Con los cines cerrados, los estrenos cinematográficos prueban suerte en los hogares. Desde los estrenos constantes de Netflix, pasando por plataformas específicas, hasta la piratería por torrent, las películas encuentran su camino hasta el espectador. Entre estas opciones, Amazon Prime Video comenzará su sistema de alquiler, por lo que ya se puede ir explorando su catálogo. Dentro de este, tres reseñas.
Extra Ordinary, de Mike Ahern y Enda Loughman
Si uno piensa en cazafantasmas, difícil es sacudirse la imagen de Ray, Egon, Peter y Winston corriendo con sus overoles por las calles de Nueva York, cargando mochilas científicas y dispara-rayos alucinantes. Tan firme es esta imagen que Los Cazafantasmas es el referente para cualquier serie o película que se atreva a combinar el horror del más allá con la diversión de una comedia, la extrañeza del mundo de los no vivos con lo bufo de la vida cotidiana.
Si no bastara su influencia como el mayor éxito de este estilo, su secuela (de menor calibre pero igualmente divertida), su remake exclusivamente femenina (que fracasó ruidosamente en crítica y taquilla) y la versión actual a poquísimo de estrenarse (que retoma a alguno de los personajes originales y prescinde de la entrega anterior) no han permitido que olvidáramos que cuando hay que llamar a alguien para enfrentar a los espíritus reacios a abandonar nuestro mundo, los Cazafantasmas son siempre la opción primera.
Salvo que uno se encuentre en Irlanda, en un pueblito perdido en lo profundo del campo. Porque ahí se llama a Rose.
Rose (asombrosa Maeve Higgins) es una instructora de manejo residente, tristona y solitaria. Y si bien su momento actual no es muy dinámico –poca cosa del lugar lo es–, su estado se debe a una tragedia del pasado. Porque Rose tiene la habilidad de contactar con los espíritus, algo que ejercía profesionalmente junto con su padre –un poderoso médium que además tenía un programa televisivo de culto sobre estos asuntos– hasta que algo salió mal y este terminó rematadamente muerto.
Sin embargo, cuando ocurra otra tragedia en el hogar de su vecino viudo Martin Martin (Barry Ward, un inmenso comediante, revelación luego de haberlo visto en papeles severos y serios como el de Maze), Rose se verá arrastrada de regreso a su antiguo oficio.
Aunque lo anterior pueda llegar a dar la idea de que estamos ante una suerte de thriller dramático, Extra Ordinary es, antes que nada, una eficaz comedia que apuesta a lo sobrenatural como objeto extraño, sí, pero no tenebroso, sino más bien como disparador de situaciones absurdas y ridículas.
Obviamente, hay peligro, en la figura del otrora exitoso músico Christian Winter (Will Forte, dispuesto a todo, con un personaje a la altura de su inmensa capacidad cómica), autor de un único hit que se ha mudado a Irlanda para escapar de los impuestos y que lleva años desesperado por volver a componer un éxito. Tan desesperado está que se ha convertido en un aprendiz de hechicero (así como lo leen) capaz de sacrificar gente. Pero este peligro también cae dentro de lo absurdo, e incluso lo eleva a la enésima potencia.
Acaso su recta final es algo desconcertante –digamos que tenemos un chiste de Jorge Corona como remate de un espectáculo de Les Luthiers–, pero no arruina en lo absoluto esta estupenda comedia, que dialoga a su manera con la tradición de “comedia de fantasmas” –con todos los componentes clásicos: ectoplasma, éter, espíritus atrapados en frascos– pero desde una perspectiva auténtica y original.
Guns Akimbo, de Jason Lei Howden
Las películas y los videojuegos tienen una relación de amor/odio. Las primeras han tratado de adaptar infructuosamente a los segundos, mientras que estos se han inspirado desvergonzadamente en aquellas a lo largo de toda su existencia en común. Películas que llevan juegos a la gran pantalla. Series de televisión que llevan juegos a la pantalla chica. Juegos que exploran y desarrollan películas y series en consolas. Las permutaciones son muchas y de lo más variadas.
