Llegamos antes de la hora pactada a la entrevista, así que nos recibe un coro de ladridos de los perros que corren en tropel y que Javier Peraza reúne para que podamos entrar. La casa, que es también taller y depósito, mira a la rambla del Cerro. La vista se abre hacia la bahía y la Ciudad Vieja que asoma a lo lejos. La charla se alarga porque son muchos los años transcurridos, las anécdotas, las dificultades sorteadas con ingenio y humor, las obras puestas en escena, los textos trabajados, las técnicas aprendidas y desarrolladas, los compañeros de ruta recordados.
Títeres de Cachiporra está cumpliendo 50 años de trayectoria ininterrumpida. Un camino “desde el pie” que comenzó a gestarse a fines de la década de 1960 y selló su inicio en el frío 1973 en que se imponía la dictadura cívico-militar en Uruguay. Los entonces jóvenes Javier Peraza y Ausonia Conde conjugaban dos lenguajes artísticos enraizados en sus respectivas formaciones: él en la plástica y la cerámica, ella en las artes escénicas, recién egresada de la entonces Escuela Municipal de Arte Dramático. “Me acuerdo de que la primera vez que nos encontramos fue en el entierro de Líber Arce; eso para que te hagas la idea de cómo era el contexto. También militábamos, que era bastante habitual”, recuerda Peraza sobre aquellos primeros días de trayectoria compartida.
Instalados desde siempre en el Cerro, frente a la playa, en un principio tuvieron un taller de cerámica, y llegaron a los títeres sin proponérselo de antemano y a partir de una necesidad de expresión. “A mí la cerámica no me llenaba frente a la situación que se estaba dando. No podía gritar lo que quería gritar. Por un lado, tenía las herramientas para actuar y se nos planteó, por distintos caminos, integrando la plástica, la veta de los títeres”, cuenta Conde.
La artista hace hincapié en el decir como elemento central y fundante de la compañía y de su búsqueda artística: “Nunca se encaró el títere como un entretenimiento, sino que tenía que tener un contenido para que sirviera para algo. Siempre se apuntó a que cuando hacés algo es porque tenés algo que decir”. Esa definición, y la determinación de hacer camino al andar, fueron los pilares en los que se sustentó la trayectoria de la compañía.
Los comienzos
Desde la elección de su nombre la compañía toma posición con respecto al arte que va a desarrollar: alude a la obra de Federico García Lorca, conocida también como Tragicomedia de Don Cristóbal y la Señá Rosita. Y decir García Lorca es evocar el arte unido al compromiso revolucionario, la poesía arraigada tanto en la belleza como en la crudeza de la vida; es llevar como estandarte al poeta granadino asesinado por el franquismo.
Hay también en la anécdota de la primera función de estos titiriteros cerrenses un entorno que los sitúa en la época en que les tocó vivir y que, de algún modo, define el camino a transitar. “Allá donde está la iglesia San Rafael, en Cerro Norte, había unas viviendas a medio hacer, rodeadas por un alambrado. Hubo una acción política y gente que necesitaba y no tenía dónde vivir ocupó ese lugar: familias enteras, adentro, con los chiquilines, todo. Al toque, la respuesta de la época, tipo pachequista: los milicos rodearon todo. Lo único que funcionaba era una canilla que daba agua, pero una de las cosas que hacían era impedir que te arrimaras desde afuera para que la gente no pudiera llegar con comida, ropa, abrigo. Me acuerdo de que hacía frío. Esa situación se estiró y era horrible, sobre todo para los niños. Se nos ocurrió la idea de hacer una función. Teníamos nada más que tres títeres con los que estábamos investigando, y no teníamos todavía ninguna historia. La cosa es que mandamos los títeres para adentro y armamos la primera función de Cachiporra. No había puertas ni ventanas, clavé una frazada vieja a modo de retablillo y empezaron a llegar primero los chiquilines, después los grandes. Improvisé sobre la situación allí adentro y la gente se empezó a reír. Lo más insólito es que pasa un ratito y veo que unos milicos se empiezan a acercar y a mirar los títeres, y algunos se empiezan a reír. En un punto, se rieron un poco todos. Al día siguiente vino el desalojo a puro palo y sin perdonar a nadie. Ese fue el arranque del grupo”, cuenta Peraza.
Pero a ese comienzo, que quedaría como un mojón del que ahora se cumplen 50 años, llegaron tras dos años de trabajo constante y metódico, de investigación. Y quizá la semilla original que los llevó al encuentro con los títeres haya que rastrearla lejos, en las huellas de la infancia.
Peraza recuerda una antigua función de títeres en la que trabajó cuando estaba en cuarto de escuela como una pequeña marca latente que vino a aflorar en aquella búsqueda artística. “No hubo más remedio que ser autodidacta”, sentencia, y agrega: “Fue raro en el sentido de que había pocos antecedentes, no tenías de dónde agarrarte. No había escuela, incluso ahora no hay una escuela formal para ser titiritero. Gran carencia”. Esa búsqueda se caracterizó por la constancia y la disciplina, un trabajo del día a día.
