Cuando se habla de literatura de horror, no cabe duda de que el autor contemporáneo más popular, con margen, no es otro que Stephen King. Sin embargo, hay quienes aseguran que para llegar a King invariablemente se pasa antes por RL Stine, a quien se ha llamado, justamente, “el Stephen King para niños” y que cuenta con millones de copias vendidas de sus muchísimas obras publicadas (se estima que supera la friolera de 400 millones).

Gran parte de esa popularidad se la debe a la saga Escalofríos, en la que Stine definió claramente su fórmula: historias de contexto sobrenatural protagonizadas por niños o adolescentes que de repente se ven enfrentados a lo oculto, lo maligno, lo extraño, con no poco riesgo para sus vidas, aunque –dejando de lado algún que otro final retorcido– casi siempre lograban volver a la normalidad.

Escalofríos no sólo cimentó la carrera de Stine en la literatura: entre 1995 y 1998 fue una serie de televisión canadiense con masiva llegada (en América Latina se exhibió mucho tiempo) que adaptó los 60 libros que componen la saga, y en 2015 dio su salto a la gran pantalla con la primera de sus (hasta ahora) dos versiones cinematográficas, en las que el propio Stine (o una versión muy libre de su persona) es el protagonista, interpretado por Jack Black.

Probablemente sea este gran éxito de su saga principal lo que haya hecho pasar desapercibida a su otra producción. En 1989 Stine dio inicio a Fear Street e hizo convivir ambas series durante muchos años, alcanzando a escribir más de 60 novelas, contando entre la saga original y dos continuaciones. Acaso también el estar ligeramente orientadas a lectores más adultos confundiera a aquellos que esperaban encontrar su fórmula de “niños en problemas” y encontrara en cambio que las muertes o los finales negros estaban más a la orden del día.

Como sea, Fear Street creció como una suerte de cara más oscura, y menos reconocida, de Escalofríos. Eso puede llegar a cambiar ahora que Netflix, tras comprar los derechos de Fear Street, ha llevado algunos de sus conceptos de manera muy libre a la adaptación en tres películas que se estrenaron hace unas semanas.

Aunque ninguna de las novelas sirve específicamente como base, se sostiene la dicotomía de dos pueblos vecinos –Sunnyvale y Shadyside– enfrentados por más de 300 años de diferencias sociales y fortunas materiales. Si en Sunnyvale todo sale siempre de maravilla, en Shadyside sobran las desgracias, incluida una suerte de maldición local –una bruja– que propicia rachas de violentos asesinatos sin sentido.

El asesino metacinematográfico

Fear Street: 1994 asume varios compromisos. El primero es ponernos a los espectadores al tanto de lo que serán la traman en líneas generales, y las historia de ambos pueblos. Las protagonistas pronto serán dos: Deena (Kiana Madeira) y Josh (Benjamín Flores Jr), dos hermanos –ella adolescente, él algo menor– que terminarán peleando por sus vidas cuando aparezca la bruja que cada tanto se corporiza en algún asesino en serie. Sin embargo, no son ellos las víctimas de la maldición –que, a la usanza de Scream, ocurre ni bien comienza la película y se lleva puesta a la que probablemente sea la actriz más conocida del elenco: Maya Hawke–, sino que serán, junto a un grupo de amigos, quienes terminen topándose con la historia de la bruja que diera origen a la maldición y, de algún modo, interviniendo en ella.

Así, con una suerte de neoslasher como marco –la sombra de Kevin Williamson es extensa no sólo por su estructura sino también por esos personajes que continuamente remiten a otras películas de terror, en un ejercicio casi metanarrativo– pero con el origen sobrenatural como diferencia, Fear Street presenta su primer relato, que quedará obviamente inconcluso porque apenas es la primera parte de una trilogía. Deja claro cuáles son sus intenciones: homenajear clásicos relatos de género, emular cierta estética muy reconocible (la de Stranger Things antes que nada) y asumir algunos riesgos inesperados para tratarse de una producción Netflix (los altos índices de gore y violencia). Con todo, no innova mucho en sí misma, por lo que es de agradecer que la cosa prosiga.

El asesino de campamento

Fear Street: 1978 recoge el testigo exactamente donde terminó la anterior, pero rápidamente nos traslada al año del título, en un extenso flashback que reconstruye la experiencia que la única sobreviviente de la maldición (Gillian Jacobs en 1994) vivió en un paradigmático campamento de verano. Y es paradigmático por replicar de inmediato la estructura y el esquema de la saga de Martes 13 (o Friday The 13th) con su asesino enmascarado, su predilección por elementos filosos y el masivo conteo de muertos tan caro a los slashers que poblaron nuestras pantallas en los años 80 (omitiendo el tabú de matar niños, para sorpresa del espectador).

Aquí los protagonistas son otros, o al menos son versiones jóvenes de algunos de los que conocimos en la película anterior, y no conviene encariñarse con ninguno porque ya sabemos que pocos saldrán con vida del campamento Nightwing (sobre todo si provienen de Shadyside). Con todo, hay mucho carisma en el elenco joven (está Sadie Sink, también egresada de Stranger Things) y un relato muy contenido en sí mismo que, aunque aporta poco a la historia macro, termina por conformar la entrega más consistente de las tres.

Una vez que el relato de la sobreviviente llega a su conclusión, Deena y Josh creen entender cómo terminar con la maldición, pero, claro, esto no es tan así.

El asesino puritano

Fear Street: 1666 es quizá el mayor salto al vacío de la trilogía, porque aquí se busca emular conceptos del folk horror –que ha tenido cierto revival reciente con películas como The Witch y Midsommar– que no tiene referentes tan claros como los del slasher. La historia a veces vaga sin encontrar un tono definido, lo que, sumado a que reutiliza a prácticamente todos los actores de las dos primeras películas pero en roles diferentes (en ocasiones como antepasados lejanos), hace que por momentos cueste entender la lógica que se venía manteniendo.

Digamos que hay momentos que pagan el esfuerzo y una vuelta de tuerca al relato que pensábamos conocer. Además, pronto la acción abandona el año 1666 para volver a 1994 y llevar a los sobrevivientes de la primera y segunda entrega a un enfrentamiento definitivo con la maldición y quien la causa.

Aunque ciertas elecciones narrativas podrían ser cuestionables, es cierto que es un cierre satisfactorio para una saga que no va a quedar insertada en los anales del cine pero cumple con su deber de entretener.

Más allá de esta trilogía

Éxito inmediato desde su semana de estreno, la creación de la directora Leigh Janiek –guionista, además, junto con Zak Olkewicz– gana muchísimo en cuando los diferentes apuntes que conectan una entrega con otra las enriquecen (y nos ayudan a dejar pasar algún punto flojo o pobremente resuelto).

Amén de lo anterior, Janiek resulta muy efectiva cuando salta entre ambientaciones, generando verdaderas piezas de terror que pertenecen por derecho propio al subgénero que aluden. Se le puede cuestionar cierta pacatería –especialmente en cuanto al sexo, algo que suele ocurrir en Netflix pero cuya falta resulta muy llamativa en un slasher–, pero no se refleja nunca en ausencia de ritmo o incluso de contundencia. Dado que todavía hay montones de relatos de RL Stine sobre Fear Street esperando, podemos llegar a pensar que tendremos más adaptaciones en el horizonte.

Fear Street, dirigida por Leigh Janiek. En Netflix.