Basada en Enrique V, de William Shakespeare, esta reciente producción de Netflix pasó bastante desapercibida. Por un lado se la tildó de demasiado “intelectual” para los que gustan del cine de acción, y por otro como poco fiel a la historia original del bardo inglés. Lo cierto es que la última realización del australiano David Michod es mucho más que todo eso.
Y lo es porque asume, por medio de una realización austera –casi que sombría y severa–, la reconstrucción de un período, un momento histórico, que es esencialmente el insospechado ascenso a la corona de Henry, príncipe de Gales (Hal para los amigos), y, luego, el reinicio de las hostilidades contra Francia, como parte de lo que se conoció cómo la Guerra de los 100 años. Pero, y he aquí lo interesante, construye toda su narrativa, su ficción, en definitiva, sobre estos hechos históricos a partir de lo que ya hizo Shakespeare en Enrique V (utiliza particularmente las partes 1 y 2 de Henry IV y Henry V íntegramente).
Esto propone un interesantísimo juego diegético, que incluye los hechos históricos, la narración de estos mismos hechos realizada hace más de 400 años por Shakespeare, y los propios aportes que la película actual realiza, combinando ambas líneas narrativas en una propia, a la que también suma variables.
Tenemos entonces a Hal (Timothée Chalamet, a quien le tenía poco y nada de confianza, pero es estupendo), príncipe de Gales y heredero del rey (un tenebroso Ben Mendelsohn, mostrando lo mucho que puede hacer incluso con poquísimos minutos en pantalla). El príncipe no goza de la gracia del monarca y se pasa los días borracho, en burdeles, alejado de las cortes y con las peores compañías, entre las que se destaca su amigo John Falstaff.
Falstaff es encarnado por Joel Edgerton, quien también es coguionista de la película junto con Michod y se reserva para sí el mejor personaje –no sólo de esta obra, sino que para muchos se trata del mejor personaje de toda la galería de Shakespeare–. Falstaff es un caballero venido a menos que supo pelear junto a Ricardo Corazón de León, y que resulta cómico y profundo a la vez.
Claro que esta es también una historia de redención personal, y ese será el camino que Hal deberá recorrer cuando herede inesperadamente el reino, un reino que está atravesado por decenas de conflictos internos –solamente digamos que su padre no era el monarca más amable o diplomático–, pero que además soslaya permanentemente a la rival Francia, allende el canal.
Hal es antes que nada una persona justa que aboga por la paz (para gran sorpresa de todos los que esperaban a un borracho pendenciero), pero conseguirla se va tornando cada vez más difícil. Desde Francia los mensajes son confusos, y todos los cortesanos que rodean a Hal, encabezados por su principal consejero, el juez William (un estupendo Sean Harris, a quien las obras de época le sientan excelentemente, como mostró en Los Borgia), son de dudosa lealtad y dueños de su propio interés. Así que –y esto no es un spoiler, es meramente historia– la guerra es inevitable.
Michod afronta esta épica histórica con la misma personalidad y el mismo estilo con que ha construido su carrera. Autor de películas con una fuerte identidad propia, como el policial Animal Kingdom (con Mendelsohn y Edgerton en su reparto) y la road movie distópica The Rover, el alma de sus películas siempre gira sobre lo mismo: personajes que se reconstruyen a partir de los errores cometidos, y Hal es estrictamente un héroe en perpetua construcción.
De borracho resentido a gobernante cínico y solitario, pasando por ese rey idealista y utópico, Hal es un personaje enorme, al que la película desarrolla con paciencia incluso por medio del tono del relato, solemne y profundo, y que logra conmover.
Las apuestas son altas y el realismo con el que se narran los hechos no puede ser más auténtico. Las batallas son a muerte, los espadazos duelen, el barro ahoga y los caballos aplastan. La construcción de la batalla de Agincourt –donde Hal decidió su suerte como rey de Inglaterra– es sin dudas una maravilla cinematográfica (inspirada claramente en antecedentes como la Batalla de los Bastardos de Game of Thrones), y utiliza perfectamente todos los elementos necesarios: las circunstancias adversas, la soledad del protagonista y el enemigo a vencer (que para la ocasión cuenta con los dotes de un extremadamente bufonesco –y odioso– Robert Pattinson, en la piel del delfín francés).
El final está completamente a tono con la oscuridad de lo narrado: se trata de un rey que ha triunfado pero se encuentra solo, desvalido, incluso, únicamente esperando el siguiente conflicto a sofocar. Y el triunfo de Michod está en conseguir que esta narración esté a la par de la de una película épica, emocionante, contundente en su violencia, extremadamente digna en su revisión de un clásico inmortal.