva York, 1955), quien además es historiador militar; esta doble faceta es la que le da identidad a sus novelas.

Luego de algunos libros de poca trascendencia, en 1994 Carr publicó El alienista. Con esa obra consiguió darle a la clásica historia de asesino en serie un envoltorio diferente: los crímenes ocurren a fines del siglo XIX, en Nueva York, no hay ciencia forense establecida y sólo aquellos primitivos psicólogos –llamados “alienistas” por este entonces– logran ver el modus operandi de un psicópata detrás de lo que aparentan ser asesinatos sin conexión.

El protagonista es el doctor Laszlo Kreizler, quien tendrá a su disposición los datos de los asesinatos entregados de primera mano por el propio comisario de Policía –Theodore Roosevelt, nada menos– y trabajará en compañía de un curioso equipo de “especialistas”: un niño de la calle, su criado negro, dos policías innovadores pero despreciados por ser judíos, Sara Howard, la primera policía mujer de la ciudad, y John Moore, periodista del Times y el narrador del relato.

El merecido éxito de El alienista llevó a Carr a continuar las aventuras de estos personajes en un nuevo libro, El ángel de la oscuridad (1997), tan bueno o mejor que el primero y con una recepción similar.

Más prolífico como historiador que como novelista, Carr no se prodiga de manera demasiado frecuente, pero tuvo el honor de ser elegido por la Sociedad Sherlock Holmes para escribir una novela oficial sobre el personaje. El caso del secretario italiano es un gran aporte a la obra de sir Arthur Conan Doyle y otra muestra más de que los policiales ambientados en el siglo XIX son la especialidad de Carr.

Del libro a la pantalla

En esta primavera constante de la televisión fue una gran noticia cuando se anunció que la cadena TNT adaptaría El alienista a una miniserie de diez episodios, dirigida nada menos que por Cary Fukunaga (el artífice de esa maravilla moderna de la televisión llamada True Detective). Y cuando comenzaron a asomar los fichajes de actores para los personajes, todavía se veía mejor. Es por eso, quizá, que sea un tanto decepcionante contemplar el resultado –muy accesible ahora que se presenta en Netflix– y encontrar no un mal producto pero sí uno desapasionado, algo barato y, por sobre todo, frío.

Fukunaga finalmente sólo figura como productor ejecutivo –junto al propio Caleb Carr, entre otros– y son un puñado de directores los que nos cuentan las aventuras del doctor Kreizler, interpretado aquí por el alemán Daniel Brühl (el Niki Lauda de Rush, el hijo en Goodbye, Lenin!, el científico alemán de The Cloverfield Paradox). No es el único actor conocido. El rol de Sara Howard lo lleva adelante Dakota Fanning, y para John Moore se acudió al eficiente Luke Evans. Y en general no se puede decir que lo hagan mal, aunque sí que no hay interpretaciones de destaque.

Justamente, este tono “correcto” que puede atribuírsele al elenco, a la dirección y a la producción en general es lo que termina por ser desalentador. Nada está especialmente bien hecho, hecho de manera arriesgada o siquiera entregado con entusiasmo; El alienista sigue paso a paso el manual del policial televisivo –y se refleja continuamente en otras series, por ejemplo la superior Ripper Street o incluso la franquicia CSI– y el elenco no llega nunca a generar química real entre sus miembros. El espectador queda a medio camino, sorprendido de no encontrar nada más que lo que recibe.

Paradójicamente, en estos tiempos en los que la televisión supera en espectacularidad o en narrativas complejas incluso a la pantalla grande, el pecado de El alienista es ser demasiado televisiva. En el viejo y peyorativo sentido de la palabra.