La anécdota real es de esas que llaman para ser película. Greville Wynne es un empresario y entusiasta inventor londinense que a fines de la década de 1950 se maneja en varios países de Europa, que recorre por trabajo. La Guerra Fría está en un punto álgido, pero eso a Greville poco le interesa: viaja a donde tenga que viajar, vende lo que tenga que vender a quien sea que se lo compre, y no hay política involucrada en su vida nunca, en ningún caso.

Esto va a cambiar cuando la CIA y el MI6 se le acerquen y le pidan una mínima gestión: aprovechar sus contactos para iniciar negocios nada menos que en Moscú, donde una posible fuente se le va a acercar y entregar unos datos. Simple, poco arriesgado, todo controlado. Que sea simplemente lo que significa el título original de la película: un courier o correo.

Aunque reticente, Greville acepta y así inicia una extensa relación ‒tal como aconteció en la realidad‒ con el coronel soviético Oleg Penkovsky, relación de espionaje (y traición en el caso del moscovita) que se prolongó hasta tener particular incidencia en la crisis de los misiles en Cuba. Para Penkovsky, no se trata de una traición, sino de salvar a su país de terminar en una guerra que inevitablemente destruirá al mundo, y pronto Greville coincide con estas ideas.

Es así que ambos ‒empresario británico y militar ruso‒ intercambiaron mensajes por más de dos años con importante información de inteligencia secreta, pero, y esto no es menor, al mismo tiempo desarrollaron una profunda amistad, conocieron ambos las familias del otro y terminaron estableciendo una férrea relación que sería el sostén ante los inevitables tiempos oscuros que se les avecinaban.

Drama, historia, tensión y nada de florituras innecesarias

Uno pensaría que en manos de Hollywood esto daría para una melodramática y propagandística versión de este asunto de espías y héroes occidentales, por lo que no se puede agradecer lo suficiente que se trate de una interpretación bien británica, apoyada antes que nada en lo humano ‒la amistad que se da entre Greville y Oleg‒ y una presentación cinematográfica medida, siempre controlada, que narra los hechos sin tomar demasiado parte en el asunto ni hacerlo una cuestión de “buenos” o “malos”.

Mucho tiene que ver que la realización corra por parte de Dominic Cooke, quien a priori no es el cineasta más experimentado, pero si un veterano realizador teatral con un gran ejemplo televisivo (la adaptación, justamente desde las tablas, de la shakesperiana The Hollow Crown). Cooke elaboró un relato sencillo, austero y, por encima de todas las cosas, sobrio.

El foco está puesto en los personajes y es para ello que tenemos en acción a Benedict Cumberbatch como Greville ‒en excelente nivel, para sorpresa de nadie‒ y al gran descubrimiento del film, el georgiano Merab Ninidze como Penkovsky, con enorme química entre ellos y haciendo muy creíble tanto su relación como todo lo que esta significa para la película y la construcción de su agobiante trama.

Más un drama que una de espías, no faltan, sin embargo, los momentos tensos, los intercambios de información velada en secuencias ya clásicas del cine ‒cuando dos personajes intercambian apenas con un roce los reveladores pedacitos de papel o microfilm‒ y la sensación de peligro creciente que tanto bien le ha hecho al género, terminando por convertir a El espía inglés en una muy recomendable opción en tiempos recientes, guste usted de los relatos de espías o no. 

El espía inglés (The Courier, también Ironbark). Dirigida por Dominic Cooke. 111 minutos. En Prime Video.