Ya pasó más de un mes desde la primera vez que vi su película. Esa noche, y desde el comienzo, con el plano de un campo perdido de Filipinas, experimenté un efecto de extrañeza y atracción que iba a durar hasta el final del video. Luego, y con el paso de los días, me di cuenta de otro, de efecto más prolongado, como el de un programa en la cabeza que cambia la configuración de los sentidos ‒o crea esa ilusión‒, o simplemente, el de una fotografía que todavía me afecta mientras camino por cualquier lugar.

Una tarde, por la calle Reconquista, me topé con el afiche del largometraje, el del dragón de cubos, en la puerta de un almacén atendido por un chino, junto a los últimos pedazos de otro que rezaba “Gracias, Uruguay, libre de humo de tabaco”.

Ayer, a diferencia del resto de las veces, miré con especial atención las puertas que permiten el ingreso al Mausoleo de Artigas. Tampoco puedo dejar de recordar el verde del pasto filipino, la lluvia en las ventanas en el apartamento de la protagonista, y la habitación de Chico en lo profundo de la embarcación.

“No es problema mío”, dice Alex cuando le cuento sobre un comentario en la página Internet Movie Database que define su trabajo como “un cine del silencio”.

Ahora, creo, está en India, y la prensa local recorta un titular de sus declaraciones: “El mundo para mí es como un corredor”.

Unos días antes, en Montevideo, caminaba de camisa blanca y mocasines de turista, mientras dábamos vueltas por el Parque Rodó hasta volver al primer bar que él había elegido.

“La película tiene que ser más interesante que uno, salvo que seas Hitchcock”, lanzó, luego de liquidar el último sorbo de su café doble, hablando del cine en general, pero también de su ópera prima: Chico Ventana también quisiera tener un submarino.

La sinopsis: “A bordo de un crucero que recorre el sur de América Latina, un joven marinero descubre una puerta que conduce misteriosamente a un apartamento en Montevideo. Mientras tanto, a miles de kilómetros de ahí, en los alrededores de un pequeño pueblo rural en las terrazas de arroz de Filipinas, un grupo de campesinos parece haber encontrado una vieja caseta abandonada en la cima de un monte, a la que le atribuyen causas sobrenaturales”.

El título del film puede leerse de dos maneras: como un sucinto recorte en los borbotones de su caótica poesía de juventud o, por el contrario, como un moño algo más delicado que abre una caja llena de sus inquietudes de toda la vida.

Hasta los 20 años, el director, guionista y productor, Alex Piperno, estuvo metido en la escritura y la poesía. Leía en público, escribía, estudiaba y también se interesaba por la pintura y la filosofía.

“En un momento vi algo de videoarte en un museo en San Francisco”, recuerda. “Había un agujero en el piso, y podías ver una imagen cenital de una mujer en llamas. Algo de eso me llamó la atención”, cuenta que le pasó antes de comenzar a estudiar cine en Buenos Aires.

“Siento que entré al cine desde el lugar del lector, desde la literatura. Y entonces hay algo del famoso encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección; esa imagen del Conde de Lautréamont que retoman los surrealistas para hablar del hecho poético a partir de elementos que en principio no tienen relación”, dice, con algo de orgullo por su natural y algo exótica condición en el universo de los hacedores de cine.

Mientras caminamos en búsqueda de otro bar abierto, me cuenta sobre lo cotidiano de haberse zambullido en esta industria, de su exploración y sus secretos, sobre la búsqueda de productores, locaciones, sobre los hilos que se deben tocar para terminar una película tan ambiciosa como esta; pero lo hace con el mismo entusiasmo con el que explica lo que para él resulta obvio y necesario, según entiende el arte y su cine. “Eso es lindo”, dice sobre encontrar cosas inesperadas, trayendo a la pequeña mesa el pensamiento de Francis Bacon. “Hay algo con generar un sistema de azar que, si lo sabés usar, cada tanto vas a poder encontrar cosas. Bacon decía que él iba pintando sin saber muy bien a dónde iba, y de repente ‘ah, una cabeza’, y seguía por ahí”.

¿Cuándo fue la primera vez que viste tu película?

La primera vez fue la última vez. Cuando la vimos en el estreno en el Festival de Berlín. Ahí la pude ver en su versión final.

¿Y qué te pasó?

Me acuerdo de estar en la sala. Fueron muchas emociones entreveradas. Nos encontramos los cincos productores internacionales por primera vez. En un momento me llamaron con la traductora y el productor de la película. Me dieron una butaca tipo business de avión, y me acuerdo de experimentar una sensación de derretimiento, de caerme, de tirarme en la butaca y decir “bueno, ya está”. Pensando a ver si no había algún problema con los subtítulos ‒esas cosas de neurótico‒, pero la sensación era de alivio, de que ya nada dependía más de mí.

