Tras una ambiciosa primera temporada, Euphoria, la serie de Sam Levinson, volvió con dos capítulos especiales. En diciembre se estrenó Trouble Don’t Last Always, que se asomaba a las motivaciones y los pesares de su personaje Rue, y más acá se estrenó F*ck Anyone who’s Not A Sea Blob, ahora con Jules como protagonista. Ambos presentan una puesta austera que demuestra que, más allá de las tomas arriesgadas, los hits de Billie Eilish y una edición que no da respiro, palpita una serie con personajes complejos y queribles.
Desde su punto de partida la serie saltó a la polémica por la cantidad de desnudos masculinos y el grado de violencia de algunas de sus escenas. La premisa era poco común. Una adolescente (Rue) vuelve a casa después de un tiempo en rehabilitación sin intenciones de mantenerse limpia. Al poco tiempo conoce a Jules, una chica trans con una personalidad y una ambición arrolladoras, que la deslumbra desde el primer momento. Así se construirá una relación llena de altibajos que marcará el ritmo de la serie, junto con los conflictos de un grupo de adolescentes que están tan perdidos como la protagonista.
La historia se sostiene en los hombros de dos grandes actrices. Zendaya (exestrella de Disney) como la frágil Rue y Hunter Schafer (modelo y actriz trans) como la magnética y desinhibida Jules. Un dúo con excelente química que logra recrear esas relaciones simbióticas y apasionadas tan características de la adolescencia.
Desde el punto de vista técnico, Euphoria es un manojo de estímulos que te agarra del cuello y no te suelta, donde todo sucede a un ritmo frenético. La serie construye una atmósfera cargada de sensualidad y logra transmitir como pocas la efervescencia de la vida adolescente. Hay un trabajo impactante en la fotografía, con imágenes memorables, desde Rue a contraluz pedaleando envuelta en una bruma azul hasta cuerpos que se sumergen y funden en un paisaje de aguas color lavanda o el maquillaje flúor que se derrite en la cara de Jules.
Como en cualquier serie sobre adolescentes, los personajes se equivocan y mucho. Pero en Euphoria hay un registro obsesivo en el que cada traspié queda inmortalizado en la cámara de un celular. Uno de los aspectos más destacables de la serie consiste en mostrar cómo el mundo de las redes sociales y plataformas digitales se enreda en la vida de los personajes, y, con ello, cómo la intimidad se disuelve. La pornovenganza, las aplicaciones de citas y las colecciones de selfies no son un elemento más: están integradas a la vida cotidiana de los personajes.
Es así como, si bien recuerda a series como Skins, con una mirada cruda y oscura de la adolescencia y la generación de sus padres, Euphoria se desarrolla en la actualidad y hace de eso una virtud. La serie muestra, quizá como ninguna otra, dónde los límites entre lo privado y lo público, o entre lo virtual y lo real, se vuelven borrosos. Todo en un caldo de música acelerada, edición frenética y tomas impactantes en las que se funden colores y formas creando un artefacto casi plástico.
Vuelta a la calma
En un primer episodio puente antes de su segunda temporada, la serie va por una propuesta más austera que de costumbre: acompaña a Rue y Ali, su padrino de Narcóticos Anónimos, en una Nochebuena. Ahora donde estaban las luces de neón y el ritmo imparable, los múltiples estímulos simultáneos hay tranquilidad y una conversación madura que se desgrana en un plano y contraplano. Un momento en el que Rue deja de correr en todas direcciones, mete el freno y se piensa a sí misma.
Hay lugar para una mirada reposada con un personaje como Ali, que habla desde la experiencia. Hay lugar para debatir sobre la culpa, para el arrepentimiento y hasta para reflexionar sobre las revoluciones de hoy. Así, el episodio muestra cómo Euphoria también se puede sostener sin ese andamiaje de sonidos, estímulos visuales y movimientos complejos de cámara. Aquí le basta con el diálogo y dos interpretaciones robustas.
El capítulo muestra a sus personajes más vulnerables que de costumbre y se hunde en su pasado sin caer en la sordidez. Llegamos a conocer un poco más de Rue: sus motivaciones, sus miserias, sus actitudes. De esta manera el capítulo pone en escena una visión descarnada de la vida de un adicto y cómo afecta a las personas cercanas.
Lo que funciona en este primer capítulo puente se torna algo redundante en el segundo, ahora protagonizado por Hunter Schafer en una sesión de terapia. La trama llega al punto de psicologizar mucho a sus personajes, algo que había esquivado en la primera temporada. De todas formas, ayuda a entender en profundidad a Jules, su entramado familiar, sus ideas de femineidad, sus sentimientos hacia Rue. Y, sobre todo, se permite poner en el centro de atención a un personaje trans que duda y reflexiona sobre su transición. Que no se identifica totalmente con la figura femenina, en un mar de dudas propio de la adolescencia.
Esa apuesta por la diversidad es una de las cosas que hacen más interesante a Euphoria, que se anima a construirse como una serie sobre adolescentes que les escapa a los estereotipos más desgastados, donde las chicas populares tienen amigas poco tímidas y se sientan todos en la misma mesa. Un poco, digamos, más parecido a lo que sucede en la realidad.
Además, es una serie que no teme parecer pretenciosa. Que pone a sus personajes a debatir conceptos filosóficos o a bailar en fiestas suntuosas que estallan de color. Ante tantos productos correctos, Euphoria se construye como una serie que apuesta sin juzgar a sus personajes. Una serie segura de sí misma, hija de estos tiempos hiperconectados, que arriesga y muchas veces gana.
Euphoria, de Sam Levinson. En HBO.