Es casi mediodía y llueve en la Ciudad Vieja. Luego de una nota en la radio, Mirella fuma un cigarro en la puerta de la emisora mientras mira pasar a trabajadores y turistas por la peatonal Sarandí.

Un rato más tarde, en un café que conserva la paquetería de otras épocas evoca con nitidez tres momentos como espectadora de cine: “Cuando era chica iba mucho. Mi madre y mi tía nos llevaban a mí y a mi prima. La primera película que vi fue El mago de Oz, recuerdo que me dio mucho miedo. Después veía las películas de Marisol [la española Josefa Flores]; imaginate la edad que tengo. Mi madre, cuando quedó embarazada, iba mucho al cine. De hecho, sacó mi nombre de un personaje de la película italiana Domani è troppo tardi. Hasta hace poco yo iba mucho al cine Casablanca, de tarde, entre semana, cuando no hay nadie”, dice, y de inmediato, adivinando la intención del entrevistador, aclara que nada de esos recuerdos se conectan con una vocación temprana.

Reconoce, sin embargo, un interés quizá más intenso: “Mi padre era músico y siempre decía: ‘Yo soy un artista’. Viste que a los diez años empezás a descubrir lo que significa la muerte. Entonces me puse a pensar en cómo podía evitarla. Podía trabajar de doctora, para curarme yo sola, o como artista. Había escuchado en algún lado eso de que los artistas no mueren”.

Mirella es una mujer jubilada que recibe una llamada esperanzadora en Nélida (2023), un atractivo y muy uruguayo corto dirigido por Marina Artigas y Celeste Lois, que actualmente compite en el festival de cine de Huesca. Es Delma Ramírez, la amorosa abuela de Fito Páez, en El amor después del amor (2023), la exitosa serie dedicada a las aventuras del cantante argentino que se puede ver en Netflix. En El visitante (2022), del director boliviano Martín Boulocq –ahora en cartel–, es Elizabeth, una mujer elegante y discreta, dedicada a su misión de pastora evangélica y jefa de familia obligada a mantener en orden varias fachadas al mismo tiempo. También es la abuela del joven actor Lucas Ferro en Desperté con un sueño (2022), del argentino Pablo Solarz, que podrá verse la próxima semana en cines japoneses en el marco del festival cinematográfico de Skip City.

El resumen es el límite superior de una larga lista de trabajos que incluye una veintena de films, y producciones locales e internacionales de historias costumbristas (Alelí, Leticia Jorge, 2019), retorcidas y experimentales (Vigilia, Julieta Ledesma, 2017), reflexivas (El cuarto de Leo, Enrique Buchichio, 2009) o delirantes y pop (Miss Tacuarembó, Martín Sastre, 2010).

“Toda la vida trabajé, y arranqué cuando tenía 19”, cuenta sobre su forma de ganarse la vida antes del cine. “Hice de todo: vendí tuppers, libros, créditos, casa por casa, y fui cajera en la farmacio Bessio. Yo no sé vender, me las ingeniaba porque tenía que hacerlo, pero sí me gusta charlar y relacionarme con la gente. El último que tuve fue el mejor trabajo de mi vida”, rememora. Hasta principios de 1988, en el segundo piso de un edificio de la calle Río Negro casi 18 de Julio, donde estaba instalada la financiera Créditos, se desempeñó como una de las secretarias de la gerencia: “Todos los días sumábamos con una calculadora las ventas de todos los locales, y después subíamos con esos papeles al tercer piso, donde estaban los directores. Me sentía muy a gusto en ese lugar”.

Mientras tanto, Mirella estudiaba otras cosas. “Tenía la inquietud de comunicar, y de mejorar en esa área”. Hizo teatro y se anotó en un curso de periodismo de UTU. “Trabajaba todo el día y de noche estudiaba. Cuando llegaba a casa, mis hijos ya ni sabían dónde estaba la túnica y comían todos los días churrasco, porque a mí no me daba el tiempo para nada. Tuve que dejar”, dice con algo de pena.

