¿Cuántas veces hemos visto vampiros en el cine y la televisión? Desde el conde Orlok de Nosferatu (F. W. Murnau, 1922) hasta el vecino de Johnny Tolengo, conocido como Bela Ladracu. Desde los adolescentes cachondos de la saga Crepúsculo hasta los numerosos enemigos de Buffy, la Cazavampiros.
La fascinación del gran público por estas criaturas sobrehumanas que se alimentan de la sangre de sus (casi siempre) incautas víctimas sigue motivando el estreno de nuevas ficciones. Y Netflix, cuándo no, agregó a su catálogo una serie protagonizada por el más famoso de los vampiros. No, no es Edward Cullen, sino el mismísimo conde Drácula.
Detrás de Drácula (la serie) se encuentran dos tipos con experiencia en eso de adaptar famosos personajes de la literatura. Mark Gatiss y Steven Moffat estuvieron detrás de Sherlock, la ficción que trajo hasta nuestros días al brillante detective radicado en el 221B de la calle Baker, en la piel de Benedict Cumberbatch.
Repitiendo el formato, estrenaron tres episodios de una hora y media cada uno. “Al igual que Sherlock, es fiel e ‘infiel’ al mismo tiempo”, declaró Gatiss a TV Drama. “Hicimos un montón de cosas de la novela, e hicimos un montón de cosas nuevas e ignoramos otras cosas. Es una maravillosa paleta con la que jugar, porque tenés un montón de tiempo para contar la historia. Lo tratamos como película. Les prometemos que son las mejores tres películas de Drácula que nunca supiste que querías”. ¿Habrán cumplido con esta promesa?
No me hagas reír
El comienzo del primer episodio, que cuenta la llegada de Jonathan Harker a Transilvania para concretar los negocios inmobiliarios del conde, es risible y no en el sentido deseado por los creadores. Si bien John Heffernan hace lo que puede para vendernos al pobre de Harker, el Drácula del danés Claes Bang entra con el colmillo izquierdo.
La primera visión de su monstruo sanguinario es un viejo rumano y eso está muy bien; la presencia del recién llegado y su hemoglobina no solamente lo revitalizarán, sino que mejorarán notablemente su inglés. El problema es que, hasta ese momento, el acento de Bang, sumado al maquillaje de viejo, transforma la escena en un sketch de Show Match, antes de que el concurso de baile eliminara por completo los espacios de humor.
Habrá que armarse de paciencia para superar estos primeros minutos, pero luego el espectador se verá recompensado. Siempre y cuando entienda que lo humorístico sigue estando allí, porque Bang (ya rejuvenecido) suma una pincelada de humor negro a cada uno de sus parlamentos, incluyendo unos cuantos en que abundan los juegos de palabras.
Por momentos recuerda a ese padre cincuentón que se tiñe el pelo de un negro demasiado oscuro y parejo, y se hace el canchero para agradar a los amigos de sus hijos veinteañeros.
En definitiva, el conde que nos regala la serie “revolotea” entre lo teatral y lo kitsch, espantando a los puristas y posiblemente a los vampiros de la vida real, pero entreteniendo a aquellos que sólo quieran ser testigos de un duelo para alquilar televisores.
Abierto por duelo
Claro que para que sea un duelo es necesario un(a) antagonista a la altura de las circunstancias. Si Drácula se comporta como un villano de las historietas, se necesita de una superheroína para mantener la tensión. Y si el vampiro de marras personifica la lujuria, el asesinato y la compra de bienes raíces en el extranjero para pagar menos impuestos en Transilvania, es lógico que su archienemiga sea una monja.
En esta esquina del cuadrilátero, con una cantidad indeterminada de kilos de peso (soy malo para esas cosas) y un secreto a voces que se revelará en el primer episodio: la hermana Agatha, interpretada por Dolly Wells. La británica también sabe en qué momento coquetear con el drama y en qué momento dejarse llevar por la descabellada historia de un ser inmortal que sale de adentro de un lobo como Dios, o el Diablo, lo trajo al mundo.
Precisamente, ese encuentro, que cierra el primero de los tres episodios, es el que mejor define a esta serie. Drácula llega hasta la puerta del convento de Agatha para hacerse un festín, pero (como indica el folclore) no puede ingresar si no lo invitan. Así que tenemos a un vampiro desnudo, recién salido de las entrañas del mencionado cánido, paseando su inhumanidad frente a las rejas del portón.
Del lado de adentro, Agatha y una docena de monjas le hacen frente y se mantienen firmes, sin mirarle las partes pudendas porque son monjas, pero desafiantes; como si fuera el Gallo Claudio de los Looney Tunes cuando provocaba al perro guardián, parado apenas unos centímetros más allá del lugar hasta donde llegaba la cuerda que lo tenía atado.
Es que todo lo delicado, tranquilo y controlado del conde se va por la borda (literalmente, en el segundo episodio) ante la presencia de un par de gotitas de sangre. Y la religiosa disfrutará viendo cómo se transforma en un yonqui desesperado.
Cabe aclarar que lo de esta mujer no es solamente morbo. Detrás de su provocación se esconde un alma científica, casi alejada por completo de la religión, y las ganas de entender cómo funciona un vampiro: cuáles son sus debilidades y si todo eso tiene algún sentido. Este misterio se arrastrará durante toda la serie y tendrá una resolución, que no está entre los puntos más altos.
A la cuenta de tres
El primer episodio está dedicado al racconto, que hace un desmejoradísimo Harker, de lo ocurrido en el castillo, y cierra con el enfrentamiento delicioso entre Drácula y la Orden de las Hermanas de la Perpetua Provocación.
La segunda de las tres “películas” transcurre durante el viaje del conde hacia Inglaterra en el buque Demeter. Con el mismo condimento de humor negro y episodio de Alta Comedia [NOTA DE NACHO S.: supongo que no hace referencia a la vieja serie argentina Alta comedia, sino al concepto “alta comedia”, por tanto iría en redonda y entre comillas: “alta comedia”], seremos testigos de cómo el vampiro se va comiendo a los pasajeros y a la tripulación, y de cómo hace para no despertar sospechas cuando cada vez queda menos gente viva a bordo.
En la última entrega, la dupla creativa jugará a cambiar de época al protagonista y ver cómo choca con los cambios culturales y tecnológicos, al menos hasta que absorbe conocimientos de la sangre succionada a sus víctimas. En este tercer episodio hay, de nuevo, momentos interesantes y otros que fallan un poco. En todos, cabe aclarar, habrá escenas de horror salpicadas de gore.
Si hubiera que definir a Drácula como la suma de otras cosas, diría que tiene mucho de Doctor Who, en lo referente a la acción teatral, al duelo entre el bien y el mal, y a los misterios, cuyo planteo siempre es mejor que su resolución. De Sherlock, el ritmo, aunque aquí los 90 minutos por capítulo corren a uno mejor. Y, por último, de Drácula, muerto pero feliz (Mel Brooks, 1995), porque el mito de los vampiros merece ser tomado con un poquito menos de seriedad.