Nos gustan las rachas, los récords y cuando estos se rompen. Por eso hay una organización que manda a sus escribanos a cualquier rincón del mundo a registrar hazañas únicas (bueno, por eso y porque los escribanos los debe pagar la persona que busca romper el récord). Rachas, récords y “maldiciones”, porque seguimos con la necesidad de creer en cosas más allá de nuestro limitado raciocinio.
¿Se acuerdan del estreno de The Last of Us? El enfoque de muchos medios (incluso este) fue cómo se había derrotado la maldición de que los videojuegos no tenían buenas adaptaciones audiovisuales. Ahora al menos hay una. Y lo mismo parece haber ocurrido con las adaptaciones con actores de carne y hueso de historias que vienen del manga y el animé, gracias a una serie cuya primera temporada acaba de empezar y terminar en Netflix (porque vuelcan todos los episodios al mismo tiempo).
One Piece es un manga que empezó a publicarse en Japón en 1997 y al día de hoy tiene más de un centenar de volúmenes recopilatorios disponibles en toda clase de idiomas alrededor del mundo. Apenas dos años después de su salida, se estrenó el animé, que al día de hoy... me cuesta decirlo, porque una parte de mi cerebro no logra aceptarlo... al día de hoy tiene más de 1.000 episodios estrenados. Friends, por ejemplo, tuvo 236 episodios. Seinfeld, apenas 180.
En ambos casos la historia es la misma: un joven entusiasta llamado Monkey D Luffy pretende convertirse en rey de los piratas una vez que encuentre el tesoro del título, botín cuya existencia llevó a muchas personas a hacerse al mar y comenzar a cometer pillerías. Luffy formó una tripulación y con ella protagoniza aventuras delirantes y coloridas.
Cuando se supo que Netflix estaría a cargo de la adaptación con actores, muchos pensaron que se reeditaría lo ocurrido con Cowboy Bebop, serie animada de culto que no fue bien recibida. De Death Note mejor ni hablar. Sin embargo, con el estreno de One Piece ocurrió algo muy extraño. Los primeros comentarios fueron de incredulidad, como diciendo “No entiendo por qué me estoy divirtiendo”, hasta que muchos terminaron de ver la temporada y debieron asumir que efectivamente habían pasado un buen momento. Y que otra maldición parecía haberse roto.
Por supuesto que los resultados pueden variar. Pero en el caso de este cronista, que apenas si vio el primero de los 1.000 y pico de episodios de la animación (y no leyó el manga), el resultado entra claramente en el lado disfrutable de la vida. Sin tirar petardos, pero lejos de sufrir para terminar de verlo. ¿Será que la fórmula del éxito estaba en respetar el material original? Eso dicen, pero yo no puedo opinar al respecto, como queda claro en este mismo párrafo.
Lo que sí puedo afirmar es que hay una intención clara de contar una historia alejada de ese realismo que suele afectar al intento de traducir un dibujo (animado o no) a la realidá. Desde el vestuario parcialmente anacrónico, pasando por los gestos del protagonista y las peleas con uso de wire fu, es decir, el uso de alambres y poleas para que los movimientos de los protagonistas sean superhumanos.
Uno de estos elementos es más difícil de aceptar que los otros, e increíblemente es el que solamente se logra con dirección de actores. El mexicano Iñaki Godoy es el mencionado Luffy, un optimista de pura cepa cuyo objetivo es perseguir su sueño y ayudar a cumplir los sueños ajenos (o, en el peor de los casos, correrse del camino para no entorpecerlos). Sin embargo, sus morisquetas en los primeros episodios entran casi en un uncanny valley, como si en realidad estuviera animado por computadora y nuestro cerebro no pudiera procesarlo.
Con el correr de los minutos aprendemos a quererlo, y Ortiz aprende a contenerse un poco, porque no todo tiene que ser Jim Carrey en Mentiroso, mentiroso. Su personaje termina teniendo una pizca del pirata novato más querido (al menos para mí): Guybrush Threepwood, protagonista de la saga de videojuegos Monkey Island.
La temporada, cuya mayor crítica es ser introductoria y cortar algún ritmo mediante flashbacks, lo tendrá armando una tripulación a regañadientes (de la tripulación), enfrentándose a colegas bastante más sanguinarios y huir de la Marina. De un lado y otro de la ley y el orden hay matices, pero ese mundo no termina de plasmarse porque no hay tiempo. Ni tampoco, pero esto es una molestia bastante personal, se plantea la geografía de ese mundo como para que quede claro dónde está cada personaje en relación a los demás.
Esta piratería naíf, que también recuerda a las historietas de El viejo Nick, de Marcel Remacle, cumplen con el objetivo de mostrarnos un mundo con valores de producción elevados, objetivos grandilocuentes y personajes que van desde cocineros con habilidades para la pelea hasta hombres pez con algún discurso problemático si se intenta hacer comparaciones con el racismo del mundo real.
La serie acaba de ser renovada, lo cual es una buena noticia. Primero para los fanáticos, pero también porque sin las ataduras de tener que presentar a los protagonistas la cosa seguramente sea aún más ágil. De todas maneras, el principal problema es que inmediatamente después de terminar la temporada vi el primer episodio de la serie animada. Y me gustó. Pero son más de mil episodios. Bah, de todos modos no tengo vida.
One Piece. Ocho episodios de alrededor de una hora. En Netflix.