Otis, de 16 años, es un chico tímido y algo neurótico. Hijo de una terapeuta sexual muy liberada (Gillian Anderson), en su casa abundan los cuadros eróticos y los videos pornográficos pueblan las repisas. Tras un incidente sufrido por su compañero Adam –que involucra varias pastillas de Viagra–, Otis le ofrece consejo, tomando los conocimientos que ha incorporado en la convivencia con su madre. Lo hace frente a Maeve, la “chica rebelde” de la clase, hábil para monetizar los talentos, que se sorprende por su sabiduría y le propone crear una clínica sexual para los adolescentes del instituto. Así nace Sex Education, la nueva serie original de Netflix que ya tiene planificada una segunda temporada.

Creada y producida por Laura Nunn, la producción británica se inscribe en una tendencia de la plataforma de streaming que apunta a crear contenidos sobre adolescentes buscando captar a un público que ya ha dejado esos años atrás. The End of the F***ing World o American Vandal son claros ejemplos que siguen la línea. Aun más estrecho es el vínculo con productos recientes que tratan el despertar sexual desde una perspectiva desprejuiciada y a tono con la actualidad, como la hilarante serie animada Big Mouth.

Si bien la premisa pide cierta suspensión del descreimiento por parte del espectador, la serie se va afianzando a medida que avanza, principalmente después de un conmovedor tercer episodio. El producto atrapa por la frescura con la que se abordan distintos problemas de la adolescencia: la pornovenganza, la masturbación, la pérdida de la virginidad y la aceptación del cuerpo son tratadas con grandes cuotas de humor sin resultar livianas. También hay lugar para que florezcan fantasmas y presiones que rodean a estos jóvenes, con expectativas respecto del sexo moldeadas por la pornografía y las películas románticas hollywoodenses.

En Sex Education los personajes son estereotípicos: está el bravucón sin muchas luces, el deportista de éxito con físico envidiable, la chica rebelde que escucha punk y se delinea los ojos, las populares con carteras de diseñador y ni un pelo fuera de lugar. También hay situaciones paradigmáticas de toda comedia teen, desde bailes escolares y apodos burlones hasta actos de valentía en salones repletos. En ese sentido, la serie parece no inventar nada. Sin embargo, la humanidad con que dota a los personajes, que van desnudando sus inseguridades a medida que asisten a la clínica, permite arcos dramáticos impredecibles y señala cómo sus opciones sexuales también definen quiénes son y qué es lo que quieren.

Con el foco puesto en estos jóvenes de hormonas revolucionadas que emprenden un camino de autodescubrimiento, la tensión que se genera en el vínculo con sus padres ocupa un lugar significativo. El dolor y el miedo que para los progenitores significa ver a sus hijos madurar y chocar con sus expectativas es tratado con calidad. Si bien hay familiares crueles e intolerantes, la mayoría son vistos con compasión, mostrando cómo sus acciones están movidas por el amor. Aquí es donde destaca Gillian Anderson como Jean, que abandona a la fría agente de The Fall para zambullirse en la comedia y salir triunfante. Brilla también la actuación del carismático trío principal, con Asa Butterfield (el niño de Hugo) en el rol protagónico y las revelaciones de Emma Mackey como la frágil y amenazante Maeve y de Ncuti Gatwa como Eric, el mejor amigo de Otis, quien representa con mayor fidelidad el tono agridulce de la historia.

Con una puesta en escena tradicional pero efectiva, sobresalen el manejo de los espacios y el vestuario. La apariencia oficia de medio de expresión, como en cualquier buen producto sobre los cambios que siguen a la pubertad, y hay lugar para transformaciones en búsqueda de una identidad. Las habitaciones, por su parte, ofrecen un vistazo al mundo íntimo de los protagonistas: el cuarto de Eric, cargado de colores, contrasta con el orden y la pulcritud que caracterizan al de Otis. La irrupción de los padres en ese universo privado también se emplea efectivamente para poner sobre el tapete los límites que se comienzan a trazar. Tal es el caso de Jean, que así como cierra la puerta de su casa en la cara de un pretendiente, no tiene reparos en abrir la del cuarto de su hijo sin autorización.

Mirada progresista

Resulta llamativo el manejo de la banda sonora, recuperando clásicos de los 80 que tanto ha utilizado Netflix para conquistar la sensibilidad de audiencias mayores. “Dancing With Myself”, de Billy Idol, se escucha en un momento muy oportuno, y también hay lugar para The Cure, The Smiths y Violent Femmes. El revival no se queda en un guiño: hay un evidente homenaje a las películas de la época creadas por John Hughes, como El club de los cinco (1985), desde los personajes hasta las locaciones, pero con una perspectiva moderna.

Y es aquí donde está el mayor hallazgo de la serie, que supera la reverencia vacía y se sirve de lugares comunes de las películas adolescentes para mostrar sus debilidades y las problemáticas que suponen. Un claro ejemplo es la charla que mantiene Otis con un chico pasado de drogas que cuelga del decorado del baile escolar: hay espacio para cuestionar los gestos románticos de las comedias americanas, pero también para mirar con ternura a ese joven perdidamente enamorado. En Sex Education se pueden ver diversas orientaciones sexuales, razas y cuerpos, pero sin un énfasis en el tema, presentando una realidad más cercana a la que conocemos hoy. Desde ese posicionamiento es que puede abordar la sexualidad con una mirada progresista, sin abandonar el humor ni evadir los tabúes. A su vez, cuestiona las historias que nos contamos y propone alternativas que pasan por la honestidad, pero también por una mirada cariñosa y empática.