Es casi imposible decir algo nuevo u original sobre María Elena Walsh. Además, cada uno tendrá su María Elena, la que acompañó su infancia con canciones o poemas, así como yo la recuerdo sobre todo por esos cuatro discos que con mis hermanos poníamos de un lado y de otro en el pasadiscos portátil y por “Don Enrique del Meñique”, que me sorprendía y se convertía en mi primera canción preferida, eterna. Es tan vasta y parejamente genial la obra de María Elena, que es difícil elegir y fácil contagiar: basta su mención para que el interlocutor viaje a sus propios recuerdos, ya sea de su infancia o de la de sus hijos o nietos.

La frontera indómita

Lo cierto es que desde la década de 1960 esta argentina que el primer día de este mes hubiese cumplido 93 años se ha mantenido vigente como creadora para las infancias, cruzando generaciones en un entretejido de textos y momentos compartidos, referencia ineludible en quienes escriben para niñas y niños. Su música y su literatura mantienen la lozanía a base de una mirada lúcida de la niñez, que en su momento marcó una ruptura porque significó empezar a ver a la infancia de una manera más horizontal: “[…] la infancia no se asociará solamente con la experiencia de la inocencia sino también estará relacionada con la experiencia de la interrogación, de la autonomía de pensamiento y las posibilidades de fuga de la realidad por medio de la experiencia de la ficción. El juego al que invita María Elena Walsh en los años 60 con sus textos y canciones es el juego del lenguaje construido a partir del sinsentido heredado de las tradiciones inglesas y la comicidad que dan lugar a la poética del disparate. Un fenómeno cultural que descubre en la transgresión y el cuestionamiento el acto de ruptura inaugural de una línea estética en la literatura argentina para niños y pone en evidencia las deudas culturales con respecto a la infancia”, sostiene Laura Rafaela García en Los itinerarios de la memoria en la literatura infantil argentina. Narrativas del pasado para contar la violencia política entre 1970 y 1980.

“Su innovación más profunda consiste en haber sacado de los textos para niños la impronta del didactismo, para instalarlos rotundamente en el territorio del juego y del lenguaje, o del juego del lenguaje. Dice María Elena Walsh en una conferencia para maestras jardineras, auspiciada hace varias décadas por la Organización Mundial de Enseñanza Preescolar: ‘La poesía no ayuda más que a sí misma, sopla donde quiere y es preferible que no forme parte del temario sino del recreo, que se integre más en el juego que en la instrucción’”, remarca Elena Stapich en “María Elena Walsh y el idioma secreto de la infancia”. De un paradigma pedagogizante y moralista se transita a uno libertario y transgresor.

“Quiero ser la hija de Lewis Carroll”

Lejos de circunscribirse exclusivamente a la literatura para las infancias –como muestra vale un botón: basta con recordar la hermosísima “Como la cigarra” para desterrar esa idea–, es tan enorme su aporte a este campo que el resto de su trabajo suele quedar a la sombra de su reino del revés y su poética del disparate. Meticulosa investigadora, junto con Leda Valladares, del folclore latinoamericano, su obra para niñas y niños se vertebra en la confluencia de dos tradiciones que María Elena traduce y se apropia, “haciendo confluir en ella sus dos sangres: la inglesa del padre y la andaluza de la madre”, según sintetiza Stapich. Coplas y limericks son parte fundamental de la materia prima con la que María Elena amasa sus textos. Sin embargo, como señala la autora, María Elena “no entiende la tradición como algo a conservar, a la manera de una pieza de museo. Ella reescribe esa tradición y la echa a rodar en los textos. Su mirada curiosa y transgresora encuentra el común denominador donde otros habían señalado sólo las diferencias: en ambas tradiciones hay sencillez y disparate”.

Ilse Luraschi y Kay Sibald, en María Elena Walsh o el desafío de la limitación, postulan tres elementos que definen su poética: la sobriedad estilística, la desarticulación del lenguaje y el humor. Es este último un arma poderosa que le permite decir y comunicar, acercarse a esas infancias a las que se dirige en un plano de igualdad, apelando a divertirse juntos. Como sostiene Stapich: la posición del adulto mediador y su actitud en relación con el niño cambia. “Ya no se toma el libro como metáfora de una distancia generacional que nos autoriza a levantar el dedo con actitud pedagógica. Se lo toma para hacer brotar de él, por arte de magia, juguetes hechos de palabras, bellos juegos de artificio con los que nos divertiremos juntos durante un rato. Hasta que sea la hora de hacer cosas más serias (¿hay algo más serio que jugar?) o hasta que llegue el sueño con sus pies de algodón”.

