Hace casi un mes que vive en el Splendido, quizás uno de los hoteles más teatrales que tiene Montevideo, y no sólo porque queda frente al Solís, sino porque sus recovecos y su carácter almodovariano sirvieron de locación para producciones de fotos, rodajes y piezas dramáticas. Paola Lusardi, que montó su ópera prima, Ojalá las paredes gritaran, en su casa del barrio porteño Colegiales, reconoce la carnadura de los espacios domésticos, la percepción abismada que crean en quien ingresa al juego, la función de un hilo de luz entrando a tiempo.
Con el palimpsesto de la pintura de pared como telón de fondo, accede a retratarse en el hotelito mientras cuenta cómo mudó al enloquecido príncipe danés en un “Hamlet millennial”, en un adolescente angustiado, harto del sino de la traición.
La mesa está servida para comunicarle que hay una vacante en la empresa familiar, pero él preferiría no hacerlo y anestesiar el duelo por su padre escuchando trap. Tanto ruido hizo esta versión off de la tragedia shakespeariana, que el sistema teatral pidió un pasaje a salas, como el Metropolitan de la calle Corrientes, donde la platea estaba colocada en el escenario, y después el espectáculo fue programado en festivales internacionales.
Damián Lomba, un actor uruguayo que vive en Buenos Aires, le insistió a Lusardi para hacerla con elenco local y el resultado se estrena el jueves en el escenario mayor del Solís. “Te da un vértigo”, admite la directora. “Los ensayos vienen siendo geniales, el elenco es muy bueno. Pero pensaba ‘¿y si me equivoco? ¿si no me sale?’. Es una obra que demanda mucho, es peligrosa. Lo que me interpela es llegar a Uruguay”.
Este espectáculo surge de un trabajo académico y, bien de argentina, en el que está metido Lacan.
¡Es casi un clásico, como la obra! Dicen que somos muy lacanianos los argentinos, ¿no? Era en la Universidad Nacional de Artes, estaba estudiando puesta en escena, estábamos trabajando Hamlet y yo estaba haciendo la escena del “Ser o no ser” y de Hamlet y Ofelia. Fue un proceso de cuatro meses, de construirla como un ejercicio, básicamente. Cuando hicimos la muestra final, mi docente Guillermo Arengo [actúa en La muerte de un perro, de Matías Ganz] me llevó a un aparte y me dijo “nunca digas que te dije esto, pero andate ya a dirigir”. Así que, nada, un poco lo escuché.
¿Qué habías hecho? ¿En qué te parece que la pegaste?
Él se entusiasmó mucho con ese Hamlet que se transvestía en escena mientras hacía su “Ser o no ser”. Lo increíble es que hoy, en mi próxima obra, Su nombre significa mujer, estoy trabajando una transición de género, así que hay algo que ya venía, es una temática que me interesa. De hecho, la obra esta pone muy por delante los roles femeninos, en contraste a lo que es la original. Digamos que la madre está en un lugar bastante relegado y Ofelia en ese símbolo de la chica sumisa y sufrida. Y acá hay un procedimiento que intenta poner los roles femeninos por delante, sobre todo porque en la construcción del material se puso el foco en el vínculo madre e hijo, entre Gertrudis y Hamlet. Ahí apareció una parte más psicologista. Yo estaba haciendo terapia, y fue tomada por la obra. Me dieron un libro, Ensayo clínico sobre Hamlet, y lo que uno entiende es que Lacan trabaja la obsesión del personaje. Hay un padre que viene con su mandato: “tu tío me mató, tenés que vengar mi muerte, y encima se va a casar con tu madre”. Y ahí también aparece el Edipo y el vínculo madre-hijo, y todo lo que implica, su relación con su padre, que no llegamos a ver nunca, pero está el fantasma y ni hablar lo que era un rey, en su momento, cuando se escribió la obra. Ahí definitivamente se empezó a generar esta suerte de traducción de lo que era el reinado de Dinamarca a una empresa familiar.
¿Lo armaste de cero o tomaste escenas?
Hice un recorte literal de ocho escenas, que trabajé a partir del Hamlet isabelino, de varias adaptaciones, hice un trabajo de intertextualidad, aparece un monólogo Lady MscBeth que acá representa Gertrudis, cuando ella ensaya lo que le tiene que decir a su hijo. Hay una adaptación de eso. Y para mí Hamlet es joven (y nunca lo ponemos joven). Hoy los jóvenes se cuestionan y cuestionan. La obra apunta a eso.
Un crítico escribió un halago tremendo: dijo que habías creado una poética.
Creo que fue Federico Irazábal, de La Nación, que es como un gran padrino para nuestra obra, porque es el director del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires y es alguien que yo logré que viniera a verla a través de insistir y gestionar y pedir por favor. Él destacó mucho los símbolos de la obra, como que hay todo un recorrido, un hilvanado, que crea símbolos poéticos que se relacionan directamente con el material: la ira, por ejemplo, del personaje de Hamlet reflejada en un escupitajo, hay un preservativo y esa imagen está representando a la sociedad, como todos ahí amuchados, acorralados, está la frente con un hilo de sangre chorreando, una catarata de agua, casi una inundación… Y pensá que todo esto era en el living de una casa. Hay imágenes muy contundentes en la obra y la tragedia, el humor, a un metro de distancia, están muy subrayados desde la recepción del espectador.