Hay, además, una combinación distinta y, cuando menos, algo más original: películas que tratan de ser videojuegos. Ya sea porque lo adaptan literalmente –como es el caso de la injustamente infame Doom, con Dwayne Johnson– o porque la manera de filmarlas emula el mundo de las consolas –ese sangriento delirio conocido como Hardcore Henry sirve de muestra–, hay prácticamente un subgénero que toma los videojuegos y los hace parte de la misma lógica, estética y filosofía de su visión fílmica.
Allí está Gamer, con Gerard Butler, que imagina un juego por el que se puede manipular el destino de soldados reales. O el díptico Crank, con el pelado Jason Statham que tiene que mantener llena su barra de adrenalina para poder seguir viviendo/jugando.
¿El gran problema? No han salido demasiado bien en casi ninguno de los casos, porque normalmente agotan muy rápido el recurso de videojuego por no alimentarlo con una historia a tono.
Guns Akimbo se anota feliz en esta suerte de subgénero todavía por definirse y lo hace con una historia que referencia perfectamente a varios de los ejemplos antes mencionados, a la que le suma una pátina de cine distópico bastante tradicional.
Estamos en el futuro cercano, cómo no, y la pobreza, la violencia y la alienación se combaten a la usanza de Ready Player One: todos metidos en algún juego o pantallita que sirva de escape. Pero además de los muchos videojuegos de gran éxito, hay uno que se ha establecido como la atracción suprema: Skizm, una suerte de batalla entre gladiadores, jugadores elegidos para asesinarse los unos a los otros, que se enfrentan por toda la ciudad con sus tiroteos (reales: balas y muertes de verdad) filmados y comentados para el gran público. Como si aquel Running Man protagonizado por Arnold Schwarzenegger hubiera logrado aggiornarse, aunque en versión más económica: no tenemos aquí aquel gran set que emulaba a los Gladiadores Americanos.
Nuestro protagonista, Miles (un Daniel Radcliffe entregadísimo a la causa), está lo más alejado posible de ese mundo de combatientes modernos: es un informático que trabaja dentro de la gran maquinaría de otro juego –uno de tres en línea, con ositos cariñosos– y sólo piensa en recuperar a Nova, su ex novia. Sin embargo, ya sea porque ella le resulta esquiva o por lo mal que lo pasa en su trabajo (su tarea consiste en responder a todos los trolls que bardean un juego que él mismo odia), Miles se emborracha y termina haciendo lo mismo que combate: entra a la web de Skizm y oficia del peor troll del mundo, atacando al juego, sus participantes, sus fans y –peligro– sus creadores.
Pero Skizm es un juego de vida o muerte real, por lo que sus creadores no tienen ningún reparo en aparecer en casa de Miles, darle una rápida paliza, atornillarle una alucinante pistola automática en cada mano y anotarlo contra su voluntad en la competencia, en la que se enfrentará nada menos que a la demente Nix (Samara Weaving, siempre presente en estas producciones algo border), la actual campeona.
De allí en más, a los tiros y adelante. No existe una trama complicada o siquiera demasiado elaborada. Miles deberá sobrevivir a Nix al tiempo que tendrá que enfrentar eventualmente a los villanos creadores del juego. Hay ciertas salidas de libreto, como la subtrama de la propia Nix con un policía (siempre es bueno ver de regreso a Grant Bowler, protagonista de la recomendable Defiance), la de Nova, que se involucrará más y más –muy a su pesar– con la historia principal, la de un vagabundo que aparece y desaparece, cortesía del fabuloso Rhys Darby... pero todo se vuelve bastante redundante. Por mucho que la violencia alcance el ridículo y eso llegue a divertir, al rato esto se vuelve bastante monótono y lindero con lo aburrido.
Así, a medida que inexplicablemente nuestro pánfilo protagonista se vuelve más letal que Clint Eastwood, la historia avanza sin fuerza hacia su final. Acaso si queda en la balanza, del lado positivo, el empuje que pone Radcliffe a su protagónico, cada día más entregado a la justa tarea de que olvidemos que fue Harry Potter alguna vez.
