“Es como el Corega: mantiene unida a la política uruguaya”, dice sobre José Gervasio Artigas al tiempo que señala una foto de nuestro prócer en el centro de un cartón rectangular donde aparecen representados colorados, blancos y frenteamplistas sobre hojas de papel glasé. Es el momento de la comediante María Rosa Oña en La aldea, el late night de TV Ciudad conducido por Diego González que se emite los viernes a las 21.00. El disparador de su relato son los deberes de un sobrino y su forma de ayudarlo a entender la política uruguaya.

Por ejemplo, para explicar la realidad del Partido Colorado y su poca suerte (ahora al conductor del programa y a la platea del Centro Cultural Artesano, donde se graba cada episodio) Oña argumenta que la razón de la gran huida de votantes y figuras (“como [Ernesto] Talvi”) es que la casa del histórico partido de Fructuoso Rivera está construida sobre un cementerio indio.

“¡Ustedes se callan o los mando separar!”, dice y levanta la voz por única vez en el papel de una maestra que jamás abandona su cara de póquer y su tono entre sereno y resignado.

En su libro El comediante en su laberinto (Ediciones de la Plaza, 2012) Oña afirmaba que la comedia la rescató de lo que podría haber sido “una vida aburrida y depresiva”. Ya lleva más de diez años haciendo sus unipersonales de humor, y además de su espacio en La aldea tiene una columna en Ciudades invisibles (de 9.00 a 10.00 en radio Fénix), escribe para otros y junto a Diego Vignolo da talleres de stand up en el boliche El Boulevard.

Dos recuerdos que la conectan con su impronta actoral y con su humor. A los cinco años ensaya con un vaso sobre una mesa y lo empujaba de a poco, desafiante, sobre el mantel. Su madre observa con calma el experimento. Al final, pone un dedo sobre el cristal y lo deja caer al suelo. “¿Viste? No pasaba nada. Ahora hay que juntar lo que se rompió”, le dice su madre, y sigue como si nada. “Era una persona que siempre supo rescatar el humor incluso de las situaciones más difíciles, y de mis tres hermanos mayores me quedó el humor negro”, reconoce ahora.

El otro recuerdo es el del encuentro, a los diez años, con Chico Carlo, de Juana de Ibarbourou: fue el comienzo del disfrute de la lectura.

Años después, estudió teatro con Luis Restuccia y Bebe Cerminara. Escribió para muchas obras de teatro y prefiere esa tarea a la de actuar, salvo que se trate de sus espectáculos de stand up. “No soporto la repetición”, dice. “Cuando estoy sola puedo ir hacia donde yo quiero”.

En su casa salta de la biblioteca el vistoso So, anyway, escrito por el ex Monty Python John Cleese. Allí charlamos un mediodía, cerca de dos tentetiesos bien inflados con forma de luchadores de catch. “Los voy a usar la semana que viene”, cuenta sobre la preparación de sus próximos minutos en La aldea.

¿Cómo te está resultando esta experiencia televisiva?

Acomodando el cuerpo y el alma a las cámaras y a un grupo de compañeros nuevos. A Diego [Vignolo] lo conozco desde hace años. Nos llevamos todos muy bien, pero estamos creando un espacio. Apropiarse de tu lugar lleva un tiempo.

Es un programa de televisión con público.

Sí, pero ¿ves? Mi vicio es el público que me está mirando ahí y me cuesta reconocer al público que está del otro lado de la tele. La primera vez me dijeron: “Todos los remates se los regalaste a la gente. No miraste la cámara”, y tenían razón. Estoy aprendiendo.

¿Escribís diferente para televisión?

Escribo distinto para cada actividad que hago. Me divago mucho. Si tenés diez minutos, pensá para 15. A mí me gusta mucho desarrollar una idea, entonces todavía le estoy buscando la vuelta para poder hacer eso en diez minutos y también para poder divertirme con lo que digo y, por otra parte, viendo cómo adoptar en Uruguay un formato tan yanqui como el de late night.

¿Quiénes vienen a tus talleres de stand up?

Hay de todo. Hay gente grande que es maravillosa y botijas que decís: “Ta, este muchacho en dos años mueve todo”. Luego viene el problema de encontrar lugares para hacer comedia. Tenemos gente de 18, 19 años y personas de 60 y pico que cuando las ves y las escuchás pensás: “¿Dónde estuviste todos estos años?”.

Los talleres tienen algo de terapéutico.