Estuvo algunos años en una compañía de teatro que prefiere no nombrar, hasta que un comercial de televisión para la UTE la llevó a conocer a la dupla Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.

El año que viene se cumplen 30 años del estreno de Whisky. ¿Cómo eran esos dos jóvenes de veintipico que tenías como directores?

Juan Pablo era una persona muy sensible y tenía musicalidad para transmitirte lo que quería. La receta que me daba era “naturalidad con una pizca de actuación”. Me decía: “Tenés que entender que hay una cámara ahí y que estás haciendo algo para alguien, pero con naturalidad”. Eso no me lo olvido más. Pablo era más sencillo. Me acuerdo de estar con Andrés Pazos y Jorge Bolani filmando, y de comentar: “Che, ¿esto qué es? ¿Un drama, una comedia...?”. Juan Pablo decía que era un drama y Pablo decía que era una comedia. Eso creo que los define. Eran los dos muy amorosos. Aprendimos muchísimo con ellos.

¿Qué sensaciones recordás del momento de filmar por primera vez la escena en que Jacobo levanta la cortina metálica de su negocio?

Un frío helado, desolación. Y pobre Andrés, que tenía problemas de columna: levantar esa cortina le costaba un montón cada vez que lo tenía que hacer.

¿Cómo fue cuando te viste en la pantalla grande por primera vez?

A mí me tocó ver Whisky por primera vez en el festival de Cannes. Fue impresionante, porque además de la emoción de estar viendo la película, cuando terminó la gente empezó a aplaudir y una luz nos enfocó a los tres actores y nos tuvimos que parar frente a toda esa gente. Fue mucho, demasiado, todo junto.

Lo que más me impactó fue ver mi nombre en la pantalla. Por suerte, en los estrenos logro engancharme con la película que estoy viendo. Me puedo separar del personaje y me conmuevo como si fuera otra película, como me pasa con Los puentes de Madison, que lloro cada vez que la veo. Después, en una segunda instancia, puede ser que me empiece a criticar cosas.

¿Cómo aprendiste el oficio de la actuación en cine?

Con el trabajo, y creo que la intuición también me ayudó. Al principio me llamaban por Whisky. Entonces, con mi poca experiencia en cine, pensaba que querían un personaje similar. De a poco encontré la forma de amoldarme a lo que se necesita en cada ocasión. Aprendés de los diferentes directores y actores con los que trabajás, hasta que un día llegás a un punto en que decís: “Ya sé hacia dónde moverme”, y eso te da otra solidez.

¿Tu profesión como actriz te ayudó a confiar más en vos?

Mirá, en el teatro padecí bastante. Estuve en una institución donde la gente, la verdad, me tuvo en el banco de suplentes por muchos años. Hice mucho teatro para niños, que lo disfruté y me encantó, pero en ese momento yo no me valoraba tanto. Parecía que si no habías salido de la EMAD [Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático] no eras nadie. Empecé en el cine sin ninguna expectativa más que las de trabajar y disfrutar de lo que estaba haciendo. De entrada, para Whisky, en las pruebas de vestuario me daba cuenta de que cuanto peor vestida quedaba, mejor para el papel. Además, en ese momento yo empezaba a tener arrugas y eran parte del personaje, así que lo tenía que aceptar. En el cine no me cuestioné ni me cuestiono nada. En la vida puedo tener mis inseguridades, en el cine confío en mi ser.

¿Tenés alguna rutina en particular para cada rodaje?

Para mí es fundamental la concentración. Mientras estoy en la filmación, está el personaje. Hay actores que hacen ocho mil cosas entre corte y corte: hablan por teléfono, arreglan negocios, charlan con los amigos. Yo me mantengo en el personaje y espero lo que haya que esperar. Es lo que a mí me sirve; puedo ser solitaria sin ser antipática con mis compañeros, pero me resguardo mucho.

Trabajaste con muchos directores, de diferentes países. Además de Rebella y Stoll, ¿a quién más destacarías?

