Se cerró la 77ª edición de Cannes con una Palma de Oro para la excelente Anora, del estadounidense Sean Baker. Aunque durante casi todo el festival entraba en la lista de máximas favoritas, el premio terminó por ser una sorpresa, un nuevo giro de guion de los muchos que han caracterizado el decurso de este festival. Se llegó así de manera imprevista a un happy ending que ha satisfecho a casi todos y ha certificado en el palmarés el nivel más que notable de la cosecha cannoise de 2024.
Es que Cannes comenzó a abrir el espacio para aquellas películas emboscadas en la competición y cuya superioridad artística se había manifestado muy claramente. Desde los primeros días del festival, emergió la muy singular propuesta del francés Jacques Audiard, poseedor ya de una Palma de Oro por Dheepan. Con Emilia Pérez, nada menos que un musical que entrevera el mundo masculino del thriller de narcos mexicanos con un núcleo argumental de protagonista trans, Audiard sorprendió por la plausibilidad narrativa de algo a priori complejo de dramatizar, y su musical de redención inaudita, escoltado por nombres de estrellas del universo latino en Norteamérica como Selena Gómez y, sobre todo, Zoe Saldaña, devino gran favorita para la Palma de Oro.
Muy poco tiempo después aparecía la otra gran sorpresa de la competencia: Anora, el filme del norteamericano Sean Baker, descubierto en nuestro país por Cinemateca en 2012 con su filme Starlet y habitual en Cannes después de The Florida Project y Red Rocket. Anora revisita el territorio de cuento de hadas reaccionario y engominado de Pretty Woman para darle varios golpes de tuerca y desajustarlo hasta convertirlo en otra cosa diferente e infinitamente más ilusionante: Baker propone que la bailarina de lap-dance y trabajadora sexual que borda la majestuosa actriz Mikey Madison pase de verdad a tomar un rol de rebeldía que dinamita las esclusas de lo esperable para su personaje sumiso. Lo que iba a ser la humillación (o muerte) de esa joven que se ha casado tras una noche de borrachera en Las Vegas con nada menos que el hijo posadolescente de un oligarca ruso traficante de armas y de drogas, deriva hacia una revuelta de la clase trabajadora que encarna Madison (pero no sólo). En un turning point de guion prodigioso, la joven desafía no sólo a la banda de matones del magnate ruso, sino a los intocables del entorno de Vladimir Putin, en un tono de comedia desaforada.
Terceto cruel
Además de Anora y Emilia Pérez, surgieron tres películas que trasegaban con muy apreciable fortuna artística complicadas digestiones de cine de la crueldad, cada una a su manera. La danesa The Girl with the Needle, de Magnus von Horn, que filmó en irrespirable blanco y negro neogótico las calles y las ruinas de una Copenhague de 1918 donde la imposibilidad del aborto conduce a una trama de tráfico de bebés que se sumerge en el lodo moral.
Por su parte, el griego Yorgos Lanthimos regresaba de sus dos películas domesticadas, dirigidas para abrirle las puertas de los Oscar (La favorita y Poor Things) al territorio de la máxima insania de La langosta o El sacrificio de un ciervo sagrado. Con Kinds of Kindness, Lanthimos se volcó en un tres por uno de película de sketches presididos por la atmósfera de la deshumanización o las invocaciones a unas relaciones de dominio demoledoras de cualquier convención de contrato social rousseauniano y adscritas a algo así como un medio camino entre Hobbes (“El hombre es el lobo del hombre”) y JG Ballard (Crash). Kinds of Kindness se eleva en ese tríptico como esperpéntico banquete sobre el (dis)placer de los extraños, con un reparto de estrellas, algunas ya cómplices de Lanthimos, a modo de compañía artística estable: Emma Stone, Willem Dafoe, Margaret Qualley y un Jesse Plemons especialmente inspirado.
En tercer lugar, la francesa Coralie Fargeat abrumó con un body horror nacido de la obsesión y el miedo a envejecer de una estrella de Hollywood. En The Substance, Demi Moore y –otra vez– Margaret Qualley, desnudas ante el espejo como médiums cuasi mitológicas, nos sumergen en una experiencia desprejuiciada de la sangre y los cuerpos nacidos de los cuerpos.
El feo y el cobarde
Ya en el tramo medio del festival surgieron otras películas muy destacables. Singularmente, The Apprentice, dirigida por Ali Abbasi, pero en cuya autoría hay que poner al mismo nivel a su guionista, Gabriel Sherman: no en vano, él es el gran experto en las cloacas de la alt-right norteamericana, ese nido de serpientes en donde se incubó el populismo prefascista de Donald Trump. Sherman había firmado el guion de la serie The Loudest Voice, en la que contaba con esmero cómo Roger Ailes creó el imperio de la comunicación ultraconservadora de Fox News. En The Apprentice, Abbasi se sirve de la lucidez de Sherman para viajar hasta la Nueva York en estado ruinoso de la década de 1970, la fear city en la que un joven Donald Trump da sus primeros pasos entre la jungla de corrupción donde reina Roy Cohn, el hombre para todas las estaciones de los republicanos, desde la caza de brujas macartista al período de Nixon y luego de Reagan. Cohn, hacedor de reyes, investirá a este Trump de primera hora como su elegido y lo aleccionará en unas tablas de la ley que –ya en esta década– lo han llevado a la Casa Blanca. The Apprentice se acerca a Trump en un período de cierta inocencia para ir poco a poco mostrando cómo comenzó su viraje hacia la monstruosidad desalmada.
