Parecería que la creación del escritor Erle Stanley Gardner goza de muy buena salud. Recreado por Ron Fitzgerald y Rolin Jones para esta encarnación que mantiene la ambientación de época de la década de 1930 en Estados Unidos, el otrora puntilloso abogado es ahora un verdadero antihéroe pulp.

Perry Mason tiene varias versiones en la pantalla, de las cuales la televisa a cargo de Raymond Burr es la más famosa. Dejando de lado las ingenuidades del material literario original (que, seamos honestos, nunca voló demasiado alto) y permitiendo variadas aristas morales, temáticas e incluso estéticas, la versión en HBO de Perry Mason es un verdadero decálogo del noir y también una entretenida serie de juicios (o courtroom drama, como tiene a bien denominarse el subgénero).

Lo de decálogo noir viene a cuento porque en esta segunda temporada Mason se ensucia las manos, juega con las reglas del enemigo y logra muchas veces victorias pírricas por fuera de los inmaculados salones de justicia. Es acaso una versión adulta del personaje, desencantada aunque no cínica, más acorde a nuestros tiempos, pero con un grado de seriedad y formalismo que la aleja de cualquier concepción “moderna”. En esta Perry Mason pocas veces el sistema funciona o siquiera podemos creer que lo hace.

Para este segundo caso retomamos con Perry lamiéndose las heridas del primero. Porque aunque aquel pareció terminar más o menos bien, nos enteramos de que hubo inesperadas y trágicas consecuencias para la clienta de entonces, que tienen ahora al abogado y a su socia, Della Street (Juliet Rylance), alejados de la práctica criminal y concentrados en la labor civil. No obstante, pronto habrá un nuevo asesinato y aparecerán dos cabezas de turco entre la comunidad mexicana inmigrante, los hermanos Mateo y Rafael Gallardo (Peter Mendoza y Fabrizio Guido).

Así, en un caso que corta diametralmente las clases sociales, puesto que vamos desde el mundo de los millonarios y empresarios hasta los barrios pobres donde no parece haber nunca esperanza (y pasamos también por la comunidad negra, en una subtrama que protagoniza el investigador Paul Drake) e iremos descubriendo que no hay demasiada luz al final del túnel y que todos, más o menos, son culpables de algo.

Lo mejor de la serie es la creación de una “densidad social”, por llamarla de alguna manera, que muestra cuán difícil es subsistir en esta época (en todas las épocas) en la que cualquiera está apenas a una mala decisión de arruinarse la vida.

El caso, muy clásico, efectivo y pulp en su construcción, se presenta en unos cinco primeros episodios a todo trapo, que recuerdan a Dashiell Hammett o a la Chinatown de Roman Polanski antes que a la obra de Gardner.

Más allá de algunas repeticiones en la estructura de la primera temporada, Perry Mason sigue siendo una maravilla de producción, recreación de época y actuaciones, un placer para la vista y el oído (la banda sonora de Terence Blanchard es una maravilla). Lo mejor pasa por su creación de un universo que funciona por sí solo, en el que el caso principal es importante, sí, pero también pesa que está rodeado por criaturas de carne y hueso plenas de pequeñas miserias y vanas aspiraciones. Porque la serie se toma tiempo para construir diversos personajes atractivos que orbitan al trío principal y que son, en sí mismos, la parte más destacada del asunto.

El ahora investigador de la fiscalía Pete Strickland (el siempre brillante Shea Whigame), la nueva novia de Della, Anita (Jen Tullock), el policía corrupto Holcomb (Eric Lange) y el propio fiscal de distrito Hamilton Burger (Justin Kirk) terminan –todos ellos– fundamentando y dando relevancia a la serie y a su protagonista, un héroe con pies de barro, un dañado justiciero que hace lo que puede con lo que tiene, algo verdaderamente muy raro de ver en la pantalla hoy y siempre.

Perry Mason. Ocho episodios de aproximadamente 60 minutos. En HBO Max.