Hablamos de un drama que fue escrito en dos noches. O fueron tres. María Dodera no puede precisarlo; sudaba, recuerda, y hace sudar a sus personajes. “Fue un acto performático, físico”, apunta.

De esas madrugadas de febrícula dramática, mientras cursaba un taller con Laura Pouso, Gabriel Calderón, Federico Sanguinetti y Anthony Fletcher, salió Último encuentro, que estrena el próximo jueves en la Vaz Ferreira, la misma sala donde acaba de bajar la precisa composición de El accidente (pesadillas patrióticas y otras creencias), con dramaturgia de su viejo compañero de aventuras Gabriel Peveroni.

Estaba en mitad de aquel montaje cuando el actor Franco Rilla “se coló”, dice Dodera, en la escritura e inspiró uno de los personajes. “A veces me pasan esas cosas con los actores”. Del otro lado colocó a un intérprete que se impone ya desde lo físico: Horacio Camandulle.

“Creo que el casting es el primer hecho creador que tiene la dirección teatral. Ellos como actores no se conocían y también fue maravilloso el encuentro creativo, la alquimia. Había una organicidad en los planteos, que de repente no era lo que yo imaginaba, pero que me conmovió desde un principio”, dice.

“Siempre nos estamos reinventando”, apunta Dodera, que festeja tres décadas de permanencia sin dejar de tomar cursos y formarse con colegas de otras generaciones. Cuenta que siempre tuvo el hábito y un poco el prejuicio de escribir desde la escena, incluso en coautoría, pero teniéndola “como un sensor”.

Suele regirse por la máxima de que el teatro “tiene la vida de un instante, de esa noche de convivio, que se va transformando función a función”. Estas certezas que, todos sabemos, fueron sanitizadas por las medidas contra el coronavirus, y la dramaturga asimiló el hecho de tener que sacar una ficción desde el escritorio.

No quiere catalogarlo como un quiebre, simplemente toma nota. “Esto es un eslabón más. Es una experiencia, me tiré al vacío, tomé ese riesgo, a lo mejor: no tener la escena para poder ir testeándola. Tenía el escenario de mi cuerpo, con todos los cambios físicos que me provocaba. Y lo que tiene en común con mi carrera es que me gusta jugar en un camino no recorrido y ver qué acontece. Sentís que ahí está la vida”.

El título conduce a la novela con la que muchos conocimos a Sándor Márai. ¿La obra tiene lazos con el escritor húngaro?

En lo formal algo tiene que ver el hecho de que, como en la novela de Sándor Márai, es un encuentro, que los protagonistas hace diez años que no se ven, y que la palabra es el arma de duelo. Acá es el encuentro de un joven infractor y un exprofesor, de cuando estaba en el pabellón de infractores. Tienen 27 y 50 años. Están en las afueras de una ciudad. El profesor decidió irse a ese lugar, desde allí lo trata de contactar y es ahí donde comienza todo. La obra está escrita en tres cuadros: justo antes del amanecer de un domingo, justo después del mediodía y justo después del atardecer. Y en esos tres momentos hay una metateatralidad de tres rounds, con estos dos seres de cultura y rango social diferentes. Uno ha tenido una vida de abandonos y el otro es un profesor de clase media que tiene como lectura, justamente, el libro El último encuentro, de Márai, o sea que accede a un estatus cultural. Es ahí que hay un debate en una lengua que sólo ellos conocen, de recuerdos, vivencias, culpas. Ambos han vivido a la espera de volver a encontrarse, porque entre ellos hay un secreto. Es una obra básicamente de denuncia; se cuestiona la funcionalidad de la sociedad toda, en que a veces se invisibilizan ciertas fragilidades. Se quiere mostrar realidades sin moralizar, sin juzgar; ha pasado la guerra por sus cuerpos, por sus mentes, uno por estar fuera del sistema, el otro por haber caído en sus trampas.

Para presentar la pieza utilizás dos citas de cierta misantropía que parecen prevenirnos.

Es una obra contemporánea y esas dos citas fueron inspiradoras. Angélica Liddell es una artista española que siempre tengo como referencia, por la forma de su teatro, y en este texto la palabra se hace carne y se vuelve performática. Es a través de la fuerza y de su actividad, cuando habita lo físico, que los actores ponen cuerpo y alma a través del verbo. Es una obra desnuda de artificios y se da el todo por el todo porque se están tratando temas contradictorios y muy humanos, que es parte de la función teatral: el escenario es el espejo donde podemos reflejar las contradicciones. Por otro lado, Bifo Berardi fue mi compañía de lectura en pandemia, esta parte de su filosofía sobre zonas existenciales apuntadas a la nada, al vacío. La obra tiene una base en Fenomenología del fin, de este filósofo italiano que me encanta, porque al final, cuando es lo más parecido a la muerte, hay una desfocalización. Tangencialmente es lo que traspasa ese final, cuando se sacan sus mochilas y hay una transformación antes de que suceda un acontecimiento que no voy a espoilear. Y eso encarna la filsofía de Berardi, la transformación que está sufriendo la capacidad de sentir, la disolución. Lo de Liddell apunta más a la acrobacia actoral: los actores saltan la palabra, porque “cuando no hay más nada que poner, se pone el cuerpo”, dice uno de ellos. Es tremendamente material, a pesar de que son réplicas, un diálogo a veces intercalado por monólogos, pero más allá de eso son los cuerpos que hablan y transpiran, hasta que surge esa transmutación.

¿Cómo trabajaste las dualidades desde la dirección?

Hay algo interesante en el vínculo: si bien se podría decir que en algún momento en esta relación podría haber existido abuso de poder, también de alguna forma el tutor dio una cierta estructura a este joven, y este joven incidió en la adormecida existencia de este profesor; o sea que en los intersticios de sus vidas rotas la percepción de uno hacia el otro los estructuró. Es una historia de amor, en definitiva, de una forma de amor. Y después de diez años de no verse, se pasan facturas, y en ese “debate a duelo” hay este homenaje a El último encuentro, de Márai, porque son dos amigos que mantienen un cierto debate por cosas vividas, la palabra es el instrumento. Y hay otro pequeño homenaje, ya que el profesor se retiró a las afueras a crear compost, o sea, a criar lombrices para fertilizar los campos, y a leer los libros que más amaba.

Federico Deutsch sabe camuflarse en escena: ¿cómo ingresa acá?

Es un clásico ya en mis piezas, musicalizando en vivo; es otra lectura narrativa. Acá hay un matiz: como la obra tiene tres actos, hay dos estéticas que trabaja antes de cada cuadro, como pequeños conciertos de un minuto y medio, acompañados por visuales de Francesca Crossa, una ambientación que me va a situar en ese instante, y por otro lado la música incidental, dando su punto de vista desde el borde del escenario. De la misma manera se van a trabajar las luces, que van a ir acompañando ese domingo. En el texto está insinuado que el personaje podía tener “cámaras en su mente”, debido a los interrogatorios que pudo haber tenido, pero desde lo técnico esto está trabajado como su mirada subjetiva, en una forma ominosa, un estado de paranoia que le quedó como síntoma.

Último encuentro, escrita y dirigida por María Dodera. Se estrena el 19 de agosto y va hasta el 22 en la sala Vaz Ferreira del Sodre. Entradas a $ 500 por Tickantel.