La acción transcurre en la actualidad (hay una divertida mención al blockchain, por ejemplo), en un lugar llamado Glen, pero con detalles retro como el grano de la imagen y otras imperfecciones obviamente agregadas en posproducción. La acción podría ser parte de The Wire, con su colección de personajes pintorescos que viven por fuera de la ley, aunque el realismo de la serie de HBO aquí está caricaturizado.

Es que El clon de Tyrone, la reciente película de Netflix dirigida por el debutante Joel Taylor, es un homenaje a la blaxploitation de los años 70, aquellos films en donde actrices y actores negros interpretaban personajes que muchas veces reforzaban estereotipos en un intento por escandalizar y provocar a la audiencia.

Queda claro que estamos ante una de esas historias cuando conocemos al trío de protagonistas: el traficante Fontaine (John Boyega), el proxeneta Slick Charles (Jamie Foxx) y la prostituta Yo-Yo (Teyonah Parris). Estos terminarán envueltos en una aventura de ciencia ficción que podría perfectamente haber sido un episodio de Black Mirror si a sus creadores todavía les hubiera interesado discutir sobre los usos nocivos de la tecnología en nuestra sociedad.

Resumiendo el comienzo: Fontaine anda detrás de Slick Charles para cobrar un dinero, pero es baleado por la competencia. Al otro día vuelve a visitar al chulo como si nada hubiera ocurrido, y este le pide a Yo-Yo que por favor diga que vio cómo la noche anterior lo dejaban como un alfiletero. Algo raro está sucediendo y estos tres se convierten en un grupo de investigadores amateurs, como la pandilla de Scooby-Doo pero con un poco menos de inocencia.

El guion avanza a buena velocidad y en poco tiempo se encuentran por primera vez en un laboratorio subterráneo, donde Fontaine encuentra su propio cadáver y descubre que es un clon. Y si bien hay una pequeña y lógica reflexión sobre la identidad ante esta clase de desarrollos científicos, los balazos y las puteadas tienen prioridad sobre la filosofía en esta divertida comedia, que no por ello deja de ser punzante.

Lo siguiente que descubren es toda una conspiración relacionada con productos de (estereo)típico consumo por parte de la población afroestadounidense, como el pollo frito, la crema para la permanente o el jugo de uva. Mediante componentes secretos alguien parece tener el poder de controlar a la población de Glen y todo indica que una vez más el poder está en manos de los blancos.

Taylor, que coescribió el guion junto a Tony Rettenmaier, construye una aventura de género partiendo de la ansiedad racial, así como lo supo hacer con éxito (y un poco de exageradas alabanzas) su colega Jordan Peele en 2017 con ¡Huye! (Get Out). En estas sociedades caricaturizadas se presenta el racismo endémico como parte de complots de fantasía, pese a que están absolutamente “basados en hechos reales”. Y en El clon de Tyrone la cosa va un paso más allá al utilizar el filtro setentero (no solamente el visual) para construir este mundo.

De los protagonistas, Foxx y Parris son quienes más parecen disfrutar de la libertad de construir personajes chillones y puteadores, mientras que Boyega apela a la misma gravitas forzada que tanto éxito le dio a Jonathan Majors (Lovecraft Country, Creed III), y confieso que en ninguno de los dos casos me convence lo que veo en pantalla.

Con Boyega como leading man recio secundado por dos laderos graciosos, la historia recorrerá sitios también estereotípicos, como el local de strippers o la iglesia, pero también una red subterránea que rivaliza a la Iniciativa Dharma, con Kiefer Sutherland como figura (blanca) visible. Habrá derrotas dolorosas, reagrupamientos y una venganza catártica en el momento preciso.

Al igual que a la mayoría de los episodios de Black Mirror, le haría bien una reducción de minutos para darle más potencia al resultado final. De todos modos, supera ampliamente el promedio de los estrenos originales de Netflix y tiene suficiente personalidad como para dejar un buen recuerdo en la audiencia.

El clon de Tyrone. 122 minutos. En Netflix.