"No me pregunten por la infanta Margarita, ni por el perro, ni por la enana. Yo sólo pinto el aire que hay entre ellos", decía Velázquez cuando lo interpelaban por Las meninas. Eso es lo que logra Calcagno sobre el escenario: apropiarse de los personajes e infundirles un nuevo aire de existencia, donde el drama da paso a la comedia y los pequeños gestos construyen una multiplicidad de símbolos sugerentes.
Entre la formación de las calles de Barrio Sur y las matinés de cine, ¿cómo te adaptaste al exigente modelo de la EMAD de 1956?
Nunca me adapté. Fui a la EMAD porque, como tenía asma, no podía jugar al fútbol. Me anoté de cararrota, y cuando di el examen lo salvé. Mi familia, mi barrio, mis compañeros, mis vecinos estaban en un lugar completamente aislado. Vivíamos en un barrio pobre pero nuestro. Cuando se enteraron de que yo iba a hacer la Escuela ya me catalogaron de maricón. Tuve mucho trabajo para que entendieran de qué se trataba todo esto; para mí era muy importante que ellos entendieran por qué lo hacía.
¿Había alguna tensión entre la cultura teatral más clásica y la barrial?
Claro. En esa década estaba de directora Margarita Xirgu, y todo era muy rígido. Yo no lo entendía, recién lo comprendí mucho después. Por supuesto que estuve por irme, pero hubo actores de la Comedia, como Alberto Candeau, que me convencieron. Porque yo tenía una gran contra, y es que no tenía cultura; no sabía ni quién era Florencio Sánchez. Por eso también se me hacía cuesta arriba.
Cuando secundaste a Candeau en 1960 elogiaron tu naturalidad maleva.
No sé cómo lo trabajé porque lo hice por intuición, dejándome llevar por lo que sentía en ese momento. Nunca hice un análisis de un personaje. Y es algo que no podría hacer porque me quitaría toda la espontaneidad. En aquel momento fue peor, porque no sabía qué estaba haciendo. Los profesores te marcaban que fueras para un lado y para otro, y que salieras, como si fueras un robot. A medida que fueron pasando los años me aceptaron como era.
Me imagino que también te inspiraba la gente próxima a tu mundo, tu barrio.
Completamente. Esa fue mi escuela mucho más que la EMAD. La empresa perdona un momento de locura tuvo críticas impresionantes, pero al personaje lo copié de un vecino. No tengo ningún empacho en decir que no fue una creación.
Y también imitaste a Marlon Brando en Nido de ratas [1954].
Sí, Nido de ratas es la actuación más extraordinaria. Desde 1955 la vi más de 40 veces. Pero recién con el paso de los años me di cuenta de que su personaje era un soplón, porque había ido a atestiguar contra gente del sindicato. Lo que siempre me impactó es que parece que no estuviera actuando. Aunque a veces lo hiciera mucho, me impactó que hiciera todo como “sin querer”, porque aprovechaba las casualidades. Después me enteré de que él buscaba cosas a propósito: por ejemplo, hacía que se le caía un encendedor para levantarlo frente a la cámara. Y uno lo ve y piensa “qué natural”. De eso aprendí mucho, porque la gente lo cree más; no hay teatralización. Lo mismo se da con la letra, que es muy difícil aprendérsela. Con los directores he llegado a un término medio. De hecho, Pavlovsky lo plantea en Potestad: los actores tienen que apoderarse del texto y ser coautores.
Entre tus maestros siempre ubicás a Candeau y Alberto Olmedo.
Sí. Olmedo era un genio. Porque fue un cómico de raza y no tenía libreto, todo era inventado. Y podía estar en programas basura pero él se destacaba. Entraba en escena y ya había comicidad. Eso es lo mejor, porque en todo drama siempre hay comicidad.
Eso también es muy propio de tus personajes.
Totalmente. Siempre me interesó eso.
Y siempre te apasionó el boxeo. ¿Cuándo se conocieron con Santos Pereyra?
Crecimos juntos. Lo primero que hicimos fue jugar al fútbol, como todo chiquilín. Cuando yo decía que probablemente hiciera teatro o entrara a la Escuela, o a la Comedia, él estaba en la misma, pero en su rubro. Él fue al Palermo [Boxing Club], y era tan bueno que no lo dejaron debutar en Uruguay, porque acá era obligatorio que un principiante hiciera dos años de amateur. Y a él lo llevaron para Argentina como profesional. Ganó todo y llegó a ser campeón sudamericano. Después le vinieron cataratas –que en esa época no se operaban– y su carrera se trancó; aunque antes le ganó a dos o tres campeones mundiales. Lo de él también era todo intuitivo, y creo que tuvimos una carrera bastante paralela.
Tantas instancias que viviste en el Palermo Boxing,¿te inspiraron de algún modo en la concepción escénica? Porque el boxeo tiene mucho de puesta en escena.