Detrás de esa cercanía y esa ilusoria sencillez hay un trabajo formal y una postura lingüística, estilística, poética e ideológica firme. Además de subvertir la realidad, munida del concepto de disparate y de esa tradición inglesa que acunó su propia infancia, María Elena toma el lenguaje como objeto y opera de una manera revolucionaria en su tiempo: opta por el español del Río de la Plata como sustrato, se vale de anacronismos y neologismos para generar extrañamiento, palabras que Alan Pauls define como “reliquias que sólo ella supo escuchar de cerca, como voces de niño que hablaran, desoídas, en los pliegues del idioma de todos los días”. Las palabras, en la lengua de María Elena, son plásticas, admiten combinaciones, cambios, se agrandan y se achican; no son entidades estáticas que portan un significado, sino que se ofrecen como materia poética a la mano de esas niñas y niños a los que les canta y escribe, porque sus recursos son cercanos a ellos.

En papel y tinta

Alicia Origgi, investigadora especializada en la obra de María Elena Walsh, señala que el nonsense y las nursery rhymes sustentan su obra desde el primer libro para niños, publicado en 1960: Tutú Marambá. Allí ya aparece el personaje Doña Disparate, en el que María Elena traduce y recrea a la protagonista de la rima Old Mother Hubbard, una solterona que se desvive por su mascota. El procedimiento paródico se echa a andar cuando “lo ridículo de la situación provoca la desestructuración de la expectativa y se desencadena la risa que libera tensiones”; la risa, destaca Origgi, no era un elemento corriente en la literatura para las infancias en aquel momento, por eso resulta revolucionaria. No obstante, María Elena no adscribe a la idea de que la alegría y el optimismo son excluyentes en la literatura para las infancias, sino que, más bien, escribe desde la convicción de que cualquier tema puede tratarse con niñas y niños: la melancolía de “En una cajita de fósforos” y el tema de la muerte en “La pájara Pinta” son ejemplo de ello.

Es difícil centrarse en los libros de María Elena y obviar los discos, porque la poética es la misma y los personajes van y vienen de la canción al papel. Aunque es evidente que sus canciones constituyen una herencia omnipresente, que forma parte de la memoria afectiva colectiva de los rioplatenses, no hace empalidecer a su obra literaria, que incluye títulos singulares y geniales como Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966) y Cuentopos de Gulubú (1966).

El primero es una colección de limericks sobre animales en el que las ilustraciones de Vilar son fundamentales y del que comenta María Elena en el prólogo: “Los chicos y la gente sencilla se divierten mucho con estos juguetes hechos con palabras, por eso se me ocurrió intentar hacer algunos limericks en castellano. Mentiras: no se me ocurrió nada. Los limericks aparecen de pronto, como un bicho en la punta de un lápiz, y se ponen a correr por su cuenta sobre el papel”. En Dailan Kifki, lo hiperbólico y la implacable lógica que sustenta el disparate se dan la mano para contar las peripecias del elefante protagonista –que, a posteriori, se podrá leer en diálogo con otros elefantes célebres de la literatura infantil argentina, los de Gustavo Roldán y Laura Devetach, e incluso con el elefente que acude en auxilio de Don Enrique del Meñique–. Cuentopos de Gulubú, ubicado en ese universo ficcional definido por la autora en la amplitud de sus textos, incluye 16 cuentos, entre ellos “La plapla”, en el que una nueva letra juega a la rayuela en el cuaderno de Felipito Tacatún y la maestra la guarda en una cajita: metáfora del juego que se cuela en el aula, en la que está ausente, es toda una declaración de principios, al tiempo que la enunciación radicalmente cómplice de las infancias de María Elena.

En plaza

Aunque son numerosos sus libros publicados, no son muchos los que se encuentran en plaza –más allá de que aquellos que disfrutan dejándose llevar por la deriva de Tristán Narvaja o las librerías de segunda mano podrán revolver y encontrar viejas joyas escondidas–.

Los que se pueden encontrar en librerías de nuevo son: Cuentopos de Gulubú ($ 400), Dailan Kifki ($ 420), una nueva edición de Manuelita la tortuga ($ 450), Zoo loco ($ 400) y la edición vintage, de tapa dura y que rescata la original, de Tutú Marambá ($ 750). Aunque parezca un conjunto reducido, esos cinco títulos son un tesoro en cualquier biblioteca.