En clave del gran cine autoral estricto al que Cannes deja mínimo espacio y luego suele ignorar, surgió el portugués Miguel Gomes (otro habitué de las pantallas de Cinemateca) con Grand Tour. Se trata de una creación artística mayúscula, un hipnótico recorrido por todo el sudeste asiático de principios del siglo XX que vemos realizar dos veces: la primera, por un funcionario británico, un cobarde moral al modo de los antihéroes de Graham Greene, un tipo al que todos creen un espía de los norteamericanos y que huye despavorido del compromiso con la mujer que llega a la mañana siguiente para su casamiento. Gomes articula ese mismo trayecto en una segunda ocasión y entonces es esa mujer abandonada la que sigue el rastro casi imposible del otro, con un tono de perseverancia romántica o de lealtad que se contrapone al anterior, aunque la ruta cervantina sea idéntica. De ese prodigio en blanco y negro a lo Von Sternberg, de esa doble ensoñación colonial nace otra de las obras esenciales de este Cannes 77. Dicho esto, nunca creímos que se le fuesen a abrir los contornos de los premios.
Visita inesperada
Así las cosas, cuando todas las entradas de la gran función orgánica que es Cannes parecían vendidas, sobrevino el espectáculo dentro del espectáculo. El director iraní Mohammad Rasoulof se rodeó de una situación personal delicadísima. A los pocos días de la selección de su película The Seed of the Sacred Fig para concursar en Cannes, se supo que el régimen de los ayatolas lo había condenado a ocho años de cárcel y 74 latigazos. A partir de allí, la narración de la epopeya: se contó que Rasoulof había huido de Irán por escarpadas montañas para llegar 28 días después a recibir asilo en Alemania. Su arribo a Cannes, como por sorpresa, para presentar su película el último día de la competencia y ser coronado en la sala Lumière como héroe, fue impresionante. Su película, que pretende mostrar los niveles de liberticidio en Irán –especialmente hacia la mujer– a partir de un conflicto doméstico de un recién nombrado juez por el régimen, es torpe y degenera en un parricidio no intencionadamente cómico. Es lo de menos. La operación de mercadotecnia geoestratégica de Rasoulof ya lo había proclamado Palma de Oro súbita.
Ahí surgió –último giro de guion inesperadísimo– la autorreivindicación de un jurado presidido por Greta Gerwig. Estas mujeres y hombres justos debieron sentir el deber de restaurar su buen nombre y en un acto de sensibilidad extrema o de rebeldía voltearon la suerte del palmarés. Se atrevieron a elevar la maravilla de Miguel Gomes a la categoría de mejor dirección, siempre vetada por el peso de la industria de Cannes a películas tan radicales en su propuesta. Celebraron las libertarias rebeliones que animan y euforizan las enormes películas de Jacques Audiard y de Sean Baker, otorgando a la primera el premio de interpretación colectivo a sus actrices y a la segunda la merecida Palma de Oro. Y aun se atrevieron a hacer pasar por el tracto digestivo del Cannes más estirado los premios a The Substance (mejor guion) y a Lanthimos (a través de uno de sus actores, Jesse Plemons). Y la muy estimable película india All We Imagine as Light, de Payal Kapadia, que se alzó con el Gran Premio del Jurado.
Esto –con más frecuencia de lo que se quiere reconocer– también es Cannes. Un relato o un libreto con final feliz y donde ganan los buenos contra pronóstico y frente a las mareas de la reacción o la impostura. Eso también es Cannes, en la cara oculta de su luna.
Premio de la Sección Semana de la Crítica para una coproducción uruguaya
Presidido por la productora francesa Sylvie Pialat (viuda del director francés Maurice Pialat), el jurado de la 63ª Semana de la Crítica otorgó el Gran Premio 2024 a Simón de la montaña, del argentino Federico Luis. Esta muy lograda ópera prima, escrita por el director junto con Tomás Murphy y Agustín Toscano, se centra en Simón, un muchacho de 21 años (Lorenzo Ferro) que se presenta como ayudante de mudanzas, dice no saber cocinar ni limpiar un baño pero, al menos, sabe hacer la cama. Simón conoce a un grupo de adolescentes con capacidades diferentes (un auténtico hallazgo coral de casting) en la ciudad de los Andes donde vive, y traba, espontáneamente, amistad con ellos. "Creo que realmente vale la pena hacer el esfuerzo de relacionarse con personas distintas a uno, porque así se accede a lo más hermoso del ser humano, es decir, su gran amplitud y su infinita complejidad", declaró el director al presentar su película. El film, cuya coproducción uruguaya estuvo a cargo de Mother Superior, aun no tiene fecha de estreno en nuestro país, pero todo apunta a que será en los próximos meses.