Si bien lejos de la frecuencia con la que ocurre en el cine mainstream estadounidense o francés, Argentina no es ajena a rehacer grandes clásicos de su filmografía. En 2015, Dolores Fonzi hizo el mismo personaje que Mirtha Legrand había encarnado en 1960 en La patota. La película que hoy nos ocupa hace lo propio con Los muchachos de antes no usaban arsénico, clásica comedia de 1976 dirigida por José Martínez Suárez que contó con los míticos Mecha Ortiz y Narciso Ibáñez Menta en su elenco.

Pero si bien el punto de partida de El cuento de las comadrejas es ese film, la película dirigida –y escrita en colaboración junto con Darren Kloomok– por Juan José Campanella resignifica la premisa original y la mixtura con otras muchas influencias, lo que la vuelve casi que otra criatura por completo.

Los protagonistas conviven en una enorme casona venida a menos del Gran Buenos Aires. Mara Ordaz (una deslumbrante Graciela Borges), antigua gloria del cine argentino hoy olvidada, pasa las horas en su sala de proyección contemplando una y otra vez aquellas películas que la volvieran una estrella. Vive con Pedro (Luis Brandoni, magnífico dentro de un gran elenco), su marido y antiguo compañero de reparto, postrado desde hace muchos años en una silla de ruedas luego de un accidente. También viven allí Norberto (un activo Oscar Martínez), el director de muchas de sus más famosas películas, y Martín (Marcos Mundstock, el gran aporte de humor), el guionista mordaz de la gran mayoría de sus diálogos.

Los cuatro son una suerte de familia disfuncional que vive apartada por completo de la sociedad, y mientras Mara es infeliz por el aislamiento y el olvido, los otros tres lo pasan bárbaro con té de almendras, juegos de pool y ajedrez, y charlas interminables en el porche. Este tranquilo statu quo se vendrá abajo –cinematográficamente abajo, como lo prefigura un diálogo en la misma película– con la inesperada llegada de Bárbara y Francisco (la española Clara Lago haciendo perfecto de porteña y Nicolás Francella demostrando, como Chino Darín, que es una versión muy parecida pero más engalanada del padre), dos personas supuestamente perdidas que precisan usar el teléfono pero que pronto –y mirá qué casualidad– resultan ser parte de una inmobiliaria que podría interesarse en el enorme terreno donde está instalada la casa.

La puesta es prácticamente teatral: casi todo pasa en la casa y sus habitaciones y en lo significativo no involucra más que a los seis personajes mencionados. Con esa economía de espacio y personajes, Campanella construye una telaraña de conspiraciones, traiciones, esqueletos en el armario e idas y vueltas perfectamente cronometradas, a medida que los jóvenes buscan engañar a los viejos y los viejos (alguno de ellos) librarse de los jóvenes. La cuestión cobra peso al revelarse que ciertos secretos del pasado pueden incluir alguna que otra muerte, a lo que hay que agregarle que los recién llegados no conocen límites morales o éticos para conseguir lo que buscan.

Así, de la mano del teatro y tomando como base la película compatriota anterior, Campanella abre la cancha a otras influencias: las reminiscencias de Sunset Boulevard (1950) son evidentes –Graciela Borges es una perfecta Gloria Swanson–, pero sin duda lo que subyace es el furor del oldxploitation, aquella manera algo peyorativa de definir el revigorizado impulso que recibieran las películas protagonizadas por Bette Davis, Joan Crawford y Olivia de Havilland en la década del 60, normalmente dirigidas por el legendario Robert Aldrich y con argumentos macabros, oscuros y tenebrosos, rodeadas siempre de sangre y muerte.

Este es el espejo en el que se mira Campanella y El cuento de las comadrejas, y sale muy bien librado en el reflejo. Su elenco rinde maravillosamente bien, su argumento funciona aceitadamente y su dirección, como de costumbre, es impecable. La comedia negra marcha como un reloj: entretiene (dispara carcajadas fuertes) y permite a su media docena de actores –especialmente a los veteranos– relucir en roles especialmente a su medida.

Campanella construyó su carrera a partir de “comedias de barrio”, como las magníficas Luna de Avellaneda o El hijo de la novia, para luego profesionalizarse en Estados Unidos, donde dirigió varios capítulos de las series Dr. House y 30 Rock. Luego estrenó una de las mejores películas argentinas de todos los tiempos, El secreto de sus ojos, ganadora de un Oscar (hay un chiste al respecto de esto en El cuento de las comadrejas) y notable ejemplo de thriller contemporáneo. Después voló bajo un tiempo –en diez años apenas hizo la correcta película animada Metegol–, para volver con todo con esta muy acertada comedia que hace sonar todas las notas con oído total. Un regreso a sus mejores artes.

El cuento de las comadrejas, de Juan José Campanella. Argentina-España, 2019. En varias salas.