La película tiene la capacidad de envolver al espectador. ¿A vos en algún momento también te pasó?

Yo en algún punto pierdo la sensación de ingenuidad de un espectador que no conoce la película, pero sí, durante el proceso de montaje me sorprendo todo el tiempo y quedo enganchado. Después, como sé lo que va a venir, cambia la sensación, pero uno no deja de creer en esa primera sensación. También porque en general ‒o en mi caso‒ no es que filmo algo y lo uso como estaba pensado. En el montaje, muchas veces, fuerzo los planos a significar distinto y termino usando todo en lugares distintos y con funciones distintas de las que estaban filmadas, y entonces hay una instancia de sorpresa y de hipnosis. En Francia, un espectador a la salida del cine me preguntó si yo hacía hipnosis. Me pareció muy bueno y le pregunté por qué. Me dijo que la película tenía algo de hipnótico, y yo le decía que el cine tenía esa posibilidad también. Sí, hay algo de eso. Si uno entra en ese trance aunque no sepa exactamente qué es lo que le atrapa, pero íntimamente entiende que algo funciona, y se deja llevar, para mí es lo más lindo del cine, porque se te empieza armar una nube de sentido amplio, donde no tenés claro lo que te está pasando pero es como si fueses un pollo al espiedo en ese fuego que es el cine. Eso es hermoso.

Es lo mejor que te puede pasar, en una sala o donde estés.

Ayer y hoy volví a ver Magnolia [de Paul Thomas Anderson] después de 15 años, y no está mal, pero sentís todo el tiempo la intención del director, te va llevando y vos vas sintiendo que todo cumple una función muy específica, muy prístina, y eso un poco me molesta. La sensación de estar un poco más perdido me gusta, incluso como espectador.

Hace un tiempo le dijiste a la periodista María Ángel Solomita, del programa Corre cámara, que no tenías imaginación, que precisabas que las cosas pasaran. ¿Qué quisiste decir?

Es un poco un chiste y un poco no. Lo que en verdad me pasa es que necesito ver las cosas previamente, ir a las locaciones, ver cómo se ve a través de la cámara, del lente que me gusta, sentarme en mi casa en la compu solo, fijarme qué puedo empezar a ver en el plano ese que saqué en una foto; a medida que empiezan a aparecer los diferentes elementos, los actores con su vestuario, la luz que va a tener el plano, la relación que empieza a aparecer entre los personajes, ahí puedo empezar a entender cómo se siente. Porque nunca funciona como funciona en la fantasía que vos tenés previamente. Por lo menos para mí. Entonces necesito poder ver, y a partir de eso, puedo empezar a descubrir, o a inventar cosas, o a especular. Es decir, “ah, mirá si combino esto con eso”.

Por eso también en el montaje todos los planos funcionan distinto de cómo había pensado. Cuando trabajo con los planos y los flipeo, los espejo, los cambio de tamaño o los mezclo, empiezan a aparecer relaciones inesperadas para mí, y eso es lo que me mantiene todo el tiempo atrapado.

¿En el rodaje también experimentaste mucho?

En general se dio que las acciones se contaban en un plano; y más que en planos, yo siempre pienso en máquinas, como en coreografías internas, y en cómo se arman. Muchas veces, hablando con Manuel Rebella [director de fotografía] cuando todavía no tenía todo tan claro, le decía “che Manu, ¿cuál es la acción?”, “tal”. “Bueno, probemos por acá”, o no, “está bien así, como decías vos”. A veces aparecen cosas, o lo que no funcionó sirve para otra cosa. Lo que yo preciso es atraer imágenes a la nube, para empezar a relacionarlas, y robarles cosas a una y ponérselas a otra, algo así.

En esta película los planos fijos son muy importantes.

En la película son todos planos fijos, pero siempre hay mucho movimiento en plano. Desde los personajes, los objetos, el agua, le doy un lugar a lo inesperado y también a los movimientos de las coreografías de los personajes, y a la posibilidad de que algo pueda entrar o salir de una ventana.

El apartamento tiene estética modesta pero elegante al mismo tiempo. Aparece un detalle precioso, que son unas galletas de arroz, y otros elementos, como unas sillas muy particulares, de otra época. Yo me imaginé que el personaje de Inés Bortagaray había heredado ese apartamento.

