Esta semana se dieron a conocer las películas nominadas a los Goya, premios que entrega la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España a lo mejor del cine de ese país. La película con más nominaciones suele picar en punta de cara a la ceremonia, y en esta oportunidad todas las miradas cayeron sobre Adú, de Salvador Calvo, que aspira a 13 estatuillas.
Desde la prensa española se remarcó lo “extrañas” que fueron las nominaciones en un año con muy pocos estrenos comerciales. “Se podía haber arriesgado un poco más, en el que se presentaba la oportunidad de apostar por lo diferente ante la ausencia de los tótems de nuestra cinematografía, y la sensación final ha sido de batiburrillo”, escribió Beatriz Martínez en El Periódico. Merece mención por el uso de la palabra “batiburrillo” (“Mezcla de cosas revueltas, sin orden e inconexas, que desdicen entre sí”).
Pero volvamos a la favorita, ya que se trata de una producción de Netflix y eso significa que está a nuestra disposición en el catálogo de la plataforma de streaming. ¿Vale la pena ver Adú? La respuesta es que sí, pero debo advertirles (o “advertiros”, para homenajear a la Madre Patria) que no es una cinta para todos los públicos.
Adú es una película... digamos, desgarradora, que cuenta tres historias en paralelo, aunque se cruzan en un par de ocasiones. La primera tiene que ver con un grupo de inmigrantes que intentan pasar a la ciudad española de Melilla, situada en el norte de África, desde Marruecos. Un desafortunado incidente termina en juicio a uno de los guardias fronterizos, con la verdad como uno de tantos elementos que podrían o no presentarse como pruebas. La segunda historia está protagonizada por el director de una ONG que lucha contra la caza furtiva de elefantes en Camerún, prestando más atención a los animales que a los humanos que lo rodean. Se le sumará su hija, quien acaba de tener un problema con drogas, y juntos intentarán recomponer la relación. Por último, está la aventura de quien da nombre a la película. Un niño camerunés de seis años (Moustapha Oumarou) que desde el momento en que es testigo de las acciones de unos cazadores furtivos comienza un periplo que lo llevará muy lejos del hogar.
Mientras que los dos primeros segmentos mencionados tienen su cuota de drama (el guardia que debe decidir qué hacer, el padre y la hija que deben superar sus diferencias), la historia de Adú es una sucesión de golpes bajos que recuerda a la primera mitad de Un camino a casa, aquel film de 2016 que contaba la vida de Saroo desde que se perdía en India. Todavía puedo cerrar los ojos y escucharlo gritar “¡Guddu! ¡Guddu!”. Aquí tampoco parece haber exageraciones. Todo lo que le ocurre al pequeño Adú se explica por la cantidad de injusticias que ocurren en el mundo. Pero hay un momento de la película en que uno quiere esconderse detrás del sillón y soñar con que Superman lo reúna con su familia. Esto no ocurre.
No se trata de una obra ineludible por su factura técnica (que es correcta y retrata rincones hermosos del mundo) ni por el manejo del drama, que en dos de las tres historias coquetea con el cliché. Sí por la honesta brutalidad con que toca el tema de la inmigración, de la búsqueda de un futuro mejor, y cómo todo eso choca contra los muros de las fronteras arbitrarias y de la miseria humana.