En esa casa de Colegiales hubo funciones diurnas. ¿Fue por cuestiones de coordinación de elenco o una elección?
Tuvo que ver directamente con una fidelidad con el proceso de ensayo: ensayábamos de día y de noche, y yo que, obviamente, soy mi primera espectadora, veía lo que ocurría de día: la obra realmente tiene mucho humor, pero humor negro, y tiene un nivel de sordidez que de día cobraba un lugar muy crudo, una fuerza… Aparte, todo gira en torno a un banquete familiar, una comida que se prepara para dar un anuncio a un hijo que tiene que incorporarse a trabajar en una empresa. Y es la típica comida que se pudre. Eso a la luz del día: mi casa tiene todo un ventanal y el sol ingresaba en una imagen muy power y se dibujaba en el piso, donde el mismo personaje generaba una cuestión muy epiléptica. En medio de ese ventanal rayado por el sol, con la música electrónica a la una del mediodía, uf. Entonces, no pude evitar hacerla también de día. Y después, nos gusta ir al teatro de noche, y a esa hora se oculta más todo, y ellos entraban en otra sintonía.
Así que estaban en cartel en dos modos.
Ellos actuaban sábado nueve de la noche y domingo a las dos de la tarde. Al principio costaba más el mediodía, pero hasta que se supo; después, el mediodía hubo un momento que explotó más, inclusive. Se generó algo. Aparte, es un horario alternativo, y si una obra funciona, ese horario se agradece un montón, porque no compite con horarios nuestros, de la cena, por ejemplo, ni de otras obras. Por suerte cruzó esa línea de la gente que no va tanto al teatro. Era toda una experiencia porque a la gente se la iba a buscar a una iglesia cerca, no tenía la dirección. Llegábamos y en invierno les dábamos un guiso, mantitas, una copa de vino: era un planazo.
Tiembla el Old Vic Theatre.
Re, amo ese teatro. Ahí, en el Old Vic de Londres, vi una obra, compré los derechos, fui productora y actriz. Era Estilo de vida, de Noel Coward, que la vi con Andrew Scott, que después hizo Hamlet; es el actor que está en esta serie, Fleabag [Phoebe Waller-Bridge, 2016], que hace de cura, maravilloso. El “Ser o no ser” de él está en YouTube y tomé bastante, se lo hice ver a los actores. Aparte los ingleses tienen este ritual de tomar algo en los intervalos. Y hoy estoy en un viaje: como la obra se sigue modificando todo el tiempo, en mi casa agrandé la platea, porque lo fue pidiendo. Económicamente no es redituable hacerlo en una casa, porque por más que sea exitosa uno no puede cobrar mil dólares la entrada, pero nos gusta hacerlo ahí. Aparte es como un acto de resistencia, porque estrené en 2018, nos fuimos, la hicimos en varios lugares y ahora volvimos. Sigue.
Trabajaste mucho haciendo castings y en 2013 recibiste un premio Tato por eso. ¿Te resulta más fácil, entonces, convocar elencos?
Absolutamente. Creo que todos tenemos fuertes dentro de lo que hacemos y yo siento que la dirección de actores es el mío. Tengo muchos años de verlos actuar, de estar ahí en la cancha, de ver sus técnicas. Aprendí mucho yendo al teatro: cuando hacía castings iba tres, cuatro veces por semana a ver todo. Estaba cansada de la gente que crecía y se formaba en la tele. Tenía una meta muy clara, que era traer los actores de teatro. Era como la enemiga de los representantes, pobres. Iba directo, me llevaba los flyers y llamaba a los actores para hacer castings. Estaba bueno verlos antes porque sabés por dónde laburar. Trabajé diez años haciendo eso.
¿A quiénes “descubriste”?
Yo hacía más unitarios y miniseries, pero esto del premio Tato fue por Farsantes, una tira en Pol-ka con Julio Chávez. Cuando estaban buscando el coprotagonista, que tenía que tener una relación con otro hombre, me acuerdo que se tiraron muchos nombres y sugerí que fuera Benjamín Vicuña. Tuve mucha resistencia, pero era perfecto para trabajar con Julio, por su empatía, por su rol de seductor y porque su instrumento actoral se iba a potenciar mucho desde ese lugar. Para mí ese programa en la carrera de él es un antes y un después. Si me escucha, va a decir “de qué está hablando”. Son charlas internas que teníamos todo el tiempo: “che, quién para esto”. Y después hay toda una generación: Valeria Lois, Lorena Vega, Diego Velázquez, un montón; tuve una batalla constante para que fueran a la tele. A veces la gané y a veces no, y me frustraba mucho. Cuando iba HBO cuatro meses a castear a todas las actrices argentinas, encontrar a la que iba y que HBO dijera a dedo: “esta”. Ahí decido irme a hacer lo propio. Si no, era pelearme con HBO.
Ojalá las paredes gritaran, escrita y dirigida por Paola Lusardi, va en el Teatro Solís el 24, 25 y 26 de febrero a las 21.00 y el 27 a las 20:00. Actúan Álvaro Armand Ugón, Carla Moscatelli, Gustavo Antúnez, Damián Lomba, Fiorella Bottaioli y Mauro Damisa. Entradas por Tickantel en Red Pagos, Abitab, Tienda Inglesa, web y boletería del teatro. Hay 2x1 para Comunidad la diaria.