Igual que el de los Kirchner, los Clinton o los Underwood, el matrimonio de los Wyler es una sociedad orientada a la obtención de poder político en la que los miembros se turnan para alcanzar la cima. En realidad, ella, Kate Wyler, no tiene tan clara la naturaleza de la empresa: su esposo, Hal, es un hombre con tantos recursos como objetivos escondidos.
Por eso, la diplomática se pasará toda la intensa primera temporada de la serie tratando de entender en qué jugada la han metido al nombrarla embajadora de Estados Unidos en Londres, cuando hasta entonces ha venido trabajando con bajo perfil en zonas conflictivas del Tercer Mundo.
Además, tiene que atender su trabajo: apenas llega a Reino Unido, se desata una crisis que puede llevar a una nueva guerra mundial. Es ficción, claro, pero hay conexiones obvias con nuestra realidad: Rusia está metida en Ucrania, Estados Unidos tiene un presidente demasiado veterano que busca ser reelecto.
Mezclado con todo eso vienen la sostenida ruptura del matrimonio Wyler y una creciente tensión sexual entre la protagonista y el ministro de Relaciones Exteriores británico. Keri Russell, conocida por The Americans, encarna muy bien a esta mujer que debe improvisar en varios frentes mientras trata de averiguar a qué juegan los demás y cómo jugar ella misma.
La diplomacia y la política son manifestaciones de una misma voluntad y –ahora lo sabe Ernesto Talvi– están conectadas más íntima y peligrosamente de lo que suele percibirse, parece decirnos Debora Cahn, guionista y productora de La diplomática famosa por explorar, en esos mismos roles, el ambientún de los servicios de seguridad estadounidenses en Homeland. En el último capítulo queda claro que su nueva serie recién empieza, y hay una segunda temporada en marcha.
La diplomática. Ocho episodios de 50 minutos. En Netflix.