Son ocho capítulos de una hora y la trama se desarrolla lentamente. Intuimos que hay algo más grande atrás de lo que parece ser sólo una secuencia de asesinatos cuando irrumpen las referencias a la XXXIX Guerra de Persia (la zona de Irán e Irak) y ya por la mitad nos damos cuenta de que estamos ante un conflicto geopolítico que tiene como origen el control de ciertos recursos naturales y como condimento, el desarrollo de inteligencias artificiales con el aspecto de robots.
Pluto, bautizada como el dios romano del inframundo (Plutón), condensa lo mejor del animé clásico: complejidad para abordar el problema del bien y el mal, construcción dinámica de personajes, animación elegante. Además, utiliza la estructura detectivesca para sumirnos en una intriga de largo alcance, al modo de (entre otras obras) la novela Fatherland, de Robert Harris, en la que un inspector de Policía termina exponiendo una trama genocida.
La serie es también una celebración de la creación de Osamu Tezuka, el maestro de la historieta y la animación japonesa, que creó no sólo decenas de universos memorables (los de Kimba, Black Jack, Fénix), sino también un esquema de producción revolucionario. Aquí las referencias remiten al mundo de Astroboy, pero recién lo advertimos (con felicidad preescolar, en mi caso) promediando la saga, dado que quien protagoniza los primeros capítulos es el europolicía Gesicht (cara, en alemán), un robot de estampa indistinguible de la de un hombre.
Esa es la clave de esta y todas las ficciones que involucran inteligencias artificiales: cuestionar qué es ser humano. Dado que el manga en que se basa Pluto comenzó a publicarse en 2003, algunos presupuestos pueden parecer superados, como el hecho de que las IA estén (en casi todos los casos) encapsuladas en la cabeza de un robot, pero eso mismo le da a la serie un impacto visual y una épica innegociables.
Pluto. Ocho episodios de una hora. En Netflix.