Eso lo llegamos a hablar con la directora de arte, Daniela Calcagno, que el apartamento podría haber sido heredado. Las galletas de arroz no fueron idea mía, necesariamente, eso lo puso el departamento de arte, pero lo que sí me pasa es que no me gustan las cosas lindas. Me parecen un problema. Porque cuando algo es lindo...

Te molesta.

Sí. ¿Cómo hacés para que algo lindo sea interesante? Algo lindo está tan transparente, tan liso, que al no tener porosidad no tiene ningún interés. No genera ninguna pregunta, o responde todas las preguntas, y me parece un problema para el cine. Una dirección mía siempre es “esto no me gusta, es demasiado lindo”. No puede haber cosas que llamen la atención por lindas, tienen que llamar la atención por opacas, por las relaciones posibles que pueden generar con otros materiales, por las preguntas que generan, no por las respuestas. Yo pienso el cine como un sistema de materiales siempre en relación y cambiantes. Con Manu también era muy fuerte la cocina y a veces hasta la pelea. Era “no, esto está mal porque está muy bien”, o con las luces cálidas y las frías: “Esto está demasiado contrastado”. O cuando en los pasillos mágicos del buque hay un reflejo del agua en el techo: al principio era mucho más espectacular. Le decía “Manuel, esto es Sea World, es demasiado lindo, es una porquería”. Eso siempre está, y en el departamento de arte también.

¿Exactamente qué le pediste a Daniela Calcagno? Porque parece que todo lo que está en su casa habla con Inés.

Yo nunca sé muy bien lo que quiero pero sí lo que no quiero. No quería nada sofisticado, o canchero. Hay algo de aplanar un poquito las cosas que a mí me gusta. Me parece que hay que poder tener una estilización de la imagen en algún punto, y que todo sea un poco hermano: los planos, los espacios, los personajes, las cosas. Porque cuando todo es demasiado real, es tan fuerte el referente real que te termina sacando del registro de la película. Si vos en una película ves a una mujer que puede ser igual a una que pase por acá, reconocés muchas cosas del mundo real, te llama más lo de afuera que lo de adentro.

Para mí lo importante es armar una máquina con un adentro que funcione con elementos solidarios entre sí. Cuando vos ves una película de Hollywood, es otro idioma, otro registro, y le permitís ciertas cosas. Imaginate Spiderman con Daniel Hendler y Natalia Oreiro de protagonistas. Ya no funcionaría para nosotros porque todo el tiempo se te vendría el registro de lo conocido.

Contaste que la idea original de la película surgió, en buena parte, a partir de tus constantes viajes en barco a Buenos Aires, donde ibas a estudiar cine; y que además, para las escenas del crucero filmaste en diferentes locaciones, por ejemplo, en un crucero en el que viajaste en 2012. Hay un timbre que suena en la película y supongo que lo habrás escuchado muchísimas veces en tus viajes. ¿Qué otras cosas te quedaron en la cabeza de tus días a bordo y se reflejan en la película?

Mirá, en ese crucero, por ejemplo, filmamos la mayoría de los planos de pasajeros, y era un barco medio paquete. Cada día el capitán hablaba como si fuese un anfitrión. Y era importante, todos se callaban para que hablara, y era un momento especial. Como si eso legitimara una idea de estatus. Tenía un lugar protagónico, como de realeza, casi, como que uno era un cortesano. El capitán tenía una voz de radio medio áspera, nocturna, linda, cálida. Y había un sonido parecido a ese timbre que decís, antes de que el capitán hablara, y cuando hicimos el sonido de la película me quedé con eso. La escena del capitán donde los pasajeros miran la ballena fue todo una truchada. Estaba muy angustiado porque no podía filmar todo en un crucero. No sabía qué hacer. Tenía material de scouting [búsqueda de locaciones] de 2012, pero eran un montón de cosas sueltas que no nos servían para esa escena. Entonces se me ocurrió juntar a varios pasajeros de aquel crucero mirando para afuera, e incluir a Chico Ventana en la misma acción. La escena de Chico la filmamos en el Radisson, en una cocina que tiene una ventana redondita. Se me ocurrió que si ponía un plano de la cubierta exterior del barco filmado de 2012, le bajaba la opacidad y lo ponía recortado con la forma de la ventana, quedaba como un reflejo, como si Chico estuviera en ese barco mirando por esa ventana redonda. Y si había una la voz de un capitán que dijera que miraran hacia afuera porque había una ballena, ese off del capitán juntaba todos esos planos sueltos dentro de un mismo espacio-tiempo, que le daba una organicidad a todo lo que estaba pasando. Así logramos que se “victorizara” esa acción. Otro detalle previo: un amigo me dijo “ah, estaría bueno que hubiese una ballena”, “tenés razón”. Bajé una foto de internet y la puse en el plano del agua. Y lo mismo con los aplausos, fue todo inventando por un apuro, una exigencia de las limitaciones de producción. Nunca se me hubiese ocurrido la escena de la ballena, pero ante la necesidad de contar el barco, de unir planos que no tenían nada que ver juntos, aparecen estas respuestas.