“Ausonia puso una metodología que tenía que ser como en la escuela e integrar toda la parte de la actuación, incluso lo corporal”, recuerda Peraza, y Conde desarrolla: “Toda la parte de la acción dramática de los personajes, trabajar su interior. Me acuerdo de que en un momento nos había llegado un libro de un autor argentino que había editado el Club de Grabado, con ilustraciones de Leonilda González... Nosotros hicimos un camino totalmente distinto. Cuando nos enfrentamos en el año 81, allá en el Chaco, a otro grupo de títeres en nuestro primer festival, en la primera salida que hacía el grupo al extranjero, había un abismo entre los títeres argentinos en la manera en que usaban el muñeco con la técnica de guante. Es la más difícil de llegar a la síntesis, después nos dimos cuenta. Lleva mucho tiempo de maduración y de experimentación poder llegar a transmitir las ideas”.
Arte en familia
La trayectoria del grupo se enraizó junto con la historia familiar, y con el transcurso de los años se fueron incorporando los dos hijos de la pareja, Javier y Primavera, y posteriormente los nietos. “El que tuvo una participación desde que empezó a caminar fue Javier, nuestro hijo. Nosotros trabajábamos en la construcción de un personaje, esas búsquedas. Él tenía dos años y estábamos con la Commedia dell’Arte, con el personaje de Polichinela, y sale Javiercito haciendo el personaje”, rememora Conde.
Los primeros años fueron de aprendizaje. Daban funciones en fiestas de cumpleaños para subsistir. “Siempre me acuerdo de unas cuantas funciones que surgían porque había necesidad de que se reuniese determinada gente y se simulaba una fiesta de niños, por ejemplo, entonces allá íbamos con los títeres mientras se hacían las reuniones”, recuerda Peraza.
“Siempre tuvimos claro que la reflexión frente a una idea que se plantea artísticamente es buena, en la medida que permite generar diálogo. En ese momento significaba decir cosas que no podías decir de otra manera, y el títere era extremadamente adecuado porque es bastante intocable en ese sentido, y como la herramienta fundamental es el humor permitía muchas cosas”, comenta Peraza. “El títere sugiere, hagas la técnica que hagas. Es un campo muy grande en el que podés explorar. Fue muy gratificante tener esa herramienta para poder expresarnos”, agrega Conde.
La primera presentación en una sala fue con Pinito riega las flores, en el teatro de la Asociación Cristiana de Jóvenes en 1975. Poco después, en 1977, estrenaron La tragicomedia de Don Cristóbal y la Señá Rosita, una obra para adultos, en la microsala de Cinemateca en Lorenzo Carnelli. “Armamos todo un aparato de no creer: era en dos actos y entre uno y otro cambiamos la escenografía. Prácticamente todas las técnicas las introdujimos en ese espectáculo: sombras, títeres de varilla, teatro negro”, cuenta Peraza.
De aquellos años destacan también el espectáculo Entremanos, junto con el músico Luis Trochón, con quien habían trabajado en una puesta en el recién estrenado Teatro del Notariado. “Iniciamos una relación artística muy linda con Trochón y terminamos haciendo un espectáculo en el teatro Tablas, que estaba en la calle Ibicuy, que era de [Alberto] Restuccia y [Luis] Cerminara, que también fue un lugar donde en ese momento se hicieron cosas bien interesantes. Armamos ese espectáculo que se llamaba Entremanos, con Trochón que cantaba en vivo y nosotros poníamos imágenes”.
Visitar a los vecinos
Un hito en la trayectoria del grupo fue su primera salida a un festival en el extranjero, que los pondría de cara a lo que se hacía en este arte en otras partes del mundo. Fue en 1981 a raíz de una invitación a participar en un festival en Resistencia, la capital de la provincia de Chaco, en Argentina. Las vicisitudes del viaje, a pulmón y enfrentando las dificultades propias de la época y de la inexperiencia, son un capítulo aparte de anécdotas recordadas con humor y añoranza.
“Confrontamos con grupos de toda Argentina, incluso había venido un yanqui de una universidad de arte de California. Habíamos andado muchísimo, y la reacción de los colegas fue fantástica. Y en los hechos significó que se nos abrieran las puertas para ir para allá. Nosotros estábamos muy ahorcados, no podíamos trabajar en escuelas públicas ni en muchos lados, estábamos en una lista negra como mucha gente. Se nos abrió un camino nuevo y al toque nos terminaron invitando a hacer funciones, a dar talleres, a la universidad. Empezamos a tener una salida que nos permitió sobrellevar esos años tan difíciles”, destaca Peraza.
Posteriormente viajarían a festivales en Curitiba y Canela, en Brasil, que también les abrirían las puertas al contacto con grupos de todo el mundo y a posibilidades de formación y presentación de su trabajo.
