Barry Berkman es un asesino a sueldo de Cleveland que está pasando por una crisis existencial. Esencialmente su problema es uno solo: ya no quiere matar para vivir. Cuando viaja por un encargo a Los Ángeles descubre de pronto su vocación: quiere ser actor.
Así dio comienzo ya hace algunos años esta serie creada por Bill Hader (factótum total: la escribe, la produce, la dirige y la protagoniza) y Alec Berg (veterano de mil batallas, entre ellas nada menos que Seinfeld) que nos iba contando las cuitas de Barry y cómo trataba de dejar su vida anterior atrás mientras su pasado –encarnado por Monroe Fuchs, su manejador (Stephen Root) y Noho Hank, capo mafioso checheno y su mejor cliente (un alucinante Anthony Carrigan)– porfiaba con volver y volver.
Las dos temporadas pasadas fueron un graciosísimo descenso a los infiernos a medida que Barry tiene que matar más y más gente para ocultar, justamente, su profesión de sicario. En el medio, se enamora de una compañera de clase (Sarah Goldberg), genera una relación paternofilial con su profesor (Henry Winkler) y trata de triunfar como actor en la competitiva meca del cine y la televisión.
Si en la primera temporada la serie buscaba su tono y ritmo, ya en la segunda encontró un balance perfecto entre la comedia negra (lo primordial), la acción (notable, coreografiada como en la mejor película de género) y el drama (que va creciendo). Barry es muy divertida, pero al mismo tiempo muy tensa, dado que es por completo impredecible. En esta tercera temporada todo mejora (o, para el pobre de Barry, empeora).
Atrapado sin salida
Barry retornó luego del largo receso impuesto por la pandemia pero, en su caso, evidentemente favorecida por ella. Hader (Saturday Night Live, Superbad, Trainwreck) tuvo tiempo de pensar adónde llevar su relato y tomar la que sin dudas es la mejor decisión hasta el momento: dirigir él mismo los ocho episodios que conforman esta temporada. Eso le da a la serie una unidad, una contundencia que asomaba en la temporada anterior pero aquí es abrazada por completo.
Parte de esa contundencia viene del giro inesperado que toma la trama hacia el drama, el thriller y el más puro cine de acción. Pero entendámonos desde ya, es un giro lógico, producto de las circunstancias del propio relato, que nunca descuida su carácter de comedia negrísima y absurda, sólo que ahora todo lo que ocurre pone al espectador en un estado de permanente tensión.
Todo puede pasar y Hader lo deja bien en claro desde el minuto uno: su protagonista está quebrado emocionalmente y eso lo hace tremendamente peligroso.
Si bien los mejores personajes tienen bastante para hacer –despechado, Fuchs se niega a aceptar que Barry lo ha dejado atrás y arma una suerte de “ejército de venganza”, NoHo Hank tiene su propio arco que lo lleva a Bolivia–, el foco de atención se centra ahora en Sally y Cousineau, el maestro de actuación. La primera, con su serie de televisión a punto de estrenar y una relación bastante complicada con su novio; el segundo, consciente por fin de quién y qué hace su alumno. Goldberg y Winkler entregan enormes actuaciones, merecedoras de todos los premios posibles, y sus arcos narrativos deberían ser enseñados en escuelas de cine.
Y qué decir de Bill Hader como Barry, o de Bill Hader como escritor y director de su propia serie. No hay un episodio flojo –esperarlos semana a semana fue un calvario– y sí momentos magistrales, como la persecución en moto por las carreteras de Los Ángeles, que es simplemente una maravilla. Hader logra con su personaje algo nuevo, fresco, al llevarlo hacia la crisis total. Uno nunca sabe qué puede llegar a hacer Barry en cada escena, y eso el Hader actor lo muestra perfectamente con una mirada entre impávida y continuamente impactada.
Barry lleva a todos sus personajes por un tour de force demencial que hipnotiza, angustia y, sí, causa incómodas risas. La mejor temporada hasta ahora es también una progresión lógica de la historia que se venía contando. Una de las series del año, sin dudar.
Barry, de Bill Hader. Ocho episodios de 25-30 minutos. En HBO.