Los grupos son muy ricos en cuanto a que viene alguien que quiere hacer stand up, un profesor que no quiere que se le duerman los alumnos, alguien que va a escribir para murga o una señora que te dice: “Quiero subirme a un escenario y decir todo lo que quiero y me molesta”. Entonces se arma una especie de grupo de autoayuda en el que todos se dan para adelante y es terapéutico porque te das cuenta de un montón de cosas que tenías adentro, que pensabas y no sabías, y también porque mediante la palabra descubrís que podés crear mundos, situaciones. Es increíble lo que pasa cuando la máquina del cerebro se empieza a aceitar y cada persona ve que puede inventar y jugar y que puede hacer reír al otro. Es maravilloso. Cuando entrás a la escuela eso te lo sacan: “Sentate, prestá atención y no inventes”. No inventes y no inventes. Estudiás una carrera, trabajás, te tomás el ómnibus, el 104, y la creación se te apaga, sólo te quedan números. Lo viví yo y también con mis hijos. Cuando las personas se dan cuenta de que su creatividad no había muerto, sino que estaba apagada y que la puede revivir, no sabés la alegría que les provoca. Te dicen: “yo no pensé que era capaz de esto” o “nunca pensé que me podía volver a divertir tanto”. Para el uruguayo casi todo es solemne, y el artista también. Y la verdad es que si un artista logró desarrollar una obra es porque se pasó jugando. En la escuela, si en las clases de canto eras del grupo voz B quedabas relegada, y hasta hoy mucha gente piensa que no puede cantar porque le quedó eso.

Yo en mis shows canto. No canto bien, pero me divierto. Faltan muchos lugares para que la gente se pueda subir a un escenario para hacer humor.

En tu libro das consejos muy prácticos para comediantes, sobre todo para los que recién comienzan. Por ejemplo, qué hacer cuando tu material no funciona.

Todavía hay noches en las que me va horrible. Durante mucho tiempo, cuando volvía a casa después de un show anotaba lo que no había funcionado, o lo grababa, y me ponía a analizarlo.

¿Te sirvió ese ejercicio?

Muchísimo, sobre todo hablar de estas cosas con otros comediantes. A veces vos pensás que un chiste que usaste era muy sencillo, pero alguien más te hace ver que no, que tal vez sólo en tu cabeza parecía sencillo. En la comedia saber usar las imágenes es importantísimo. Te puede pasar que te parece que estás usando justo la imagen que necesitás y en realidad es cualquier cosa que nadie entiende.

¿Cómo encontraste tu estilo?

Nunca me puse a pensarlo desde lo físico, por ejemplo, en términos de levantar o bajar la voz o de usar cierta gestualidad. Siempre lo pensé desde la escritura y también a partir de la musicalidad de las palabras. Creo que eso me viene del teatro. Cuando estoy escribiendo un unipersonal es como si estuviera grabando un disco. Me gusta lo artesanal de armar una oración. Es decir, si yo pongo esta palabra que tiene dos erres con esta otra, o una puteada, eso va a necesitar cierta entonación y una forma de decir. Lo veo todo como música y baile, y de eso devino lo físico. Entonces, si me toca estar muy enojada, tal vez no levante la voz y haga algo más contenido. Siempre digo que mi idea de felicidad y reconocimiento es poder ir a hacer mi show en shorts y chancletas, que nadie diga “¿Viste cómo vino vestida?” y que se rían igual.

Jerry Seinfeld dice que en la comedia lo único que importa es hacer reír. Ninguna otra cosa es válida. ¿Qué pensás?

Es lo principal de la comedia. Si no hacés reír, sonaste. Pero todo es válido, cada uno tiene su estilo. Hay quien además busca transmitir cierto mensaje, y también es válido reír y llorar de todo lo que está pasando, como me parece que pasa en mis shows. Jerry Seinfeld usa sets de comedia muy cortos en los que cada tantos segundos hay un chiste. En un momento acá también se impuso eso como una regla: había que cumplirla, o lo que estabas haciendo no estaba funcionado. Me parece que eso termina siendo muy mecánico y no está bueno. Al mismo tiempo, es muy liberador generar un momento de “vamos a pensar juntos” tal tema. Y si en un minuto y medio no hay risa pero tenés la atención de la gente, para mí es mucho mejor que hacer reír cada tantos segundos y llevarme la cocarda del que se llevó más risas en la noche. Es más lindo el “vamos a ver si juntos nos podemos ayudar”, incluso a partir del desencuentro o el desacuerdo. Pero, sin dudas, si no hacés reír hay algo que no está funcionado. Es como un doctor que no curó nunca a nadie, ni de un resfrío.