El siglo XIX fue el de los descubrimientos. Muchas partes de la Tierra eran todavía territorio desconocido, y el mundo tal y cómo lo apreciamos hoy se construía constantemente, día a día, a partir de descubrimientos científicos o geográficos. Y así, tal y como hubo un Richard Burton que buscó el origen del Nilo, naves que se perdieron en los mares helados cuando trataban de encontrar el paso del noroeste o expediciones continuadas en busca de cualquiera de los dos polos, no faltaron aquellos que desafiaron los vientos, superaron las alturas y, decenas de años antes de que existieran los aviones, ascendieron a los cielos en globos aerostáticos.

Uno de ellos fue James Glaisher, responsable de mucho de lo que conocemos como meteorología. Convencido de que el cielo albergaba las respuestas para predecir el clima, lo fue trepando metro por metro en distintos viajes en globo hasta romper el récord mundial de 28.900 pies (unos 8.800 metros). Su historia y relato, como los de otros tantos osados científicos y descubridores de aquel siglo, era digno de ser contado. Los aeronautas recoge el testigo.

Hechos reales (o casi)

La película, dirigida por Tom Harper y escrita por Jack Thorne, se presenta como basada en hechos reales, y eso es verdad en buena medida. Podemos admitir que esos hechos reales sean hollywoodizados en beneficio de mayor emoción y aventura, aunque por momentos este movimiento termina traicionando al relato original y real.

Por ejemplo, Glaisher es presentado como un joven e inexperto científico, quien jamás se ha subido a un globo (en la piel de un adecuado Eddie Redmayne, eficaz como cada vez que controla su catarata de tics) y al que la sociedad científica incluso bastardea. Esto está bastante alejado de la historia real del experimentado aeronauta de 53 años que logró romper el récord (y conseguir los datos meteorológicos) luego de varios ascensos, que contaron siempre con el apoyo de la comunidad científica.

Peor le va en el proceso a Henry Tracey Coxwell, asistente de Glaisher y quien lo acompañó en todos los viajes y le salvó la vida en el ascenso romperrécords de marras, cuando el científico principal perdió la conciencia. Coxwell no existe en la ficción y en el lugar de ese casi anónimo asistente de 43 años aparece la ficticia Amelia Wren (adecuadísima Felicity Jones), una aeronauta y artista que resulta la única opción de piloto ante el desprecio que encuentra Glaisher por donde quiera que va.

Aunque parezca oportunamente sospechosa la inclusión forzada de una protagonista femenina en los tiempos que corren, cabe advertir que el personaje no sólo no es forzado sino que tampoco es estrictamente ficticio. Amelia Wren está claramente inspirado en Sophie Blanchard, quien se adelantó 60 años a los experimentos de Glaisher: protagonizó en Francia una serie de ascensos artísticos y espectaculares junto a su marido Jean-Pierre y se consagró como aeronauta en solitario luego de quedar viuda (ambos Blanchard encontraron la muerte haciendo sus espectáculos en globo; el epitafio en la tumba de Sophie reza: “Víctima de su arte y su intrepidez”). Sophie incluía en sus actos un perro, tal y como se ve en esta película hacer a Amelia.

A la aventura

Así, puestas en orden las piezas dramáticas que serán nuestros protagonistas, se plantea el dilema de la película: la comunidad científica se niega a la idea misma del concepto meteorología; un audaz e inexperiente científico debe probarla y una veterana piloto de globo, con marcas en su pasado que la carcomen hasta el presente, deberá llevarlo hasta el límite donde el cielo se confunde con las estrellas.

El viaje está presentado, con mucha habilidad, en tiempo real. Es decir, no dura más de hora y media y la película se complementa con flashbacks al pasado de ambos personajes, en los que asoman sus historias: el amigo de Glaisher (Himesh Patel) y su padre relojero que siempre lo ha apoyado (el veterano Tom Courtney); el marido de Amelia con su funesto destino (Vincent Perez). Respetando la duración del viaje, la película logra consistentes momentos de tensión y emoción (porque sí, Hollywood también tiene eso a favor: saben bien cómo hacerlo) y conforma un relato muy entretenido que mantiene atento al espectador en todo momento.

Con los descubrimientos corriendo a la par de los peligros –inspirados en el viaje real de Glaisher y Coxwell– y una presentación clara y diáfana que va demostrando su progreso, la aventura remite, quizá, a otros tiempos del cine y de la literatura. Tiempos de Julio Verne o Emilio Salgari, de literatura decimonónica y del Iluminismo, en los que el descubrimiento científico corría a la par de la aventura peligrosa y la ciencia valía tanto la pena que nos jugábamos el pellejo por ella; tiempos que parecen ya lejanos, pero que siempre vale la pena la emoción de reencontrarlos. Quizá Los aeronautas tenga un envoltorio clásico y reconocible, pero su misma fuerza abreva de ello, con un resultado eficaz por demás.