Fundada en el año 2000, la editorial guatemalteca Amanuense, especializada en libros para niños y jóvenes, se instaló en Colonia del Sacramento en 2014. Esto permitió que en Uruguay pudiéramos tomar contacto con autores latinoamericanos a los que a veces resulta difícil acceder e incluso conocer, a falta de puentes que conecten de manera eficiente los libros de acá y de allá. Un ejemplo de los efectos benéficos de esta bienvenida radicación es el título que ocupa esta reseña.
El laberinto de Tristán es un libro ambicioso. También es un libro bellísimo tanto en cuanto objeto, por la calidad de sus ilustraciones, como por la hondura poética del relato. De la mano de un niño llamado Tristán –nada menos que el poeta dadaísta Tristán Tzara–, que intenta resolver un enigma que le plantea su tía Gertrudis –Gertrude Stein– cuando le pregunta si sabe qué es un laberinto, el lector se adentra en el arte de la primera mitad del siglo XX y, por ende, en las vanguardias. A primera vista podría parecer pretencioso, pero ese temor se diluye al recorrer sus páginas, y en ellas la búsqueda de Tristán, que recurre a varios amigos para encontrar una respuesta: Pablo –Picasso–, Marcos –Marc Chagall–, Renato –René Magritte–, María –Mary Cassatt–.
A la manera de Alicia siguiendo al conejo blanco, Tristán recoge el guante de la inquietud que la tía le traslada, y se interna –y nos conduce también a los lectores– él mismo en un laberinto. Las vanguardias son tema porque se alude a ellas en la figura de algunos de sus exponentes, pero también están en acción en el texto y en la ilustración. Desde las palabras que Gertrudis “le suelta” a Tristán y caen en el pasto, desordenadas, hasta los pájaros que Marcos llevaba consigo y los espejos de Renato.
Lo que se le plantea a Tristán es una suerte de viaje de héroe, una prueba que debe superar, un desafío incómodo. Y, como suele pasar, una ayudita de sus amigos, aunque no es suficiente, es el camino para llegar a buen puerto. Cada uno le da algo –unos bigotes, el canto de un pájaro, un reflejo, una flor que parece un beso–, que Tristán pone en la bolsa de las palabras y luego pierde. La clave para responder la pregunta la aporta, por supuesto, la tía Gertrudis: “El laberinto es la parte de tu jardín de la que entras y sales gracias a tu imaginación”. Pero, de más está aclararlo, la gracia no está en llegar a una respuesta, que dicha así puede resultar cliché, sino en recorrer laberintos y arribar a ella, o a la que sea. Y entender que hay infinitos laberintos por descubrir.
Al final, aparecen breves reseñas de los artistas a los que alude la historia, pero esto, que podría hacer pensar que El laberinto de Tristán, tiene trazas de libro informativo, funciona más bien como glosario que permitirá al lector salir del libro y hacer sus propias búsquedas laberínticas en la obra de estos autores.
El laberinto de Tristán es un hermoso homenaje al arte, nada obvio, vehiculizado por un cuento con mérito narrativo propio, en diálogo con ilustraciones que recorren las vanguardias en su lectura de los autores evocados.
El laberinto de Tristán, de Rubén Nájera y Paulina Barraza. Amanuense, 2019. $ 480.