Esta no es su historia más nueva, aunque quizás se trate de una de las menos conocidas en Uruguay. En algún momento de los primeros dosmiles, la uruguaya Natalia Oreiro se convirtió en una antiheroína incomprendida mientras su fama comenzaba a crecer y su silueta de peinados irreverentes se multiplicaba en las paredes de los cuartos de los adolescentes, gracias al éxito de sus telenovelas.
Casi 20 años después del momento de fundación de una de sus versiones, Oreiro es una actriz respetada y admirada que se supo ganar la aprobación de los críticos más copetudos haciéndose cargo de papeles dramáticos y difíciles en películas como Gilda, Los últimos y Francia, y que hoy se divierte calmando los nervios de primera vez y alentando a los participantes de Got Talent.
En el medio, y desde el lente nacional, la vimos en nuestras pantallas como una figura importante de eventos benéficos como embajadora de UNICEF, y como ferviente seguidora de la selección uruguaya de fútbol. Con frecuencia, su continua labor como figura de la televisión porteña se replicó en nuestros canales con relevancia dispar, y sus canciones de pop rock todavía pueden escucharse cada mañana entre las más solicitadas del programa Aquí está su disco en Radio Montecarlo.
Todo el mundo conoce alguna de sus versiones: vestida de celeste, de gala en las entregas de premios de la farándula porteña, o en la piel de las mujeres rebeldes que eligió para sus ficciones. En el tejido de nuestros cuentos de pueblo chico Natalia fue al liceo con la amiga de un amigo, o con un primo, la vimos en un cumpleaños y es macanuda, le gustan los Ramones. Según cuenta la leyenda, en Rusia se hizo más famosa que Madonna: allá la adoran, se vuelven locos con ella. De eso trata el documental de Martín Sastre.
Del Cerro a la Plaza Roja
Nasha Natasha (Nuestra Natalia) se estrenó en 2016 en el Festival de Cine de Moscú y a partir de esta semana puede verse en Netflix. Dirigido y guionado por el uruguayo Martín Sastre, el documental confirma la leyenda de manera contundente y sin dejar de sorprender en sus numerosos momentos de estallidos emocionales y pirotécnicos.
El director y su musa inspiradora son amigos, y sus intereses artísticos ya habían quedado retratados en Miss Tacuarembó (2010), la película basada en la novela de Dani Umpi, en la que Oreiro es la protagonista y Sastre, el director.
Esta vez viajaron juntos a Rusia para registrar la gira y los shows musicales de Oreiro en 2014. En principio la uruguaya pensó que el material podría servir como recuerdo familiar para su retiro, pero de a poco las capturas de momentos íntimos y multitudinarios comenzaron a tomar forma de largometraje.
Esta última versión del documental para consumir en tiempos de pandemia es algo así como una biografía resumida y editada, con el foco puesto en la relación de la cantante con el gigante europeo y en su niñez –su origen, según la narración elegida por Sastre, que separa en mojones la carrera de la artista hasta llegar a su consagración–.
En los momentos mejor logrados Natalia convive con el frío y el silencio en paisajes blancos de nieve, viajando en el ferrocarril Transiberiano a lo largo y ancho de Rusia, acompañada de su equipo de bailarinas, coristas y técnicos, o sola, en su habitación de hotel.
Los paisajes de viaje de una ciudad a otra y los momentos de reflexión y melancolía de la protagonista se acompañan con la voz en off de Ruslan Tymokhin, que relata textos de Eduardo Galeano. En el comienzo escuchamos: “De nuestros miedos nacen nuestros corajes y en nuestras dudas viven nuestras certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios otra razón. En los extravíos nos esperan los hallazgos, porque es preciso perderse para volver a encontrarse”. Estos instantes de monólogo interno se conectan con flashbacks hacia su niñez y adolescencia, reconstruidos con fotografías, videos y los relatos premonitorios de sus padres, familiares y amigas, y así se podrán ver panorámicas del Cerro de Montevideo y una visita de la propia Natalia a la casa de su abuela, donde practicó sus primeros bailes.
En contraste, y con habilidad, el director vuela del detalle ínfimo y humilde del paisaje uruguayo hacia las escenografías de superproducción de los shows de la cantante en el viejo continente ante miles de personales, y de vuelta a la serenidad de los encuentros con su hijo y su pareja, el músico Ricardo Mollo.
En acción, Oreiro provoca imágenes de histeria colectiva como The Beatles: jóvenes y adultas corren desesperadas detrás de su camioneta, lloran entre la felicidad y la angustia por una foto con la uruguaya, desbordan las instalaciones de un centro comercial, le entregan ofrendas y regalos valiosos como si se tratara de una santa. Todo eso puede verse desde cerca, así como otros momentos de mayor serenidad en que sus fans rusas se sientan delante de la cámara para explicar el porqué de su devoción y su fanatismo por Natalia: su antiheroína de los dosmiles, la que las conquistó para siempre, se llamó Milagros, y su pseudónimo ganado en la calle fue La Cholito. Con ese personaje se hizo infinitamente popular en Rusia, cuando la telenovela argentina Muñeca brava llegó a sus pantallas. Según explica una de sus admiradoras, nunca habían visto un personaje femenino de ese tipo en sus telenovelas: “Podía ser una de nosotras, una chica muy linda y muy graciosa, pero por otro lado tenía carácter. Este personaje era diferente: contestaba, era muy segura de sí misma. Todas queríamos ser así”.
Nasha Natasha es un relato clásico, el del nacimiento y desarrollo de una estrella, al estilo de Hollywood, con los sacrificios de manual de la carrera necesarios para alcanzar los momentos de satisfacción alguna vez soñados.
Sastre va y viene, de Montevideo a Rusia, de la niñez a la adultez de la madre y directora de orquesta, y podría decirse que hay dos aspectos de la misteriosa Oreiro que permanecen como atractivas incógnitas a lo largo de todo el recorrido propuesto.
El documental nos permite –o eso parece– acercarnos con lupa a estas interrogantes propias de la naturaleza y la personalidad de una verdadera diva.
Se trata de una artista que no tiene símiles en la historia de la cultura uruguaya, quizás por nuestra acotada industria del cine, quizás por nuestra idiosincrasia rústica y de menosprecio, que rara vez acepta el glamour o el éxito (y ni hablar de verlos juntos).
Lo cierto es que después de ver todo el documental Natalia parece menos extraña en la escala rusa –rodeada de fuertes pómulos rojos, avanzando en territorios hostiles, cargando un peluche gigante en los pasillos de hoteles cinco estrellas, bajo un sol totalmente recluido por el frío– que cerca de unos inofensivos brotes verdes, abandonados entre unas piedras rotas en el patio de su abuela, mientras suena un bandoneón rioplatense de fondo. ¿Será de ellos desde el principio y nosotros no lo sabíamos? ¿Será que ella sí lo supo, siempre?
Su madre recuerda cuando su hija le dijo, todavía muy pequeña, que sería alguien importante, y también cuando tomó un diario y le avisó sobre un casting y su deseo de probar suerte. Una de sus mejores amigas no se olvida de cuando le dio la noticia de su última tarde en el liceo 26, antes de viajar a Buenos Aires para cumplir sus sueños.
En la mejor escena del documental Natalia cose y remienda su propio vestido de princesa, sólo un rato antes de subirse al escenario.