Totalmente; el boxeo es cinematográfico, es teatral. Incluso se da en la comunicación que tienen los boxeadores con los entrenadores, que a veces es paternal. El mundo del boxeo es fascinante y dramático. Cuando lo practiqué, al primer piñazo que me dieron me tiraron. Pero me vi todas las peleas del Palacio Peñarol y de Santos. Todos, en un momento, terminan fuerte. El boxeo genera fortaleza mental.
¿El teatro también?
A veces. Hay cosas con las que no comulgo. Por ejemplo, Margarita decía “acá se falta con certificado de defunción”. Y yo si estoy engripado no vengo. Ni que hablar si se muere un familiar. Había reglas muy estrictas que después se fueron flexibilizando. El teatro tiene una cuestión de templo, de iglesia, que hay que bajar un poco y quitarle solemnidad, porque ahí es cuando se acerca más a la gente.
¿Dirías que el boxeo contribuyó a canalizar la violencia de tu infancia, con el asesinato de su padre?
Sí. Eso fue durísimo. Cuando me enteré de qué forma lo mataron [de ocho disparos]... me cambió la vida en todo sentido. Y muchos años después encontré al asesino en un ómnibus. En aquella época [a sus ocho años] yo estaba desprotegido, porque mi vieja quedó sola. Yo, prácticamente, vivía en la calle, y me hice bastante duro. Pero fue un período de la niñez muy fuerte, tanto en las alegrías como en las tragedias.
En Calcagno al sur Héctor Guido cuenta que en los 80 todos querían ser “como Calcagno”, y querían saber cómo lograbas eso sobre el escenario.
A mí eso no me llegó. Y hubiera sido una responsabilidad muy grande. Muchas veces me han pedido que abra una escuela y yo siempre respondí lo mismo, que no tengo vocación. Hubo momentos en que estaba lleno de escuelas de arte dramático, y había muchas de gente que necesitaba plata y no lo hacía por vocación. Para mí, sería mentir.
En todo este recorrido, ¿te marcaron algunas direcciones, como las de Atahualpa del Cioppo, Héctor Manuel Vidal u Omar Grasso?
Grasso, sin duda. Porque Atahualpa era más que un director de teatro, era un patriarca, alguien que a nivel político me hizo entender muchas cosas. O sea que, desde el punto de vista teatral, sin duda te diría Grasso, y desde el punto de vista ético, sería Candeau. Y hay muchos más, porque todos me dejaron algo. Aunque yo les mentí a todos.
¿Cómo?
En un momento de mi vida me di cuenta de que iba a seguir en el teatro, pero con ciertas reglas propias: dejarme llevar por mi intuición y creer en lo que hago. Cuando venían directores y me decían qué tenía que hacer, les decía que sí, pero después hacía lo que me parecía mejor. Porque no me gustaba discutir, y menos que me marcaran lo que tenía que hacer. Siempre necesité tener libertad, si no, me abría.
Desde lo teatral, ¿cuál fue el aporte de Grasso?
A él le podía bancar que me dijera dónde debía caminar y qué tenía que decir, porque todo lo que hacía tenía un sentido. En aquel entonces hubo profesores que inventaron cosas para crearse un halo intelectual, pero Grasso no. Con él aprendí muchísimo.
¿Y en el plano político?
En la política también me moví por intuición, y aprendí conviviendo con los compañeros. En cuatro o cinco reuniones que tuvimos con Atahualpa él me abrió el libro. Era un tipo que, por su forma de enseñarte, no quedaba otra que aceptarlo. Y no tenía ningún problema con que lo cuestionaras.
¿Por qué no te gustó El hombre inventado [Roberto Suárez, 2005]?
Estuvimos nueve meses ensayando una obra en un lugar como la sala Verdi, y durante todo ese tiempo la sala no se pudo utilizar para ninguna otra obra, porque esa genialidad que había inventado Suárez no se podía mover. Y esto se lo dije, porque él es muy bueno. Pero se quedó muy contento cuando le dijeron que el espectáculo no parecía uruguayo, sino una obra europea. Eso no es elogio. Así que no me gustó eso, y que no hubiera libreto; había que improvisar todo el tiempo. En el sentido estético el espectáculo fue muy bueno, pero sólo en eso.
También has dicho que no tuviste buenas experiencias con Villanueva Cosse, o con Coco Rivero.
Villanueva nos dio mucha libertad. Y creamos los papeles. Pero es un tipo de director con el que, por su forma, yo no intentaría trabajar de nuevo. Con Coco tenía mucha confianza y él proponía una forma de ensayar muy especial, de preparar al actor con varios días de anticipación antes del primer ensayo. Claro que teníamos obligación de hacerlo porque éramos funcionarios. Me da la impresión de que para muchos directores la parte estética es la más importante, y yo no creo que lo sea.
¿Sos un defensor del teatro de texto?