The Lodge, de Severin Fiala y Veronika Franz
Con algo de laxitud formal, se puede hablar de cierta escuela de cine de terror/horror austríaca, compuesta, antes que por una multitud de ejemplos, por la coherencia estilística y quizá narrativa del conjunto. Hay una hermandad temática y visual entre las más oscuras películas de Michael Haneke, la desconocida perla de cine salvaje que es Angst, de Gerald Kargl (estrenada en 1983 y única película de su director, que se retiró luego del escándalo que esta causó), hasta llegar a los esfuerzos actuales de la pareja de directores y guionistas que ahora nos compete: Severin Fiala y Veronika Franz.
En todos los casos mencionados hay una engañosa frialdad hacia sus personajes, situaciones y ambientes, más cercana a la mesa de disección científica que al desarrollo humanístico de aquello que han elegido contar. Hay una crueldad inherente a su narración, una distancia con el objeto de sus obras y, en muchas ocasiones, un salvajismo que lleva a preguntar qué les dan de comer en Austria a los niños.
Fiala y Franz saltaron a la escena pública en 2014 con Ich seh ich seh (o Goodnight Mommy, según su título internacional), con varias pautas que se reiteran y reconocen en la película que estrenan ahora: el misterio de la identidad, la crueldad de los adultos hacia los niños (pero de los niños hacia los adultos también), el aislamiento físico y emocional de sus personajes, y una creciente sensación de desesperación para nosotros, los espectadores.
Tenemos aquí la historia de una familia fragmentada. Por un lado, está el padre, Richard (Richard Armitage), periodista de investigación, separado hace ya un tiempo de la madre, Laura (una sobria Alicia Silverstone, en un rol menor pero muy convincente). Están además los dos hijos, Mia y Aiden (Lia McHugh y Jaeden Martell, porque hoy es condición sine qua non incluir a algún niño del casting de It o Stranger Things). El conflicto llega con la nueva novia de papá, Grace (la estupenda Riley Keough, que una vez más demuestra a puro talento que es una de las actrices jóvenes más interesantes), que acarrea su propio –y enorme– caudal de problemas. Papá la conoció mientras investigaba para su último libro, que gira en torno a un culto suicida que dejó 39 muertos y una única sobreviviente para transmitir el mensaje: la misma Grace.
Por esa y varias otras razones, los niños no quieren conocer a la novia nueva de papá, pero papá se emperra en ello y terminan los cuatro pasando unos días antes de Navidad en la lejana (lejanísima: el hotel Overlook está bastante más cerca) cabaña familiar en las nevadas montañas. Una emergencia laboral saca a papá del cuadro y voilà, la nueva e improvisada madrastra tendrá que aprender a convivir con unos niños que nada quieren saber con ella. Eso ya sería un montón de problemas, pero hay que sumarle un corte de electricidad, desapariciones y un montón de sucesos extraños.
Aunque gran parte de la efectividad de este relato se apoya en climas, sensaciones, momentos generados por sonidos y el uso de la fotografía –todo eso sale perfecto–, la trama que se desarrolla es una de esas que viven o mueren por su resolución. Es decir, el misterio queda planteado, el espectador hace sus suposiciones y, para bien o para mal, es el desenlace –la explicación, en una palabra– lo que va a dirimir la satisfacción del resultado. Queda en cada uno cuestionar o no lo conveniente de la explicación para que esta sea viable. La propia película parece consciente de eso, ya que propicia un agobiante tercer acto, muy efectivo y desesperante, con la evidente maniobra del prestidigitador que mueve una mano para que no veamos lo que hace con la otra.
Por fortuna, y salvando el resultado final, está Riley Keough: cargada de miedos, horrores, traumas del pasado y, a pesar de todo eso, con sus fortalezas, la protagonista de la película es tridimensional, creíble y, con todo, querible. Ella es la razón por la cual uno debería seguir disfrutando de The Lodge, antes que por su endeble resolución narrativa.