Reconocer la “obra maestra” en un autor tan prolífico y popular como Charles Dickens es tarea harto complicada. Si bien las infinitas adaptaciones cinematográficas pueden inclinar la balanza a favor de Cuento de Navidad, o el destilado de centenares de lecturas críticas apuestan por Historia de dos ciudades o quizá a Grandes esperanzas, lo cierto es que hay un tipo de novela dickensiana –que combina la tristeza, la orfandad, una serie de desgracias que se antoja interminable, el fresco de una época terrible, crítica social, personajes malvados que se contraponen con otros que son la bondad encarnada, un inesperado final feliz cuando todo está en contra– que encuentra su máxima expresión en David Copperfield, acaso la más autobiográfica de sus obras.

Publicada entre 1849 y 1850 –en entregas de folletín primero y en libro después– la novela lo terminó de catapultar como el autor más popular de Gran Bretaña de su tiempo. El propio escritor la consideraba su novela favorita y sigue siendo hasta hoy –como todo Dickens, para qué mentir– una de esas novelas completamente disfrutables en su lectura.

Las adaptaciones a otros lenguajes se hicieron esperar tan poco que incluso en 1850 se realizaron varias dramatizaciones, algunas incluso antes de que la novela terminara su publicación y presentando un final diferente al pensado por el escritor. Tuvo también su lógico espacio en radioteatros, pero para el cine fue referente reiterado desde muy temprano. La primera adaptación audiovisual data de 1911 y se cuentan 14 a lo largo del siglo XX en cine y televisión, siendo acaso la más reconocida y famosa la dirigida por Delbert Mann en 1969, con Robin Phillips en el rol principal y un talentoso elenco británico que incluía a Richard Attemborough, Pamela Franklin, Wendy Hiller, Ron Moody, Laurence Olivier, Michael Redgrave y Ralph Richardson (y que es, muy probablemente, la que cualquier espectador televisivo ha visto al menos alguna vez).

Tan buena como ayer, hoy y siempre

Si alguien albergaba alguna duda del inmenso talento de Armando Iannucci –que no los engañe ese nombre: el señor es escocés–, esta se disipa de inmediato con su alucinante versión del clásico de Dickens en clave de fábula/comedia en The Personal History of David Copperfield.

Iannucci, establecido firmemente en televisión con éxitos como Veep y Avenue 5 y responsable de una de las mejores comedias en lo que va del siglo XXI, La muerte de Stalin, es dueño de un timing para la comedia que encuentra en su versión de David Copperfield –a cargo de Iannucci mismo junto a Simon Blackwell– un ritmo y un frescor que asombran y maravillan.

Aquí la clásica historia es narrada por el propio Copperfield ante un teatro. El primer gran acierto: Dev Patel compone un tremendo Copperfield, especialmente dúctil para los momentos de enredos, golpe, porrazo y equívocos –que son el destaque de esta adaptación– y que no desmerece nunca el relato cuando se pone trágico –quienes leyeron a Dickens saben que pasa muy frecuentemente–, y tiene la habilidad de llevar por sí mismo la película adelante en caso de ser necesaria.

Pero no, no es necesario, porque Iannucci reclutó para la ocasión a uno de los elencos más poderosos vistos en tiempos recientes: Hugh Laurie, Tilda Swinton, Peter Capaldi, Nikki Amuka-Bird, Ben Wishaw y Gwendoline Christie, entre otros, componen ese universo de personajes malvados, bondadosos y ocasionalmente patéticos que acompañan a Copperfield en el relato de su vida.

Así, el joven David queda huérfano (porque a Dickens le gustaba dejar huérfanos a sus protagonistas tanto como a Walt Disney) y comienza un sinfín de desgracias y tragedias, matizadas con algún escaso golpe de suerte y, sobre todo, la aparición en su vida de personas determinantes que lo ayudarán a sobrepasar los tragos amargos: su tía Betsey Trotwood (Swinton), el delirante primo de esta, Mr. Dick (Laurie) y el adorable chantapufi Micawber (Capaldi), y entre todos irán haciendo de David un ser más resiliente y capacitado para enfrentar la vida dura de la era victoriana, encarnada en las pésimas condiciones de vida y en horripilantes trepadores como Uriah Heep (Wishaw).

Que no los engañe el tono quizá solemne de esta descripción. Estamos, antes que nada, frente a una comedia muy elegante, hermosa en lo visual, que juega con su propia fantasía y compone una de las mejores adaptaciones de Dickens (que en general funciona muy bien en cine... bah, funciona muy bien a secas) vistas recientemente, con el gran aliciente de que Iannuci la hace propia y le saca hasta la última gota de jugo casi en clave de cuento de hadas. Imperdible para aprovechar este inesperado rescate que llega a la pantalla del hogar, máxime si pensamos lo escasos de buen cine nuevo que estamos en estos días de encierro.