Para mí lo más importante es el texto, que la obra diga algo. Porque he visto muchos espectáculos de la nueva camada que son bárbaros, pero los olvidás muy rápido.
En 1981, cuando estrenaron La empresa..., te negaron el pasaporte para viajar a Venezuela. ¿Cómo viviste esos años, después de haberte acercado al Partido Comunista y que te secuestraran en 1969?
El asunto de no ir a Venezuela me jodió mucho. Porque tenía todo arreglado con el autor de la obra [Rodolfo Santana], y fui decenas de veces a buscar el pasaporte, hasta que me di cuenta de que me estaban tomando el pelo. Mandamos el comunicado a Venezuela y se armó un relajo bárbaro. Lo del secuestro también fue muy duro, pero con el tiempo me di cuenta de que estuvo bien cómo actué: salía caminando de un comité de base y me agarraron. Después no le quise dar tanta trascendencia porque habían pasado muchas cosas horribles.
En una asamblea, Idea Vilariño fue partidaria de tomar otras medidas.
Sí, estaban Idea y todos los cantores populares, Alfredo [Zitarrosa], Daniel [Viglietti]. Pero no estuve de acuerdo, porque era como decir “tocaron a Mengano”, y, en comparación con lo que le habían hecho a otros, esto no era nada. Para mí no merecía comentario.
Después, en 1970 hiciste un espectáculo con Numa Moraes, que abrió Mercedes Sosa.
Sí, en el Odeón. Con Numa estábamos trabajando juntos, nos llevábamos muy bien y estábamos de acuerdo en todos los textos. En un momento le dijeron a Numa que venía Víctor Heredia y la Negra, y nos preguntaron si queríamos trabajar con ella. Imaginate. No tuvimos mucha relación fuera del teatro porque se volvió enseguida, pero me acuerdo que antes de entrar al escenario ella tejía. Eso me impactó, y me dijo que lo hacía porque le calmaba los nervios.
Y ya te habías vinculado con la música popular antes: Zitarrosa te llamó para trabajar tanto en Generación 55 como en La claraboya amarilla. ¿Cómo era el intercambio?
Eso era impresionante. ¿Sabés por qué me llamó? Porque un día lo invitaron a ver el espectáculo de los Florencio, y ese año yo estaba nominado. Ese día hice unos textos terribles, panfletarios. Y aunque no eran buenos, era la época de [Jorge] Pacheco [Areco], y me pareció que había que decirlos. Cuando terminé, medio teatro me aplaudía, y la otra mitad me abucheaba. En un momento, sentí que una voz me decía: “Montevideo tiene de todo, pero también te tiene a vos, bestia”. El último poema empezaba con la palabra “gorila”, así que aproveché, ubiqué de dónde venía la voz y arranqué. Se armó revuelo, volaron Florencios, y el círculo de los críticos le dijo al público que ellos no se hacían responsables. Después de esto Alfredo se puso en contacto conmigo y me preguntó si quería ir a Generación 55, su programa de Canal 5. Ahí hicimos un ciclo de poesía y bandoneón
¿Ensayaban?
Muy poquito. Él me daba carta libre y yo elegía los textos. Nos hicimos muy amigos. Alfredo es un tipo que en este momento es muy necesario. Y creo que fue uno de los uruguayos que más sufrió el exilio.
Ahora, 30 años después, reestrenás Potestad. ¿Cuándo pensaste en volver a esta obra que habló de la apropiación de los niños durante la dictadura argentina, cuando todavía no era un tema que estaba en agenda?
Me di cuenta de que es un texto que hay que hacer; y es una obra que está escrita como los dioses. La construcción es fantástica, es como un picnic para cualquier actor. Es un trabajo muy grande para un tipo de 81 años, pero responde a una suerte de militancia. Hace poco leí un informe de Samuel Blixen en el que habla de la cantidad de médicos o torturadores que aún están trabajando. Y le hice unos agregados al texto que hace alusión a esto. Así que la tengo que hacer, aunque sea lo último.
En los últimos años trabajaste en obras que hablan de la proximidad de la muerte, y de cómo la sociedad concibe la vejez, como El viento entre los álamos, Aeroplanos y Corazón de boxeador. ¿Son cuestiones que te inquietan?
No fui muy consciente. El viento entre los álamos es triste, porque es sobre tres viejos que están derrumbados; pero Aeroplanos no. Y la muerte no es un tema que me inquiete. A veces, obviamente, me pongo a pensar. Pero no es algo que me quite el sueño.
Potestad es un clásico del teatro rioplatense, protagonizado por un apropiador de bebés durante la última dictadura, que esta vez será dirigido por Walter Silva y contará con la participación de Renata Denevi. El estreno es hoy a las 20.30 en el Teatro Circular (Rondeau 1388 y Colonia). Va los sábados a las 20.30 y los domingos a las 18.30. Entradas: $ 400.