Es 1878 y la era de los samuráis ha llegado a su fin debido a la tecnología occidental que ha entrado en Japón para cambiar sus costumbres para siempre. ¿Recuerdan El último samurái (Edward Zwick, 2003), aquella con Tom Cruise? Bueno, acá se habla más o menos de lo mismo y en el mismo período histórico. Con su código de honor venido a menos y en desuso, los antiguos espadachines, símbolos del bushido y de la mejor manera de hacer las cosas, ahora vagan sin rumbo ni destino. De hecho, son un problema social por ser propensos a la violencia, amén de que no parecen saber hacer nada que no sea andar por ahí con una espada en la mano.

Luego de ver cómo el gobierno prescinde directamente de los samuráis (en el colofón de una batalla, nada menos, bombardeando a todos, enemigos y aliados por igual), saltamos unos años en el tiempo. Los samuráis que quedan se dividen entre los que han encontrado alguna forma de seguir viviendo y los que causan problemas dondequiera que vayan. Pero una noche, 292 de estos guerreros aceptan una convocatoria misteriosa y se reúnen en un templo de Kioto. Aceptan jugar un juego. Las reglas son simples: llegar a Tokio pasando por varias ciudades en el camino. Para poder avanzar en cada etapa, deben duplicar sus medallones. ¿Y cómo consiguen los medallones? Arrancándolos del cuello de los demás. El cálculo también es simple: dada la cantidad de etapas y el número de samuráis involucrados, serán sólo 11 de esos 292 los que lograrán completar el viaje, dejando por el camino un tendal de cadáveres. Los que lleguen serán recompensados con una inmensa fortuna.

La principal referencia, tanto para la novela de Shogo Imamura que aquí se adapta como para la serie realizada por Kento Yamaguchi y Michihito Fujii, es clara: Battle Royale (2000). La también novela y luego legendaria película de Kinji Fukasaku sigue influenciando a decenas de obras hasta nuestros días (pasando por sagas tan populares como Los juegos del hambre, que prácticamente la plagia), y su esquema de “todos contra todos hasta que quede uno” ha trascendido la narración audiovisual y se ha transformado incluso en un estilo de videojuegos.

No es la única referencia clara de Last Samurai Standing. Hay algo en su formato de carrera que remite a fuentes acaso más oscuras, como la tan divertida como ridícula Gymkata (Robert Clouse, 1985), en la que un grupo de competidores corría una carrera mortal y cada demora o duda era castigada por un batallón de ninjas asesinos.

Sumemos: carrera mortal entre desesperados, referencias claras a productos igualmente definidos, algo de ficción histórica (la purga de samuráis que da motivo al relato fue, en efecto, real), estupendas coreografías de combate, multitud de personajes (unos cuantos carismáticos, algunos otros imposibles de distinguir) y varias subtramas que corren en paralelo a la mortal carrera principal (entre ellas, qué se esconde en verdad detrás del juego o qué papel juega alguno de sus competidores). El resultado es verdaderamente adictivo.

¿Lo malo? Uno ya se viene preguntando cómo van a solucionar tanto nudo narrativo, tanto personaje involucrado, tantas etapas a cumplir en tan sólo seis episodios. Al llegar al final, la respuesta se torna evidente: queda completamente inconclusa.

La tanda que tenemos disponible actualmente en Netflix es tan sólo media serie. La realización del resto está todavía por confirmarse, como se ha vuelto habitual, según el éxito que tenga la primera entrega. Por lo tanto, esta es una recomendación con reservas. La serie es muy buena, entretenida, vertiginosa, está cargada de personajes inolvidables, violencia y acción al mejor nivel asiático, pero verla es una apuesta, puesto que todavía no sabemos si alguna vez tendrá final.

El último samurái en pie (Last Samurai Standing). Seis episodios de aproximadamente 50 minutos. En Netflix.