Hace ya casi 30 años, Roy Berocay publicaba Pateando lunas, una novela que habría de tener una trayectoria extraordinaria, basada en una anécdota pequeña, un personaje absolutamente encantador y un conflicto que, evidentemente, interpelaba a los lectores. Mayte, la protagonista, era una niña de nueve años que quería jugar al fútbol, algo que no era bien recibido por casi nadie y que se transformaría en un deseo que la niña debería defender. El personaje es un mojón en la obra del escritor, y la novela sigue siendo la más vendida y la más leída de sus libros, con innúmeras reediciones. Su plena vigencia tiene que ver con que, aunque muchas cosas han cambiado, en la actualidad persisten las asignaciones de roles vinculadas al género que señalaba la novela en 1991. Hoy en día es más común y aceptado que niñas y mujeres jueguen al fútbol –por aludir solamente a la situación que plantea el libro–, pero sigue siendo un terreno en disputa, sigue habiendo inequidades.

¿Es Pateando lunas una novela feminista? Seguramente, pero su fuerza radica en la autenticidad de las situaciones planteadas y de los personajes, en la mezcla de polenta y simpatía que encarna Mayte, y, por ello, en la identificación que permite entre sus lectores y lectoras.

Superniña (más allá de Pateando lunas) retoma, 30 años después, el personaje de Mayte. Casada con Rogelio –su archienemigo en la escuela de la novela original–, tiene una hija, Lali, que protagoniza esta nueva historia. Alicia –tal el nombre de Lali: lleno de referencias literarias, cargado desde el vamos con una tradición fuerte– está en cuarto de escuela y tiene la misma edad que su madre en Pateando lunas. Si bien, por supuesto, Superniña es una novela hecha y derecha, que se vale por sí misma, es inevitable leerla en permanente diálogo con su antecesora (algo a lo que, incluso desde el título, invita el propio autor). Es interesante, en ese sentido, observar lo que cambia y lo que permanece igual, en una suerte de “busca las siete diferencias”. Esa posibilidad encarna, es evidente, un enorme riesgo: tan grande como la calidad, la permanencia y la vida propia que tiene Pateando lunas. La lectura referenciada vuelve inevitables las comparaciones.

En Superniña, Berocay muestra las cartas desde el vamos. Siendo una novela escrita en 2020, los asuntos relacionados con el género y con los derechos de las mujeres están en las conversaciones familiares, son puestos en palabras desde distintas perspectivas, aparecen allí como problemas con los que lidiar en la vida cotidiana. Más allá de que pueda extrañarse la frescura primigenia de Pateando lunas, no deja de ser interesante este posicionamiento más consciente, más reflexivo, más autocuestionador incluso; Berocay dialoga con Pateando lunas y con Mayte desde un lugar sincero, poniéndolas en juego en las condiciones de discurso actuales. Todo eso, que dicho así podría interpretarse como una advertencia de embole, no impide que Superniña sea una muy buena novela, entretenida, con un ritmo adecuado, un lenguaje fresco, una historia creíble ambientada en una escuela y un barrio fácilmente identificables por estas costas, y una protagonista tan potente y encantadora como su mamá.

Dos hechos desencadenan el conflicto central, macerados en la mirada atenta y cuestionadora de Lali: una pelea en el patio de la escuela, a raíz de comentarios relacionados con su cuerpo que le hace un niño más grande a su amiga Zaira, y un incidente con un señor que acosa en la calle, en plan piropeador, a Lali y a su madre, Mayte. La niña indaga en torno a actitudes que no entiende y que le causan incomodidad y rebeldía, y pone en marcha una protesta en la escuela, que desencadena reacciones diversas que funcionan como una muestra del abanico de miradas hacia las reivindicaciones de las mujeres.

Aunque algunos personajes puedan resultar algo estereotipados –sobre todo algunos secundarios–, es interesante la vuelta de tuerca que se produce con la visita de la inspectora, que encarna la autoridad máxima de la institución escolar y sorprende con una mirada empática con las niñas que encabezan la protesta. Los personajes principales, por su parte, son ricos en matices y adquieren su estatura basados en su singularidad. Un punto alto son, por supuesto, los padres de Lali, Mayte y Rogelio. Mayte es una madre comprensiva y con un gran sentido del humor –un detalle simpático en su desmarque de la madre perfecta: sigue jugando al fútbol cuando se junta con las amigas y, en el pospartido, toman alguna cerveza–, inteligente y dedicada; Rogelio encarna la nueva masculinidad y es un personaje por demás interesante porque es el que cuestiona y acompaña el punto de vista de Lali desde su propio cuestionamiento, evidentemente desde un lugar menos cómodo que el de una igual. Y funciona como espejo del padre de Jonás –el niño con el que Lali se pelea–, que aparece como una sombra que, en ausencia, parece explicar la agresividad de su hijo, cada vez que se lo adivina como parte del problema, reflejado en el miedo que causa en el niño.

En Superniña hay dos tramas que corren juntas: el proceso de Lali y su entorno en relación con el acoso a las mujeres, y el día a día de una niña de nueve años preocupada por el disfraz de superheroína que llevará a la fiesta del día de brujas. Ambas líneas van juntas y despuntan en un final inesperado, tenso, en el que todos los personajes se ven trastocados y Lali, en una respuesta tan irreflexiva como valiente, se revela como Superniña.

Superniña, de Roy Berocay. Santillana, $ 490.