Si las crook stories o relatos de criminales son populares desde que el cine es cine, no hay duda de que Francia es uno de sus mayores generadores de contenido. Desde el nacimiento mismo como fenómeno literario –no en vano acuñaron aquello de la _ erie noire_– hasta la consagración tanto en prosa como en pantalla del polar francés –que tuvo su era de oro en los 60 y 70 con la labor de directores como Jean Pierre Melville y Henri Verneuil–, el cine “de ladrones” se constituyó como uno de los más poderosos frentes de la filmografía francesa y, en la gran mayoría de los casos, un sinónimo de garantía y calidad.

Es notable descubrir, como es el caso de Braqueurs (o Atracadores, como se la bautizó en Netflix), una producción modesta, televisiva y sin figuras de renombre que resulte tan efectiva. Un tenso policial negro que es ideal para todo aquel que navega por las opciones de streaming sin decidirse o para aquellos que aman el género.

Heat pero sin policías

No hay tiempo para explicaciones. Acaso una escena sin demasiados datos o contexto que nos permite conocer a nuestros protagonistas: Yanis (genial Sami Boaujila), el líder y cerebro, Nasser (Youssef Hadji), el hombre de los contactos, Éric (Guillaume Gouix), el experto en explosivos que se acaba de unir a la banda, y Franck (David Saracino), el hombre de acción. De ahí al atraco: un asalto a un furgón blindado que lleva a cabo con timing y eficacia perfectos, tal cual los hacía aquel equipo liderado por Robert De Niro en la obra maestra de Michael Mann, Heat.

Pero, al igual que en Heat, pronto aparecen las complicaciones. Un cabo suelto inesperado pone al equipo de ladrones profesionales en problemas. Pero no serán problemas con la ley –de hecho, la Policía prácticamente no tiene incidencia en la trama–, sino con una banda pesada parisina de narcos que se cruzan en el camino de los ladrones. Nuestros protagonistas se verán obligados a hacer un robo prácticamente imposible, a contrarreloj y con un alto factor de peligro, amenazados por aquellos que esperan el botín al final del recorrido.

Sobria, concreta, dinámica y tremendamente tensa, la narrativa que propone el director Julien Leclercq –un artesano y especialista en el género, autor de media docena de policiales y de una serie de televisión que expande el mismo concepto de la película que nos ocupa hoy–, es de esas que te agarran de la nariz y te llevan derecho hasta el final sin soltarte ni un momento, por medio de un relato duro, realista, donde los personajes son construidos a partir de pocos rasgos y buenas actuaciones, tridimensionales por completo sin entrar en detallados estudios psicológicos, personas capaces de respetar códigos y lealtades que los diferencian de las bestias, aquellas mismas bestias que los acechan a cada paso y que, acaso, son los dueños de su mundo.