Álvaro Brechner es un director impresionante. Cuando terminamos de filmar La noche de 12 años [2018] le dije: “Me agotaste”. En la escena en la que mi personaje [Lucy Cordano, la madre de José Mujica] va a visitar a Pepe a la cárcel, tenía pocas frases pero difíciles de decir. Álvaro manejaba la sorpresa. Se me aparecía de repente y me hacía cualquier cosa; cada vez que repetíamos la toma probaba con algo diferente, y yo estaba agotada que ya no podía más, pero igual quería seguir porque sabía que cada vez estábamos logrando algo mejor.

También destaco a Julieta Ledesma [Vigilia] y a Julia Zolomonoff [El último verano de la boyita, 2009] que son grandes directoras, y a Felipe Gómez Aparicio [uno de los directores de El amor después del amor] y a Martín Boulocq. La verdad es que no he tenido malas experiencias. Una sola vez, diría: la directora de la película era argentina y como se trataba de una coproducción mandaron a un director de fotografía colombiano. Nunca se llevaron bien entre ellos y eso afectó todo el rodaje.

¿Sos de sugerir ajustes o cambios en tus partes del guion?

Ah, sí. Cuando lo siento, lo sugiero o pregunto: “¿Por qué tiene que ser así?”.

Poner en práctica esa fórmula de talento con una pizca de naturalidad por la que se te reconoce no debe ser igual de fácil en cada caso.

Si el director me dice: “No, tiene que ser de tal forma”, le voy a responder: “Bueno, yo lo hago así, pero vas a ver que no funciona”; entonces, seguramente probemos de otra manera. Claro, el director también me puede convencer. Por ejemplo, lo que hablábamos de la escena de La noche de 12 años. Mi personaje tenía que decir: “Los únicos derrotados son los que bajan los brazos”. ¿Cómo hacés para que eso no te quede como una frase hecha? Bueno, con la ayuda de Álvaro lo logré. Muchas veces estás muy pendiente de la letra, y cuando filmás tenés que entregarte a la vivencia de lo que está pasando en la historia, eso es lo más difícil.

Voy a volver a Whisky. ¿Cuándo fue que encontraste la esencia de Marta, tu personaje?

Me acuerdo perfecto. Estábamos ensayando y yo no lograba conseguir lo que buscaba. Algo le faltaba al personaje, daba muy joven. Por suerte, tuvimos mucho tiempo para ensayar y lo usábamos para improvisar mucho. En una situación Jacobo llamaba a Marta a la oficina y le decía que tenía un problema con una de las empleadas, y ahí Marta, con ese cierto temor y respeto que le tenía a su jefe, defiende a su compañera. Yo siento que ahí nació Marta. Ese fue un gran hallazgo de los directores.

¿En el cine encontraste tu lugar en el mundo?

Sí. Yo me crie en una familia tipo y a los 17 años me paré en el borde de la puerta y alguien me empujó a la vida. Esa es mi sensación. A los 19 años ya tenía dos hijos, me fui a Argentina, a Chile, volví. Me casé tres veces, me divorcié, ya no lo intento más. Nunca planifiqué nada. Mi sueño en la vida era ser madre. Antes se usaba, qué sé yo. Quería estudiar, ser asistente social, también. Tuve cuatro hijos, no me puedo quejar. Pero después la vida me fue llevando, trabajando de una cosa y de otra, sin mucho tiempo para pensar qué quería hacer. Ahora que estoy acá, quiero quedarme. Para mí el cine es una motivación, disfruto de lo que hago, me siento más segura, incluso en un momento de pausa como el de ahora, que estoy en pantuflas en mi casa esperando a que se concrete un nuevo proyecto. Lograr una continuidad y tener siempre una película para estrenar es algo que no quiero perder.

El visitante, de Martín Boulocq, está este sábado y domingo a las 16.10 y 22.30, y el próximo miércoles a las 21.40 en Cinemateca (Bartolomé Mitre 1236), y el jueves 20 a las 20.00 en la sala Lazaroff (intercambiador Belloni).