Fuenteovejuna, señor
“Una de las hazañas que nos permitimos fue montar Fuenteovejuna, en el 84, pero el trabajo empezó en el 82. Fue una aventura enorme, un riesgo muy grande. Tuvimos largo tiempo de búsqueda porque había que trabajar ese texto en verso”, cuenta Conde. La obra de Lope de Vega, en la que mantuvieron el texto en español del Siglo de Oro, se presentó en la Alianza Francesa aquel año en que el país vivía la efervescencia del regreso de la democracia. Aunque en su presentación en Montevideo fue un fracaso de taquilla –hicieron ocho funciones, cada una con 13 espectadores–, llenó dos veces una sala similar al Solís en un festival en Paraná, Argentina, y otras tantas una sala para 600 personas en Curitiba. Cuando volvieron, diez años después, a esa ciudad brasileña, gente del público se acercaba para comentarles que recordaban aquella puesta.
Las participaciones en festivales en Brasil les permitieron acceder a un medio en el que el teatro de títeres gozaba de prestigio y se enseñaba en la universidad como parte de la carrera de arte dramático. Esa constatación ponía en evidencia “los años luz que nos separan de los vecinos”, a decir de Peraza. “En Uruguay no hay ningún lugar donde se enseñe oficialmente. Hubo momentos en que en la UTU estaban con la cuestión de valorizar los saberes, con la idea de rescatar y no permitir que se extinguieran ciertas profesiones, manuales sobre todo. Se logró que aceptaran la evaluación y con la Asociación de Titiriteros del Uruguay conseguimos que vinieran dos catedráticos, de Brasil y de Argentina, para evaluarnos a nosotros a Tato y Quela [Gustavo Martínez y Raquel Ditchekenian, de Títeres Gira-Sol], y a partir de eso nos otorgaron un certificado de idoneidad. Fue un paso interesante”, agrega.
Incendio y después
En 1987 hubo un incendio en la casa de los Peraza Conde y el fuego consumió absolutamente todo. Fue momento de empezar de cero. En ese tiempo montaron la obra Circo, que estrenaron en 1990 y que alcanzó más de 2.000 presentaciones. “Cuando se nos quemó la casa, los compañeros de la intendencia, para ayudarnos, nos propusieron hacer un espectáculo en la Feria de la Alimentación, en el Parque Central. Lo preparamos acá e hicimos un circo en teatro de sombras. Los que más trabajaron fueron nuestros hijos”, recuerda Peraza. Esa obra sería seleccionada como representante de América Latina en una extensa gira por Canadá y Estados Unidos, con motivo de los 500 años del descubrimiento de América.
Ya en los 2000, se suceden numerosas obras, entre las que se destacan Prometeo, en el teatro Solís; El principito; Sopa, que en 2013 fue galardonado como el mejor espectáculo extranjero en el Festival de La Habana, Cuba; Don Quijote de la Mancha, en 2017 en El Galpón; Las aventuras de Don Brígido; la participación en Las mil y una noches, con la Comedia Nacional; y, en 2021, Abelardo, el hombre que jugaba.
Presente y futuro
Para este año, con motivo del cumpleaños número 50, tienen pensado montar la obra de Lorca que da nombre a la compañía, algo que proyectan para octubre. Ahora están prontos para presentar su flamante Imaginoscopio en el Castillito del Parque Rodó el viernes 21 a las 18.00 y el sábado 22 a las 15.00. Se trata de una variación de las obras para una sola persona, un proyecto que surgió a partir de un taller de teatro de sombras que dieron unos titiriteros españoles en el Centro Cultural de España.
Peraza hijo dice que “para muchos de los efectos que ellos lograban en forma digital nosotros habíamos hecho cosas similares en forma análoga, pero había cosas que como herramientas eran interesantes. Nosotros habíamos hecho un experimento que se llama Titiriscopio, las famosas cajitas donde se hacen los miniespectáculos con cosas chiquitas: hay un titiritero de un lado, un espectador del otro y se hace la función. El planteo era hacerlo más grande, que fuera una función para varias personas, pero también tenía hologramas y eso me entusiasmó. Lo planteamos en Fortalecimiento de las Artes el año pasado y el proyecto ganó, y se sumó Fernando Goicochea en el piano. Lo que se pretende es que de afuera veas el teatro Solís, la idea es que no sea ploteado sino maqueta. Mide dos metros y medio de largo y tiene visores que aumentan a tres metros y pico todo el aparato. Pasó a ser el Imaginoscopio, un nombre que me pareció más amplio y sugerente. La idea no es hacer un espectáculo sino 200 obras distintas y que sea un elemento más de trabajo. Son espectáculos cortitos, que van a durar entre tres y cinco minutos. La idea es que puedan verlos ocho espectadores en forma simultánea, por ahora está para seis. Aunque parezca una pavada, tiene muchísimas cosas que hay que solucionar: proyectar el holograma, que tiene sus complejidades; la idea es que se controle el haz de luz igual que en el teatro”.