¿Cuánto disfrutás y sufrís toda esa fabricación?

Las dos cosas juntas. Sobre todo, en el montaje, cuando las imágenes ya están hechas y yo tengo libertad, tiempo y soledad para jugar, ahí empieza la cosa que más me gusta, que es el momento de encontrar la película de verdad, con el montaje. Hay algo que me hace acordar a la escritura. Es decir, las palabras ya están escritas. El Word es un programa de montaje, de edición no lineal, digamos. Y lo mismo pasa en el montaje del cine, vos podés tomar una parte de una frase, probar con otra, ver qué pasa. Y ahí van apareciendo cosas nuevas, que nunca se te podían haber ocurrido.

Y en este caso también, como decías, ante la frustración de armar algo a partir de dificultades. La escena de la ballena debe ser de las más recordables de la película.

Casi todas las buenas ideas de la película aparecen ante la imposibilidad. Todo el tiempo es así. Mi analista me decía “esta angustia que vos tenés te motoriza”. No estaba hablando de la película pero también aplica.

¿Qué buscabas cuando elegiste a Inés?

Luminosidad. La palabra no es pureza, pero hay algo de la verdad. Le creo todo, también tiene como una cosa de médium. Su mirada es como nueva, como si mirara el mundo por primera vez. Es hermoso. Uno podría decir que es un placer mirar con ella.

Es muy disfrutable ver cómo se relaciona con todo lo que tiene alrededor. Y, además, me hace acordar a una tía mía.

Mirá, no a cualquier persona se le puede meter alguien en la casa y recibirlo como lo hace ella. Se da algo del encuentro más puro, o epifánico.

Quería volver a tu comienzo, cuando se unen la poesía con el cine.

El primer cineasta que me fascinó fue el taiwanés Tsai Ming-liang, cuando vi Y allí qué hora es. Y bueno, yo siento que mi forma de acceder al cine es desde la escritura, desde el hecho poético, desde la fascinación del misterio del lenguaje. Eso es lo que me interesa. No quiero contar cosas, me importa que el lenguaje funcione de formas rotas, no comunicativas. Y desde el cine podés hacer una casa.

¿Y al principio, de chico, qué leías?

Mi madre leía best sellers, después en el liceo me atrapó Borges, y el surrealismo a los 15 años.

Los laberintos de Borges.

Sí, hay algo ahí. Muchas veces me hacen referencia a un cuento de Bioy Casares (“De la forma al mundo”) donde están en El Tigre y encuentran un pasaje a Punta del Este, creo.

Pero a mí me parece que en un cuento fantástico, o en la poesía, el lenguaje no trae el olor, los mosquitos que hay en El Tigre, el espesor de su humedad. En la literatura todo es signo, no está en lo real, lo material, y en el cine sí.

Yo pienso el cine como si fuera escritura, y de repente se convierte en algo real y son materiales que no puedo prever. Es loco eso, porque pienso de forma fragmentada, con notas, palabras que se van rompiendo, con este Word que te decía, y después vas a filmarlo y descubrís que hay un mundo ahí. Lo real tiene una pesadez que no tiene la escritura.

¿Y qué más leías?

En su momento, [Julio] Inverso, Marosa [Di Giorgio]. A [Mario] Levrero no lo tengo tan leído, pero en una función en Cinemateca alguien me hizo mención a un cuento de La máquina de pensar en Gladys (“La calle de los mendigos”), que es sobre un encendedor que se va desarmando. La máquina lo leí a los quince y me encantó. Raúl Zurita me gusta mucho, y, más acá en el tiempo, Roberto Bolaño.

El lugar y La ciudad de Levrero se me hacen muy emparentados con esta película.

Sí, uno va encontrando conexiones. No me acuerdo de si los leí, pero me acuerdo de uno de un ángel que está en una estación de tren [París]. Y después otra tradición que a mí me convoca mucho es la teoría. El libro de Deleuze y Guattari sobre Franz Kafka (Por una literatura menor) tiene un mapa hablando sobre El proceso, que tiene lugares cercanos y distantes a la vez. Podés ver las puertas, cerradas en un lado y, del otro, muy abiertas.

Chico Ventana va este sábado, domingo, lunes, martes y miércoles a las 18.00 en Cinemateca.