En el decepcionante marzo de 2020 Rosina Gil había vuelto de Los Ángeles, aprovechando el tramo libre que tenía en el cronograma con el Cirque du Soleil, la compañía con la que estaba haciendo 12 shows semanales. En ese lapso iba a sumarse a Un tranvía llamado deseo, que el Ballet Nacional montaría en el Auditorio del Sodre. Igor Yebra la había invitado y su participación estaba programada para el 14. A los dos días pensaba retomar su rutina y tenía previsto compartir el viaje con su abuela. Pero la historia es conocida: las salas y los vuelos se cancelaron y desde Estados Unidos le aconsejaron que esperara acá.

En ese contexto empezó a gestar Varada, su primera obra como coreógrafa y directora. “De repente estaba en Uruguay, sin trabajo, quieta en casa, durmiendo en el mismo cuarto que mi hermana; todo cambió bruscamente. Como a muchos, a todo el miedo se le sumó que perdimos el trabajo. Y como siempre, desde niña, para mí la danza es sanadora, recurrí a eso: a improvisar, a poner música clásica y buscar movimientos”. Lo hacía en el living mientras el resto de su familia cumplía sus propias tareas, entre las cajas con bordeadoras de su padrastro Gabriel, que se dedica a la distribución. Era una improvisación con obstáculos, por poco un intento de parkour hogareño: “Iba de la cama al sillón mezclando la música con el sentimiento de incertidumbre, de tristeza”.

Foto: Cecilia Fernández

Foto: Cecilia Fernández

Dialecto del inconsciente

Dice que eligió no quedar paralizada. Estaba convencida de extraer algo positivo. La pieza primero fue un solo con música de Eric Satie, pero Gil aprovechó el parate laboral para tomar un curso de dramaturgia con Gabriel Calderón, Laura Pouso, Anthony Fletcher y Federico Sanguinetti, lo que la decidió a tomar un riesgo mayor. Fue delineando así ocho personajes con patologías o fobias, que intuyó o atribuyó a determinados bailarines que luego convocó. “Me pareció interesante –cuenta– buscar personajes que ya tuvieran antes de la pandemia un miedo, un trauma, algo que los haya marcado en la vida como para, por ejemplo, no querer salir de casa. Mi idea era indagar qué pasa en la mente cuando se la expone a una situación tan límite, en este caso a lo más grave que nos puede pasar: la muerte. Quería hablar de ciertos temas tabú y, ya que estos momentos fueron de introspección, arriesgarse a abrirse. Fue un proceso muy profundo”.

El resultante es un espectáculo que, aclara, “no es un bajón”. A nivel estilístico reúne la formación y las vivencias escénicas de la bailarina: las líneas clásicas, “la exigencia de que estén todos perfectos e iguales”, un legado de Julio Bocca, junto a la sinuosidad de la danza contemporánea y el despertar creativo que le transmitió la coreógrafa brasileña Déborah Colker (con quien compuso el espectáculo Cão sem plumas).

Hay algo también de las acrobacias que absorbió en el circo, así como la mezcla de disciplinas, ya que los intérpretes en ciertos momentos hablan e incluso hay una narradora. Hay una intención de complementariedad. Dice que durante los ensayos, muchas veces virtuales, del elenco aprendió a tener una visión global, a delegar, a ser flexible, a hacer una cosa a la vez, ya que Varada le exigió estar en muchos roles, y que, conociendo su carácter “ansioso y pasional”, le convenía anotar para no olvidar detalle. Siente que estaba entrenada para eso.

Foto: Cecilia Fernández

Foto: Cecilia Fernández

Los diferentes cuadros de la obra, para la cual utilizó sus propios muebles, transitan estados y estilos. Para el comienzo eligió el Bolero de Ravel, que al espectador de cine remitirá a Jorge Donn en Los unos y los otros (Claude Lelouch, 1981). Aunque la bailarina no vio la película, tiene presente la expresividad de su colega argentino por las grabaciones de Canal 5 que su abuela le hizo cuando era chica, sobre todo una coreografía de Maurice Béjart con música de Queen. En ese cuadro inicial con Ravel cada personaje está en una habitación distinta, en el baño o frente a una computadora, compartiendo escenario pero a distancia. Luego hay solos, dúos, tríos y una “escena brutal, que es lo que pasa cuando salen a la calle”.

Ahora que los estrenos están a la orden, Gil despliega su abanico de recursos: pasa medio día de “tutú, medias rosadas, puntas”, ensayando El mago de Oz, que a fin de mes subirá al Auditorio con coreografía de Francesco Ventriglia, en una apuesta muy técnica y visualmente efectista, enfocada en una platea infantil, donde interpreta a la Bruja de Porcelana. De tarde asume las acrobacias y las libertades de Varada, que ganó un Fondo Regional para la Cultura. Gil apuesta a que “el público se abra a ver cosas nuevas y de calidad, a investigar, a historias verdaderas, personajes como nosotros, con lo que nos está pasando ahora”.

Varada, de Rosina Gil. Esta noche a las 20.00 en el Teatro Macció de San José. Entradas en Tickantel desde $ 250 a $ 450. En octubre se presentará un fragmento, junto a la compañía Telón Arriba, en el Teatro Solís.